2. El lenguaje y los estilos cinematográficos
3. El Estilo Clásico
4. La narración de arte y ensayo
5. La narración histórico-materialista del cine soviético
6. La narración paramétrica
7. El estilo en el cine contemporáneo
8. El estilo Posclásico (1)
9. El estilo Posclásico (2)
10. El estilo Posclásico (3)
Aunque no es el único género al que alcanza sus aportaciones, el cine de acción sin apenas narración es el desarrollo técnico y narrativo más visible y eficaz del Estilo Posclásico (EP), una especie de seña de identidad de las películas comerciales, taquilleras y de más éxito entre el público.
El EP se caracteriza por su aprovechamiento sin complejos de todo recurso que mantenga y/o demuestre su eficacia, aunque sean del Estilo Clásico (EC) --el montaje alternado--, o la introducción sistemática de ajustes en otros que han perdido lustre --aceleración del ritmo--. De la combinación de ambas estrategias surge el recurso estrella del género: el whammo, una explosión de acción física que hace avanzar la historia, mientras que los escasos diálogos que contienen son simples encadenamientos de chistes, comentarios o informaciones necesarias para comprender la historia. Los libros de estilo de Hollywood aseguran que, para mantener la atención del público, deben producirse cada 10 minutos; y aunque este esquema no lo cumple ningún título, muchas de las películas de acción de las dos últimas décadas tienden claramente a esta estructura: Rambo. Acorralado parte II (1985), Speed (1994), Independence Day (1996), Payback (1999), El caso Bourne (2003), Master and Commander: al otro lado del mundo (2003); aunque la que ha marcado tendencia es La jungla de cristal (1988).
El uso combinado de la profundidad de campo con grandes angulares que hicieron los grandes cineastas de los setenta y ochenta (Robert Altman, Bob Fosse, Milos Forman, Brian de Palma, Steven Spielberg, Francis F. Coppola) cristalizó en el EP en la utilización habitual de primeros planos y de movimientos de cámara. En el EC, cuando una escena requería un montaje rápido, los directores disponían de una amplia gama de encuadres para remarcar las expresiones faciales (por ejemplo pasar de un plano americano a un primer plano medio); pero la tendencia adoptada por el EP es arrancar la escena en un punto de la escala más cercano a la acción (por ejemplo, el primer plano medio), por lo que los encuadres más alejados respecto al elegido para el inicio de la escena quedan descartados de entrada. El resultado es que con el EP, en la práctica, se dan menos opciones de encuadre y es inevitable acabar casi siempre en un primerísimo plano. Por otra parte, el recurso a planos más abiertos no se hace para situar espacialmente una escena (como hacía el EC al comienzo de cada una), sino para puntuarla, oxigenarla de tanto plano cercano. Este «empobrecimiento» en los encuadres es uno de los efectos colaterales de una narración que tiende a priorizar la acción por encima de otros elementos.
La misma reducción de opciones se observa en la gama de lentes utilizadas: entre 1910 y 1930 la más usada en Hollywood era la de 50mm (las de 100-500mm eran para primerísimos planos); mientras que el gran angular (25-35mm) se reservaba para cuando los directores preferían tomas largas y compactar varias líneas de acción en un mismo encuadre, como hizo Orson Welles en Ciudadano Kane (1941). Directores como Sidney Lumet, John Frankenheimer o Arthur Penn recuperaron esta técnica en los sesenta, combinándola con otros elementos técnicos inexistentes en el período clásico: el zoom, las cámaras reflex y el telecine. El uso sistemático que ha hecho el EP de estos recursos ha acabado por dar lugar a lo que se denomina plot lens: asignar narrativamente un objetivo de cámara a determinados momentos narrativos. Lo empleó por primera vez Sidney Lumet en Doce hombres sin piedad (1957), consolidándose de en las décadas siguientes por su capacidad para ordenar de forma natural tramas y distintos tipos de personajes: Gente corriente (1980) de Robert Redford o The paper (Detrás de la noticia) (1994) de Ron Howard.
