El cuento de la princesa Kaguya, basado en un cuento popular japonés, es un filme hecho a contracorriente, sin tener en cuenta las tendencias actuales (cuyo objetivo es entretener y divertir), prescindiendo de muchas de las herramientas informáticas que hoy parecen ineludibles. En lo argumental tampoco hay demasiadas concesiones a la audiencia: una historia antigua, sin apenas elementos fantásticos, conflicto familiar a costa de rígidas tradiciones y final (sobre)cargado de emotividad. En lo formal también resulta innovadora: dibujada en una especie de acuarela de trazos inacabados, donde el nivel de detalle está visiblemente ligado al argumento (en las escenas pausadas se incrementa, mientras que en las que expresan fuertes sentimientos --como la de la huida de la princesa-- apenas son un esbozo, como si el ritmo narrativo determinara su grado de acabado). Viéndola, hubo momentos en que tuve la sensación de estar viendo esas películas de animación finlandesas o húngaras de los ochenta donde todo es muy moderno pero faltan claramente detalles básicos que faciliten que, como espectadores, nos enganchemos a lo que muestra la pantalla (personajes, motivos, objetivos, momentos definitorios).
Como artista consagrado a punto de despedirse de su profesión, Takahata no ha temido recargar la historia de sentimientos, ni destacar valores aparentemente en retroceso; ha hecho la película que ha querido y, quizá, por fin, ha dado con el tono y la técnica exactos a los que siempre ha aspirado. Si hubiera sido un joven cineasta en los inicios de su carrera estos mismos méritos no hubieran brillado tanto, como mucho se mencionarían como apuntes prometedores. Es lo que tienen los testamentos cinematográficos: no es sólo lo que son, sino la serie de obras previas que le sirven de base, atalaya y/o trampolín.