Concluye la 14 edición del Festival Nacional de Teatro dejando tras de si la certeza de que la variedad y representatividad de géneros, tendencias y tonos dentro de la escena nacional es un hecho indiscutible
cultura@juventudrebelde.cu
CAMAGÜEY.— Dos certezas por lo menos deja el Festival Nacional de Teatro que, en su edición número 14, concluyó ayer aquí: primero, que las salas y los espacios, e incluso el número de funciones de casi todas las obras continúan siendo insuficientes ante la avidez del público —tanto local como visitante— por ver buenos títulos.
Después, que la variedad y representatividad de géneros, tendencias y tonos dentro de la escena nacional constituyen un hecho sin discusión.
No quiero sumarme a la disyuntiva de si lo competitivo es o no lo mejor; en cualquier caso, resulta una incidencia para quienes hacen el teatro: para los espectadores —sobre todo quienes viven fuera de la capital— siempre estos encuentros resultan una fiesta, una posibilidad inigualable de actualización y confrontación, una experiencia enriquecedora, de modo que lo verdaderamente importante es que se mantenga el evento en esta ciudad tan artística, en general, y en particular tan sensible a las artes escénicas.
Pocas son, a todas luces, unas cuartillas para referirse individualmente a las obras que engrosaron el cartel en tan agitados días; me limito, entonces, a aventurar algunos criterios sobre varias de estas que por una u otra razón, me parecieron significativas.
Este fue un festival que privilegió la tan importante parcela infantil, y entre los títulos para resaltar figuraría Blancanieves, que sobre el clásico de los hermanos Grimm concibió Esther Suárez Durán y montó el colectivo artemiseño Los Cuenteros, bajo la dirección de Malawy Capote.
Un imaginativo ejercicio posmoderno de reescritura y pastiche hallamos en esta versión que actualiza códigos, revisa motivos y posibilita descodificaciones de diverso rango, y encuentra adecuada recepción lo mismo en los principales destinatarios (los niños) que en quienes no lo son… o prefieren seguir siéndolo.
La banda sonora y el diseño coreográfico afiliados a la contemporaneidad, la original alternancia de títeres y actores, así como el corrosivo sentido paródico del texto, son algunas de las virtudes que Los Cuenteros derrochan en la puesta.
Pinar del Río envió a Teatro Alas con una simpática pieza del también vueltabajero Nelson Simón: Historia de una media naranja, que despoja del habitual sentido metafórico esa alusión del título para centrarse en su más llana literalidad: el cítrico partido a la mitad protagoniza esta «jugosa» historia que revela pericia en la confección y manipulación de muñecos, vestuario y escenografía, en función de un relato que se disfruta de principio a fin.
Ya dentro del teatro para adultos, Camagüey no podía quedar al margen de las celebraciones por el Año virgiliano en este 2012, que celebra el tan saludable centenario del «dramaturgo maldito».
Amén de otras piezas suyas (Aire frío, Dos viejos pánicos), varios monólogos que lo encentran en su persona mueven el dial expresivo en la intertextualidad, entre estos: Un jesuita de la literatura, por Teatro El Público, y La boca, de Teatro El Taller La Habana.
Monólogo a cargo del premio nacional del Humor Osvaldo Doimeadiós, el primero se basa en un cuento póstumo de Piñera adaptado por el actor y Norge Espinosa, con puesta de Carlos Díaz, y donde las angustias tanto estéticas como cotidianas del personaje-autor se mezclan entre sí y a las vivencias de otros, en una interacción: un desafiante rejuego que desdibuja líneas y contornos, y nos suma en tanto cómplices y jueces.
En el caso de La boca, la dimensión del intertexto sale del mismo Virgilio para mezclarla con el discurso del autor: el desaparecido Tomás González, dramaturgo mayor del que ojalá recuperemos otras piezas. También aquí se difuminan los contornos entre ambos escritores, y ahora Virgilio nos habla desde la muerte cuando Tomás presentía la llegada de la suya.