En cuanto a la manipulación del tiempo, el EC recomendaba no desordenar la historia. Aun así, las películas lo hacían a menudo (básicamente por medio de flashbacks perfectamente marcados técnica y fotográficamente en su inicio y final, para no despistar al espectador), para completar así fragmentos que la historia había escamoteado por necesidad, y siempre motivado a partir del recuerdo de un personaje (a veces incluso incorporando sucesos a los que era imposible que hubieran asistido); y nunca directamente, como un procedimiento directo de la narración. A partir de los años sesenta, además de los saltos atrás, se incorporan saltos hacia adelante, adelantando acontecimientos futuros (flashforward). En el EP, el flashback se sigue considerando el producto de la memoria de un personaje, pero también una reconstrucción consciente (por ejemplo, un abogado que reconstruye un suceso en un juicio), llegando a conformar relatos con estructuras bastante complejas: acontecimientos mostrados desde diferentes puntos de vista y sin orden cronológico --El fin del romance (1999)--, líneas de acción inacabadas o hipotéticas --Pena de muerte (1995)--, historias paralelas sin conexiones causales que pretenden, indirectamente, suscitar un significado en el espectador --Noche en la tierra (1991), Flirt (1995), Las horas (2002)--. El espectador ya no necesita que le marquen el inicio y el final de estos saltos en el tiempo, asume que la historia circula adelante y atrás mientras él se encarga de encontrar un patrón que explique los acontecimientos mostrados. Esta es la prueba definitiva de la madurez del público cinematográfico en este siglo XXI: asumir el relato cinematográfico como algo abierto, desordenado, conflictivo y no siempre transparente. Rashomon (1950), Atraco perfecto (1956), Reservoir dogs (1992) y Atrapado en el tiempo (1993) marcan el principio y la consagración de este recurso narrativo para todas las audiencias y géneros. Es más, la televisión ha acabado normalizando esta estrategia, de manera que no se asocia necesariamente a relatos vanguardistas o filmes de autor: un episodio de la temporada 9 de Seinfeld (1989–1998) está narrado íntegramente a la inversa (empezando con los créditos finales), y otro de la temporada 2 de Cómo conocí a vuestra madre (2005–2014) sigue el mismo patrón de causalidad inversa usado en Memento (2000).
Los créditos iniciales se han hecho más flexibles con el EP: pueden comenzar antes de la acción misma, proporcionar un rompecabezas previo a la trama principal --los ya clásicos prólogos de James Bond-- o una narración neutral de la historia de la que se desarrollarán variantes --Atrapado en el tiempo (1993)--. Ya en los noventa, los créditos introducen la acción sobre una banda sonora, mientras los rótulos se intercalan en diversos planos sin entorpecer los sucesos. En este nuevo milenio los créditos se omiten completamente y entramos en la historia sin más y sin que nos resulte raro. Sin embargo, aún hay títulos más clásicos que usan los créditos para presentar algunos acontecimientos previos, narrar un proceso largo pero condensado en el tiempo o anticipar la historia: Seven (1995), El club de la lucha (1999), El secreto de Thomas Crown (1999). A veces, incluso los créditos finales se ven inmersos en la narración: mientras pasan por la pantalla añaden nuevos subepílogos, escenas nuevas o tomas falsas --Los locos de Cannonball (1981), M.A.S.H. (1970)--. En este desarrollo imparable, el EP presenta casos extremos en los que un plano después de los créditos cambia el significado de la historia: La misión (1986), Amor con preaviso (2002). Un premio inesperado para los excéntricos que se quedan hasta el final.
