Aplicado a la experiencia artística, eso significa que primero es imprescindible que exista algo creado para que después se pueda experimentar; y en segundo lugar, toda reacción a la experiencia artística requiere un mínimo de información racional. Todo lo que cae fuera de este esquema no es arte desde un punto de vista social, sino mera introspección proyectada más allá de los límites del pensamiento individual capaz de provocar una reacción instintiva, completa y suficiente (positiva o negativa), pero incapaz de establecer un intercambio informativo entre creador y espectador. Es razonable y legítimo como fenómeno artístico, pero no es arte.
Está demostrado que funcionamos mejor cuando disponemos de asideros lógicos que nos orienten hacia la comprensión, así que --como no soy ni un pionero ni un visionario-- voy a echar mano de los que proporciona Jorge Wagensberg en un libro tan irrepetible como inspirador: Ideas sobre la complejidad del mundo (1985).
Igual que la termodinámica marca la dirección en que deben suceder determinados procesos físicos irreversibles, el arte se constituye alrededor de un principio básico equivalente: el de la comunicabilidad de complejidades ininteligibles. Suena pretencioso, pero es mejor preguntarse si se cumple esta sencilla premisa antes de teorizar y enredarse en intuiciones, reflexiones o especulaciones sobre la esencia del arte que no llevan a ninguna parte.
Mientras la ciencia se rige por el principio de objetivización, que produce conocimiento universal, axiomático, corroborable y falsable, el arte existe por el principio de comunicabilidad: es capaz de transmitir complejidades no necesariamente inteligibles. Establece una conexión --cada vez que se cumple-- entre un emisor/creador, que emite una idéntica complejidad, y un receptor/espectador que recibe distintas complejidades (aunque se trate del mismo receptor/espectador a lo largo del tiempo). El arte es lo opuesto al conocimiento científico: se ocupa de lo particular, elabora contenidos y mensajes acerca de los sucesos del mundo, retrata nuestra interacción con él, a veces también la introspección a que da lugar (aunque luego como espectadores le extrapolemos un enunciado universal).
Así pues, el primer enunciado que se desprende del principio de comunicabilidad es que si no hay comunicación no hay arte. Y si no hay arte no tiene sentido buscar recurrencias o sistematicidades, ni emitir juicios de valor que lo situen por encima o por debajo de nada. No se puede evaluar algo que no produce un mínimo de información que permita la comparación al receptor/espectador mediante criterios y méritos equivalentes. Es imposible hacer un diagnóstico intersubjetivo de un producto de la subjetividad humana que ha sido realizado sin intención consciente de comunicación efectiva. En el arte, la inteligibilidad también tiene su propio grado cero: se origina cuando el espectador no puede ir más allá de una mera percepción instintiva, intuitiva, irreflexiva, casual o imprevista. Es lo que sucede cuando afirmamos que una obra de arte nos gusta o nos provoca rechazo sin más, sin que sepamos o podamos oponer un argumento razonable.
Las vanguardias artísticas, en general, manifiestan una extraña nostalgia por un imaginario paraíso perdido del mundo premoderno que el capitalismo burgués ha arrasado, el cual remite irremediablemente a la ingenuidad romántica. Sin embargo, hay que admitir su innegable contribución a la delimitación --aunque sea por oposición, contraste o incoherencia-- de los límites formales y sensoriales del arte racionalista basado en la comunicación. Su legado consiste en una serie de proyectos inacabados, fallidos o imposibles que no podían existir sin aquello que detestaban con furia y que se expresaban mediante la creación artística (y no por ejemplo, a través del ensayo crítico o de la ciencia). Desde este punto de vista, las vanguardias artísticas no se pueden considerar un arte con una visión del mundo independiente, coherente y alternativa del mundo burgués que denostaban, sino una reacción provocadora, frívola e inconstante al rechazo y el ninguneo que soportaban estos artistas minoritarios.
Que la comunicabilidad sea el requisito no significa que ésta tenga que ser exclusivamente racional: hay expresiones artísticas que apelan a lo instintivo para transmitir un significado: el sentimiento, la sublimación de la belleza... Expresiones artísticas que interpelan a los mecanismos prelingüísticos del pensamiento humano, como la emoción, la intuición o lo inefable, generalmente con el propósito de conmover antes que explicar.
Y finalmente la comparación: todo aquello que se puede considerar arte desde un punto de vista termodinámico no tiene el mismo mérito, valor ni influencia. Por eso somos capaces de distinguir los clásicos de los bodrios infumables, porque nos hemos dotado (gracias a decenas de miles de artículos, libros y blogs) de herramientas y argumentos que permiten consensuar intersubjetivamente los hallazgos, las mutaciones, las influencias, las subversiones... Todo aquello que se puede considerar arte por el principio de comunicabilidad está abierto a una mínima objetivación formal, estilística o temática, basada en la información que proporciona. Por eso en el arte, igual que en la crítica y en el juicio subjetivo, no todo tiene idéntico o equiparable mérito. No tiene la misma validez la opinión de un racista que la de un demócrata. No puede merecer la misma consideración un filme de Alfred Hitchcock que otro de James Cameron: hay razones objetivas que explican la irremediable superioridad del primero, aunque sólo sea el hecho trivialmente termodinámico de que el cineasta británico vivió antes y ha influido a quienes hicieron cine después de él.
Termimenos ya esta primera parte: si la comunicabilidad es la premisa, debe haber un sistema que nos haya permitido llegar donde estamos. Y ya metidos en el terreno cinematográfico, concluyamos que si hay información sistemática es posible que haya códigos, o al menos unos medios de expresión o unos estilos específicos, aunque sean rudimentarios.
(continuará)