Hace algún tiempo, una paciente joven me pidió descaradamente que le enseñara las bolas.
Aunque yo, que soy un chico de mundo, estoy acostumbrado a escuchar todo tipo de proposiciones, debo reconocer que aquello me intimidó.
-¿Disculpa?
-Que si me puedes enseñar las bolas.
-Creo que no te estoy entendiendo bien...
-Pues, ¿no estoy aquí para que me quites las bolas? Quiero que después de que me las quites, me enseñes mis bolas.
Acabáramos. La chica se refería a sus amígdalas. Educadamente, le dije que no merecía la pena; que las amígdalas, a los pocos minutos después de quitarlas, se ponen de un feo color gris y se descomponen en seguida. Conseguí convencerla y la paciente se resignó a no conservar sus amígdalas indefinidamente en su congelador.
Uno de los motivos por los que los otorrinos somos conocidos es por nuestra pasión por quitar amígdalas. Aunque la amigdalectomía ya no se practica tan frecuentemente como en los años de la postguerra, sigue siendo una de las operaciones que más se realizan. Afortunadamente, la técnica quirúrgica ha evolucionado mucho. Ahora las amígdalas se quitan con anestesia general y controlando cualquier sangrado; antiguamente la amigdalectomía ni siquiera se hacía en quirófano. Simplemente, un celador fuerte envolvía al niño en una manta y lo sujetaba rígidamente, mientras el otorrino amputaba las dos amígdalas del niño con una especie de guillotina llamada Sluder y que a mí me recuerda a un cortapuros con mango más que a otra cosa.
Cuando tengo estudiantes en el quirófano, yo siempre les explico dónde están las amígdalas comparándo la boca con una bóveda de crucería, como las de las catedrales góticas. Quizás no sea un símil muy ortodoxo anatómicamente hablando, pero es una descripción mucho más romántica que decir que las amígdalas son dos sacos de glóbulos blancos llenos de oquedades en su superficie en las que se acumulan diversos gérmenes, pus y restos de comida.
Si en este momento te entran unas ganas terribles de mirarte las amígdalas, te recomiendo que te pongas en frente de un espejo y abras la boca. Deja la lengua dentro y respira sin usar la nariz. Fácilmente localizarás tu campanilla y verás que, como una bóveda de crucería, está sujeta por cuatro columnas llamadas pilares amigdalinos: dos anteriores y dos posteriores. Tus amígdalas están a los laterales, entre las columnas de delante y las de detrás.
En la foto, las localizarás siguiendo las flechas azules. Al tragar, la comida cae desde la boca a la faringe, por el sendero que señala la flecha amarilla. Las amígdalas se aproximan entre sí y el bolo alimenticio se frota contra ellas, exponiendo los alimentos a los glóbulos blancos que viven dentro de las amígdalas.
Dentro de unos días, os contaré por qué se infectan las amígdalas y cuándo se debe hacer una amigdalectomía, con todas las controversias que plantea su tratamiento. Por hoy, vais más que servidos.
Foto: "Passau cloister chapel" por cortesía de Andrea Kirkby, modificado con mi esquema anatómico.