Si analizamos las estadísticas de hábitos lectores, da la sensación de que lo importante es el hecho de leer en sí mismo más que la elección de un título concreto. Es decir, ¡qué bien que leemos, aunque sea de una manera mecánica! Pero ¿es que la lectura mecánica nos asegurará una plaza en el cielo?
En realidad, asegurarnos no nos asegura nada, salvo el no pensar, pero sí nos permite hacernos la ilusión de que en España cada vez hay más lectores porque más del 63% de la población lee por lo menos un libro al trimestre. Sin embargo, habría que preguntarse si a eso se le puede llamar verdaderamente leer…
El caso es que proliferan en los cines, en las distintas cadenas de televisión y en las librerías las películas, las series y los libros comerciales, productos casi de usar y tirar, que divierten y no dejan huella. Todos cortados por el mismo patrón, clónicos, convencionales y efímeros.
Sin embargo, yo como lectora no quiero eso. Huyo de que me cuenten una historia y me digan cómo termina, paso a pasito y de pe a pa. No soporto que me lo den todo hecho y me respondan a todas las preguntas. Y todo bien masticadito y digerido, además.
Me espanta saber desde el principio lo que va a ocurrir y que todo vaya bien encarrilado para que nada me sorprenda. Intuirlo todo y no equivocarme en el desarrollo de ningún personaje, que me suene todo a conocido, ¡qué horror!
¿Que me aten todos los cabos…? No, ¡por Dios!
Como lectora admito –es más, necesito- que al principio el autor me lleve de la mano, pero no acepto que en el desarrollo y al final, cuando ya he madurado la historia, siga haciéndolo como una madre protectora incapaz de ver crecer a su hijo. Por eso, le exijo que me deje volar en libertad.
Que el autor me interrogue, me cuestione cosas, eso sí. Pero de las respuestas me encargo yo. Gracias.
La tan manida frase de que el gran objetivo de un libro o de una película es el de entretener no va conmigo. No, yo no quiero que una historia solo me entretenga.
Para eso ya hago punto de cruz.
Y por eso mismo, cuando escribo para jóvenes, mi meta final tampoco es entretenerlos. Ansío por supuesto que se enganchen de la lectura, que se interesen por lo que ocurre, y utilizo “cebos” para ello, ¿cómo no? Muchas veces, una historia de amor, sí. Pero a través de ella, aparecen muchas cosas más con las que pretendo hacerles reflexionar sobre otros temas. En realidad, los libros –mis libros- tratan de ser como cajas de alfileres. Quisiera que a medida que avanza en la lectura, el lector recibiera alfilerazos. Quizá algunos sean tan suaves, tan tenues, que no prendan en él, pero quiero que otros le aguijoneen, le sacudan, le sirvan de acicate, le lleven a plantearse interrogantes, le hagan meditar; incluso, que le estimulen tanto como para obligarle a buscar más allá de mi novela. Solo entonces mi libro se convertirá en el puente que aproxime a otros libros, lugares, personas, hechos.
En cuanto a la historia de amor, bueno, casi nunca termina con el beso de “Happy end” que los lectores esperan. Y eso descoloca a muchos, y me lo suelen decir cuando hago encuentros con ellos en los centros, y me piden segundas partes donde arreglar lo que no se ha arreglado en la “primera”, donde atar lo que no está atado y bien atado. Pero conversamos y les cuento mis motivos. Y algunos los entienden y me lo dicen, y en sus ojos veo que vamos por buen camino. Porque me he propuesto hacerlos verdaderos lectores, y esos no son los que leen un libro al trimestre sino los que enlazan un libro con otro. Para conseguirlo no me queda otra que contagiarles curiosidad, interés, ganas de ir más allá… Algo que no transmiten las historias previsibles (y prescindibles).