Pieza alucinante, introspectiva y sugerente, se proyecta desde un eficaz minimalismo escénico, y en la soberbia interpretación de Yunier López Rodríguez, quien, dirigido por Bárbara Acosta, une admirablemente gestualidad y eufonía.
Carlos Díaz y El Público volvieron asumiendo un reto mayor: el espectáculo Antigonón: un contingente épico, de Rogelio Orizondo; digo esto porque a un difícil trabajo de dialogicidad y alternancia que descansa en mínimos recursos escénicos y en los hombros de solo dos actrices, tocó en (mala) suerte una sala ausente de ventilación, pésimamente iluminada y de no mejor acústica como La Avellaneda.
Aun así, este work in progress reelabora y contextualiza el mito de Antífona en una riesgosa cuerda floja y transita constantemente entre el humor y lo grave, en las habituales líneas paródicas de Díaz, que incluyen el cancionero popular, la danza, el intercambio de roles y géneros y la «mala palabra», logró salir ileso sobre todo por la meritoria labor de las actrices Giselda Calero y Daysi Forcade, quienes hacen gala de una amplísima gama de resortes histriónicos.
Esto de los roles trocados, del travestismo escritural y escénico, ha caracterizado en buena medida la poética de Freddys Núñez Estenoz, quien con su Teatro del Viento propuso esta vez La hora del té, monólogo «a tres voces» que encierra, entre lo mejor, esta original concepción narrativa, por demás nada gratuita: la insatisfecha y mitómana Lorenza Almenares del Sol es secundada por dos secuaces o álter egos que se refractan cual espejo cóncavo e indagan en las eternas causas de la soledad y el vacío femeninos, que en el caso de las «criaturas isleñas» parece adquirir otros visos.
Visualmente atractiva, sensiblemente actuada y con un enriquecedor sentido coreográfico y musical (que reverencia y entroniza la tradición en la canción cubana), la puesta se resiente un tanto al estirar y repetir en demasía los motivos conflictuales, ausentes de verdadera progresión dramática.
Como es habitual el teatro callejero estuvo presente en Camagüey: el matancero Mirón Cubano trajo La palangana vieja, partiendo de esa hermosa pieza de Teresita Fernández que es Lo feo, entre acrobacias y contorsiones, con vestuario y estética circenses, los personajes siembran en el auditorio (particularmente infantil) que siempre colma la Plaza del Carmen y otros espacios abiertos, el espíritu de esa tonada: entre lo desechable y aparentemente repulsivo puede encontrarse la belleza.
Quizá aún susceptible de un mayor entrenamiento físico de los actores y ciertos ajustes en el desarrollo, La palangana… se llenó de la misma energía positiva que esparció.
También el 14 Festival fue rico en otras actividades, entre estas exposiciones; valga la referencia a Puro teatro (el cartel en el teatro santiaguero), donde el artista de la plástica Damián Rabilero expone su visión de puestas en esa ciudad o encargos de algunos dramaturgos: variadas técnicas en función de un discurso tan personal como imaginativo que trasciende la mera función promocional para erigirse en huella estética independiente.
También Máscaras en busca de autor, del italiano Giorgio Vito, que deja un rico testimonio del sedimento cultural que implica el disfraz en el universo escénico: el polichinela como ícono que evoluciona y (se) transforma.
Si de ese elemento imprescindible como es el vestuario habláramos, resultó una verdadera revelación Siluetas de la historia, artesanía del corte, de una gran conocedora en la materia, la artista y profesora Nieves Lafferté: un recorrido por trajes e interioridades, cortes, modas y modos del vestido femenino desde los siglos XVII al XIX, del cual el teatro, por supuesto, se ha nutrido.
Este sábado noche cayó el telón en la Ciudad de los tinajones; las últimas funciones tuvieron lugar y hoy en la mañana estamos de regreso a La Habana y a otras provincias de donde no pocos teatreros han llegado; pero confiamos en que sea por muy poco tiempo: el telón volverá a subir y el teatro, siempre enhiesto, seguirá a la carga.