En cuanto a los protagonistas de estos filmes, la diferencia con el EC es que ahora los héores ya no son ni íntegros ni están sicológicamente perturbados, sino que son buena gente que se hace mejor por el camino, superando casi siempre una desilusión amorosa; también marginados –Amadeus (1984)--, locos --Alguien voló sobre el nido del cuco (1975)-- o víctimas --Enemigos. A love story (1989)--. Aun así, se mantiene la larga tradición de héroes mentalmente inestables: Taxi driver (1976), Buscando a Mr. Goodbar (1977), L.A. Confidential (1997), American beauty (1999), Big fish (2003) o En carne viva (2003). David Lynch supone una brillante excepcionalidad en este panorama: ignora por completo el principio de redundancia para compensar narraciones complejas, lo que le permite intercalar escenas sexuales y violentas sin dar la más mínima pista de cuáles son reales y cuáles imaginadas. Su filmografía se caracteriza por el uso frecuente de un recurso, que no ha trascendido al EP, y que se ha convertido casi en una marca personal: dividir en dos personajes que al inicio sólo eran uno, interpretados por dos actores diferentes o por el mismo actor, como sucede --respectivamente-- en Carretera perdida (1997) y en Mulholland Drive (2001).
En cuanto a la ambientación, en el EP adquiere especial relevancia el worldmaking: el retrato del mundo en el que se desenvuelve la historia y que la pantalla deja entrever parcial o tangencialmente. Esta reconstrucción de una atmósfera o estado de cosas muy específico --ya sea mediante decorados, accesorios, vestuario y, sobre todo, tecnología en determinados títulos y géneros-- puede resultar muy costosa, alcanzando incluso a determinadas ideas sobre el mundo (permitiendo de paso una lucrativa mercadotecnia) y, en función de su contundencia y coherencia, eclipsar incluso al relato y/o la historia. El problema radica en encontrar el equilibrio ideal: dedicarle minutos y presupuesto para que luzca, a pesar de que sus detalles no suelen ser relevantes para la historia: 2001, una odisea espacial (1968), Blade Runner (1982) o la saga Star Wars (1977-...). Aunque es donde más se da, no es un fenómeno exclusivo de la ciencia ficción, sino algo transversal a los géneros: Pulp fiction (1994) o Kill Bill (2003-2004) son películas con una enorme estratificación de detalles de worldmaking a base de guiños, variantes de series de TV, cómics, personajes, marcas, canciones...
El EP ha demostrado --está demostrando-- una imponente fuerza renovadora a partir de un estilo que parecía agotado. La pregunta surge inevitable: ¿será capaz el EP de seguir evolucionando? ¿Lo seguirá haciendo mediante recursos tuneados que se implementan sobre el sistema estable de representación del espacio y del tiempo que aporta el EC? En los 90, por ejemplo, las innovaciones consistieron en recuperar recursos poco explotados del EC, como el corte por barrido (wipe-by cut), característico de filmes como Tiburón (1975); en el siglo XXI a partir de esa continuidad intensificada que acelera la narración. ¿Qué líneas rojas quedan entonces por traspasar? ¿Quebrar el eje de los 180º, la única premisa narrativa que mantiene el sistema espacial de la escena? Filmes como Hulk (2003) o El fuego de la venganza (2004) lo han hecho de forma incipiente, y para no desorientar al espectador lo compensan con un mayor número de planos de reacción (lens plot), que le ayudan a reubicarse espacialmente. No mitifiquemos ni nos escandalicemos antes de tiempo; no se trata de un salto copernicano para el cine ni nada por el estilo: ni el cine soviético ni el japonés clásico respetaban el eje de acción y bien que comprendemos (y admiramos) sus películas más importantes.
El cine de este arranque de milenio se parece bastante al de los ochenta, pero con una dosis mayor de intensidad; el EP prioriza narraciones en las que el espectador aprecia los artificios, los argumentos-red que despliegan después un juego de comprensión y estratagemas. La evolución actual del cine contemporáneo revela que la mayoría de recursos se inventaron en la época de los pioneros, y que todo lo que ha venido después ha sido una priorización alternada según criterios de moda o ansia de distinción: lo prohibido, lo poco usado, lo maldito, lo que cae en el olvido y luego se reivindica, las pequeñas variantes... La historia de la forma cinematográfica sigue las mismas pautas que cualquier otro arte narrativo; en el caso del cine, Bordwell compara este momento con el que vivieron los pintores del manierismo italiano hace cinco siglos: artistas que habían heredado un estilo bien cimentado y eficaz (el del Renacimiento clásico) y aun así se impusieron el reto de seguir innovando sin renunciar ni abandonar semejante legado de perfección y belleza.