Pero el humor, como casi todo, también tiene la ventaja de que evoluciona: temas mucho más osados, personajes más alocados, ritmo acelerado de forma increíble, argumentos más sutiles y complejos, réplicas más bordes, irreverentes y ácidas... Ya no quedan prácticamente tabúes ni fronteras que traspasar: todo sirve como materia prima para el ridículo (amor, vida, muerte, inocencia, enfermedad, política, relaciones...). Un breve repaso a los éxitos del género da cuenta del incremento exponencial en los niveles de atrevimiento: Los incorregibles albóndigas (1979), Porky's (1982), Despedida de soltero (1984), American pie (1999) parecen hoy superadas, autocontenidas. Tuvo que llegar la inigualada Resacón en Las Vegas (2009) para hacer respetable un género que pocas veces lo será.
En el caso de la comedia gamberra estadounidense, estamos asistiendo a la madurez de una generación de cómicos formados en el humor verbal de los monólogos en directo y en la inmediatez de los late shows televisivos y que además se atreven a interpretar, escribir y dirigir. Una generación en las antípodas del humor físico e ingenuo de la factoría Mack Sennett de principios del siglo XX (Keaton, Lloyd, Chaplin) que marcó el sendero del humor cinematográfico. Pero si tuviera que destacar un rasgo distintivo de este nuevo tipo de comedia destacaría la abundancia de referencias intertextuales (a películas, a personajes y escenas bien conocidas por el público) y la abundante alusión (directa o indirecta, visual o verbal) a recursos narrativos o estílistos del cine clásico, adulto o «serio». Existe un tercer elemento, que no es constitutivo sino anecdótico, pero que también sirve para caracterizarlo: su humor marcadamente masculino (incluyendo tópicos sobre la sexualidad, comentarios, puntos de vista, lugares comunes y, sobre todo, ausencia de personajes femeninos --protagonistas o no-- más allá de determinados arquetipos machistas). No debe resultar extraño puesto que todos sus creativos son hombres. No es algo negativo en sí mismo (se trata de humor gamberro políticamente incorrecto), en todo caso es un factor que puede hacer que el filón se agote antes de lo esperado, por cansancio, repetición o exceso de homogeneidad.
El éxito planetario de este cine revela dos síntomas inequívocos acerca de la evolución del medio y los componente generacionales que propicia: 1) que el bagaje televisivo y cinematográfico es lo suficientemente abundante como para soportar revisiones y variaciones sin límite; 2) que el público está tanto o más preparado que los propios creadores para comprender y disfrutar de semejante acumulación de gags, situaciones y réplicas para iniciados.
Dos son los principales aciertos de Juerga hasta el fin (2013), la película más original y gamberra del dúo formado por Evan Goldberg y Seth Rogen: el primero hacer que todos los actores protagonistas se interpreten a sí mismos, el recurso más eficaz, de cara al espectador (demasiado acostumbrado a los arquetipos humanos que pululan por el género) para dar verismo a una historia completamente alocada; el segundo, ambientar la historia en Hollywood, el lugar más alocado de este loco planeta y, por tanto, donde El Apocalipsis (de hecho, cualquier apocalipsis) podría dar lugar a escenas grotescas, ridículas y desternillantes como las que propone la película. En el lado oscuro, el nefasto título de estreno en España, que eclipsa el efecto del original (This is the end) de clara evocación doorsiana e inequívocas reminiscencias fumetas.
Igual que Aterriza como puedas (1980) desmontaba sin piedad todos los tópicos y arquetipos del cine de catástrofes aéreas, Juerga hasta el fin hace lo propio con esos argumentos en que un imprevisto sobrevenido (bicharraco, desastre natural o lo que sea) quiebra la autocomplacencia de unos protagonistas que se ven obligados a actuar para sobrevivir, salvar el planeta o incluso a toda la especie humana. Aquí el imprevisto es el Fin del Mundo (sí, el que se describe en el último capítulo de la Biblia), y quienes se enfrentan a él son una panda de actores inmaduros, egoístas, superficiales, garrulos y paletos que difícilmente renunciarán a ser como son sólo porque el mundo amenace con acabarse. Y no lo hacen por fastidiar, pero es que sus vidas son, a estas alturas, demasiado posmodernas como para aceptar que su existencia pueda tener un final no controlado por ellos o sus expectativas. Hemos visto --igual que los protagonistas del filme-- demasiados apocalipsis como para no tomar a cachondeo según que situaciones y actitudes. Esa es la base argumental que sostiene todo el filme y el humor descacharrante que destila.
La película de Goldberg y Rogen explota el escepticismo «inicios de siglo» de esta juventud pastosa, hipertecnologizada, ahíta de cultura popular audiovisual y que emplea una afilada y posmoderna ironía para machacar el mundo, y lo hace (auto)parodiando a los seres más egocéntricos y absurdos que existen: los actores de Hollywood. La mezcla es original y explosiva; y quienes más la disfrutarán son los espectadores que adoran las películas que ridiculiza el filme, los que detectan los dobles sentidos y las referencias más sutiles. En ese sentido, es un curioso filme completamente autoconsciente y autorreferencial, a la altura de una buena narración de arte y ensayo. No exagero.
Todo vale. Nada es sagrado. No hay consecuencias. Diversión garantizada.