Puro Sundance: Tú, yo y todos los demás

Publicado el 25 enero 2011 por 39escalones

Hace ya demasiado tiempo que la etiqueta ‘cine indie’ no deja de ser un reclamo comercial controlado en su mayor parte, como el resto del pastel, por los grandes estudios. Eso ha provocado que las señas de identidad del cine independiente de los primeros tiempos (originalidad, voluntad de transgresión, tanto de los cánones narrativos habituales como del punto de vista de los temas tratados, confección de los repartos, prevalencia de los personajes por encima de la acción, etc.) se hayan ido diluyendo hasta conformar todo un catálogo de productos que, si bien superficialmente parecen revestirse de todas esas notas características y de la frescura e innovación a ellas asociadas, no terminan siendo más que vehículos de propaganda para los mensajes, generalmente de carácter muy conservador, digamos “socialmente aceptables”, lanzados por el estatus dirigente. Así ocurre tanto con las celebradísimas películas de Jason Reitman como con las comedias “inteligentes” de Wes Anderson o las bobaliconadas de Judd Apatow y su compañía de descerebrados. No es este el caso de Tú, yo y todos los demás, de Miranda July (2005), una de las triunfadoras del Festival de Sundance de aquel año y uno de los pocos reductos de independencia y originalidad del último lustro recién concluido en lo que a América se refiere.

Contada sobre la base de una estructura coral, construida como una suma de pequeñas historias que se complementan, la película carece, eso sí, de los artificiosos hilos teledirigidos fundamentados en el azar, la suerte o la casualidad, sobre los que tradicionalmente se confeccionan este tipo de productos (Robert Altman, Paul Haggis, sobre todo). Al contrario, el detonante inicial de la trama, la separación de Richard (John Hawkes) y su traslado a un nuevo barrio con sus hijos, es que el provoca la aparición en pantalla de un grupo de personajes que, a caballo entre la desesperación y la ilusión, acaso un tanto ingenua, luchan contra la soledad y buscan un hueco en el que sentirse cómodos con la vida. En particular, Richard acaba de separarse y se enfrenta al duro reto de reiniciar su vida junto a sus dos hijos, Peter, preadolescente al que sus intrépidas vecinitas utilizan como piedra de toque experimental para sus futuros devaneos sexuales, y Robby, todavía un mocoso, que mata el tiempo manteniendo correspondencia en chats algo subidos de tono con una fogosa amante virtual; por otro lado, Christine (Miranda July), una taxista para personas mayores que también realiza pequeñas obras artísticas en las que vuelca sus anhelos y frustraciones. A su alrededor, pequeñas pinceladas que nos muestran a otros personajes tan perdidos como ellos, tan ansiosos por encontrar un lugar en el mundo, una tabla de salvación que puedan compartir con sus semejantes.

Pese a su brevedad (noventa minutos, lo que se agradece especialmente en un cine en el que ya cualquier cosa supera las dos horas), la película avanza con un ritmo pausado y atendiendo a una gran diversidad y riqueza de matices y puntos de vista acerca de las relaciones humanas, observadas desde la perspectiva de quienes dan sus primeros pasos en la vida social (los hijos de Richard o sus vecinas) o desde la experiencia de quienes ya se hallan en el tramo final (los clientes de Christine), pero con especial hincapié en el dolor y el deseo de los que se encuentran en plena refriega de la lucha por su felicidad. July se acerca a sus personajes con una mirada que es a un tiempo socarrona y delicada, lírica y tierna, de una poderosa y efectiva belleza visual acompañada de una banda sonora maravillosamente escogida que acrecenta el carácter lírico de imágenes contradictorias (el momento en que John prende fuego a su propia mano) o bien la ironía de determinadas situaciones (el delirante encuentro de Robby con su amante virtual en un banco del parque). Asentada sobre la importancia de los pequeños momentos de la vida cotidiana, la película es la crónica de una búsqueda, sosegada pero enloquecida, de un hueco que compartir, ya sea a través de súbitos impulsos incontrolables que lindan peligrosamente con la humillación y la vergüenza extrema o que ahondan en el propio tormento personal, ya zambulléndose en inexplicables conductas de tintes surrealistas.

La película de July combina una decidida voluntad transgresora, casi provocadora (explícitamente en la escena de la felación al joven Peter o en cuanto a los mensajes que el compañero de trabajo de John deja en la ventana para sus vecinitas, o más emotivamente en el encuentro entre Robby y su ligue de internet) con un estilo poético, tranquilo, que se permite breves interludios en que la sugerente banda sonora acompaña imágenes tiernas, minimalistas, de personajes con la mirada perdida, de objetos o espacios significativos, casi todos ellos presididos por colores vivos o apagados que expresan íntimos estados de ánimo de los personajes. Quizá lastrada por algún problema de ritmo pese a su breve metraje, en la cinta de July está claramente presente la huella de Todd Solondz, su mezcla de gamberrismo, comedia transgresora y crítica social, o también la de Vincent Gallo, sus extravagantes personajes y situaciones, y sus arranques surrealistas como forma, a través de la presentación de unas dramáticas experiencias interiores, de criticar comportamientos sociales, culturales o políticos de la sociedad americana.

Interpretada sin estridencias, con naturalidad, haciendo de la austeridad y la economía de palabras y gestos la manera de caracterizar a los personajes (quizá el punto más flaco en este aspecto sea el personaje de Christine, en el que probablemente se cargan demasiado las tintas acerca de su carácter ingenuo, soñador, un puntito iluso, incluso cursi, a través de su relación emocional con las creaciones artísticas que realiza), la película aborda con solvencia el espinoso asunto de las relaciones humanas, especialmente de los insondables misterios del amor, de lo solos que estamos y de por qué necesitamos compañía para hacer de nuestro viaje por la vida un tránsito más llevadero. El final abierto del filme deja muy inteligentemente esta cuestión apartada de cualquier idea filosófica sobre la felicidad. No podemos aspirar a nada más que a hacer el camino acompañados.