Progreso sí, pero ¿cuál?

Por Spartacus

 
 

Foto: IrvingPenn , Joe Louis, New York 1948

Vivimos inmersos en una cultura en la que el progreso suele asociarse a la consecución de metas relacionadas con cuestiones puramente materiales olvidando que este tipo de progreso suele acarrear importantes retrocesos en cuestiones éticas y morales al poner en valor cuestiones meramente económicas. Consideramos que una sociedad progresa cuando sus niveles de renta “per capita” o su producto interior bruto alcanzan determinados niveles, tendemos a dar por buenos determinados indicadores referidos única y exclusivamente a cuestiones económicas y que con demasiada frecuencia no sólo olvidan sino que incluso en muchas ocasiones soslayan y se saltan aquellos valores que realmente determinan el progreso en una sociedad. El “tanto tienes tanto vales” es cada día más la mejor manera de medirnos con respecto a quienes nos rodean aunque con el fin de tapar nuestras vergüenzas algunos han encontrado el fácil recursos de culpar de esta situación “al sistema”, ente abstracto donde los haya y que lo mismo sirve “para un roto que para un descosido” con tal de tapar las que cada vez en mayor medida vamos dejando al aire de nuestra degradación moral. Hemos accedido a una sociedad en la que las conquistas científicas nos permiten disfrutar de una longevidad nunca antes alcanzada al mismo tiempo que asistimos impasibles a la muerte de millones de personas aquejadas de enfermedades para las que existe remedios siempre y cuando se cuente con los medios económicos necesarios para acceder a ellos. 
Consideramos como una muestra de progreso el haber conseguido elevar los niveles de renta de nuestros campesinos (los nuestros son, evidentemente, quienes se dedican al campo en el llamado primer mundo) mediante subsidios que tiene como única finalidad almacenar producciones excedentarias que se pudren en los almacenes de intervención mientras que a escasa distancia de ellos millones de seres humanos se mueren de hambruna. 
Los párrafos anteriores cuentan, sin ánimo exhaustivo, lo que en nuestra sociedad avanzada del primer mundo se considera progreso, algunos pensamos que debe ser otra cosa completamente diferente. 
El progreso real es que todos los seres humanos puedan disponer diariamente de una alimentación básica porque existen recursos suficientes para ello; que cualquiera, encuéntrese donde se encuentre y disponga de los recursos económicos de que disponga, tenga acceso a las medicinas necesarias; que la industria farmacéutica no privilegie vías de investigación en función de su rentabilidad o con la vista puesta en satisfacer las necesidades de una sociedad cada vez más hipocondríaca; que el acceso a la cultura sea considerado como un derecho básico y, en consecuencia, se disponga de los recursos necesarios para que todo el mundo tenga acceso a unos niveles culturales mínimos y que aporten el conocimiento suficiente para alcanzar los niveles de libertad que, aparentemente, se disfrutan en el primer mundo. Podríamos seguir “ad infinitum” con esta lista de lo que es el progreso real pero entiendo que basta con los ejemplos citados, todos tenemos en mente por donde deben ir este tipo de cuestiones y si no fuera así las enunciadas deberían abrirnos los ojos hacia una realidad que en demasiadas ocasiones olvidamos o, deliberadamente o no, tergiversamos con el fin de adecuarla a nuestra particular óptica política o social. Como masonas y masones deberíamos preguntarnos qué estamos haciendo para que estos ideales puedan ser trasladados a la sociedad y me temo que en muchos casos la respuesta puede ser descorazonadora. Encerrados en nuestras logias corremos el riesgo de olvidar, incluso, el discurso de nuestros fundadores y convertirnos cada vez más en un selecto club en el que procurar nuestro particular y personal progreso en la creencia de que ello redunda de manera directa e inmediata en el amejoramiento de la humanidad, un poco como la llamada “comunión de los santos” de la teología católica cuyos resultados ­tras dos mil años de práctica­ no parecen avalar el discurrir por la misma senda. La lucha por unos ideales, por nuestros ideales, debería hacernos salir sino como individuos (aquí la tradicional discreción masónica y las personales circunstancias de cada cual suponen un serio hándicap) sí como colectividad de modo que podamos transmitir a la sociedad los resultados de nuestros debates, en aquellos campos que a la sociedad pudieran interesar, con el fin de que la búsqueda de una sociedad mejor pueda ser una realidad en base a los parámetros masónicos.