El viajero romántico decimonónico gustaba de recorrer lugares desconocidos en soledad, soñándose personaje de un cuadro de Friedrich.
Fue en Europa donde esta forma vital y estética de experimentar surgió y es en ella donde ha perdurado, adoptando otra forma, otra apariencia. Ser viajero en la actualidad supone disfrutar de esta experiencia en idéntica plenitud, pero sabiéndose acompañado. Porque compartir lo que serán futuros recuerdos resulta más enriquecedor, pues se ponen en común y complementan la visión, haciéndola más duradera si cabe.
La visión "romantica" en pareja encontrará en Europa diferentes lugares cargados de "romanticismo" para perderse, como "caminantes ante mares de niebla" o "monjes frente al mar".
Portugal se presenta como un destino a completar para quien vive en alguno de los puntos del resto de la Península Ibérica. Sigue resultando una geografía cercana por similar a la de España, aunque la cultura cambie. Su paisaje y paisanaje distan en lo urbano, pues quien habita un lugar también lo modela a su manera.
Para visitarla tal vez lo mejor sea aprovechar unos días de descanso ni muy largos ni muy cortos. Un intermedio festivo apreciable puede que sea el que ofrece la Semana Santa, pues el viajero puede desplazarse fácilmente a esta frontera colindante y dividirse unos días en la capital y el resto en localidades cercanas como Cascais o Sintra.
Lisboa mantiene su arquitectura pasada prácticamente intacta. Sus calzadas de adoquines con florituras (de flores) y ornamentación vegetal, ya presente en la época de Pessoa (el escritor, uno de sus más insignes de Portugal, camina en una instantánea sobre esta auténtica alfombra artesana empedrada), son verdaderamente emblemáticas. El viajero debe sucumbir a la tentación de recoger alguna de las piedras desprendidas y llevársela de recuerdo, usándola como pisapapeles.
Los edificios lisboetas, con siglos de historia, exhiben con orgullo sus azulejos, donde el ingenio orfebre no conoce límites. De ese barroquismo son también los monstruos profanos pintados o esculpidos para palacios y casas señoriales, que saludan y desafían al caminante junto con las gárgolas de las iglesias. Sus campanas saludan con diferentes tañidos al caminante, que es observado desde los múltiples balcones de las casas.
Pero la verdadera música de Lisboa la traen los fados, cantos que sin ser alegres ni tristes conmueven y animan a quienes los escuchan. Ahora se han vuelto nocturnos y ambientan las veladas de las tabernas. En el barrio de Alfama tienen fama las voces melodiosas que recuerdan historias de los barrios de pescadores y marineros. La guitarra medieval de doce cuerdas, importada por la colonia inglesa, acompaña al solista que revive la voz del pueblo siempre luminosa. Tras tomar un sabroso plato de bacalao con nata, un róbalo o un arroz caldoso de marisco aliñado con cilantro, la luz se atenúa y se disfruta de esta música que tanto popularizaron voces como la de Amália Rodrigues.
Pero los cantos de Lisboa también son los de los músicos callejeros, que pueden situarse en lugares inesperados: desde alguna terraza (tendiendo hasta la calle un cubo colgado a una cuerda por la que se pide el pago en monedas o criptomonedas) hasta al pie del Elevador de Santa Justa, que tanto recuerda en su arquitectura a las construcciones de Gustave Eiffel.
También resulta muy representativo del arte actual lisboeta las muestras de muralismo urbano anónimas o tan características del artista del reciclaje Artur Bordalo, con sus mapaches o pelícanos tridimensionales que parecen querer salir de sus muros mientras observan, ateridos a las fachadas, distintas puntas de la ciudad.
Como si fuésemos uno de sus pájaros, podremos volar hasta el Palacio Nacional de Ajuda, de estilo neoclásico y lugar de residencia de los reyes durante el s. XIX. De él llama la atención uno de sus flancos, rematado en estilo absolutamente contemporáneo y que apunta al Jardín Botánico que se levanta al otro lado, de estilo francés y primero diseñado en Portugal.
Pero si lo que queremos es sorprendernos de una verdadera grandilocuencia botánica, deberemos viajar hasta la denominada Estufa Fría, donde sus grandes tramos de naturaleza quedarán encerrados en colosales techos de madera cuyo entramado protege del frío invernal y del calor veraniego.
La ciudad de las siete colinas destaca precisamente por su orografía siempre ascendente. Existen funiculares y tranvías que harán las delicias del turista más nostálgico. Para trayectos más largos por la ciudad, el suburbano será la opción más lógica, pudiendo recorrer la costa hasta llegar al Monasterio de los Jerónimos. Fueron los monjes de este lugar quienes crearon los famosos pasteles de Belén, deliciosas tartaletas de huevo cuya receta secreta supuestamente solo conocen siete personas en el mundo.
Con ese afán de descubrir nuevos lugares más allá de aquel donde se asientan nuestros pies, podemos cruzar el gran puente colgante del 25 de Abril, cuyo color rojo y estilo neoyorkino nos recuerda al Golden Gate de San Francisco, para cruzar el estuario del río Tajo y llegar hasta Almada. Diseñado por un estudio americano, se conoció originalmente como "Puente Salazar" por haber sido encargado durante el gobierno de António de Oliveira Salazar en 1960. Su nombre actual lo recibe tras la Revolución del 25 de abril de 1974, que devolvió la democracia a Portugal.
Durante nuestra travesía del norte al sur de Portugal, el gran Cristo Rey nos recibirá con sus brazos abiertos y sus más de 28 metros de altura. La apariencia nos recordará la del Cristo Redentor de Río de Janeiro, en el que se inspiró y que busca agradecer a Dios el haber mantenido a Portugal al margen de la II Guerra Mundial. Su origen se remonta a 1934, cuando el cardenal de Portugal viajó a Brasil y quedó deslumbrado por su monumento Art Decó dominando la cima del Cerro del Corcovado (e inaugurado tres años antes), buscando fondos para erigir uno similar en su tierra. Una obra que por sus dimensiones no pudo concluirse hasta finales de la década de los cincuenta.
Almada resultará un lugar agradable donde descansar del ajetreo urbanita lisboeta y poder disfrutar de sus paisajes o gastronomía. Para retornar, podremos tomar uno de los barcos que salen desde su estación marítima y nos conducen nuevamente a Lisboa.
Pero si lo que queremos es partir a otros lugares, podemos dirigirnos a la Estación del Rossío de estilo Neomanuelino -a caballo entre el Renacimiento y el Romanticismo- para coger el tren rumbo a Sintra. Sus casas señoriales, palacios y palacetes parecerán nadar a la deriva en la frondosa vegetación de la sierra. Ascender por la montaña que conduce al Palacio da Pena resultará todo un reto para los caminantes, viajeros o turistas, que deberán proveerse de su mejor equipamiento para la subida, dominada por la humedad y sensación de encontrarnos en una auténtica selva.
Cascais podrá ser para el viajero otro punto a tener en cuenta cercano a la capital. Dominado por la playa y el puerto, el paseante podrá llegar hasta los acantilados de la Boca del Infierno. Desde arriba, quien observa se dejará sorprender por la caracterización rocosa de este paraje, a través de cuyos orificios penetra con gran intensidad la fuerza del mar, resultando un auténtico espectáculo romántico en el sentido más decimonónico y sublime.
Desde aquí, el caminante friedrichiano podrá dar por concluido su viaje y disponerse a su regreso, portando en su equipaje los mejores souvenirs: los recuerdos, que irán conformando su percepción del mundo presente y futuro. A él regresará con las energías renovadas, llevándose una Portugal "de bolsillo" a sus espaldas.