Sigo pensando que su mejor filme es Viaje a Darjeeling (2007), porque es el que mejor combina la comedia y su particular mezcla en los momentos definitorios (dosis exactas de absurdo incapaces de anular la delicadeza de los sentimientos e impida que, mostrados sin ese matiz añadido, parezcan exagerados, grotestos, ridículos o inconvenientes). Esta película sigue siendo la mejor versión del universo Anderson, que ya desmenucé en otro sitio con gran precisión verbal; así que no me detendré en ese aspecto.
Aun así, este universo que hoy parece consolidado ha experimentado importantes vaivenes: el más visible consiste en dejar atrás un humor sutil e irónico y centrarse en historias protagonizadas por personajes cuyo principal rasgo de carácter es una rara ingenuidad que encaja a la perfección con el mundo árido y poco detallista en el que se desenvuelven sus filmes. Suelen ser personajes íntegros, cultos y refinados que ignoran (salvo contadas excepciones) cualquier revés o situación contraria a sus objetivos. Moonrise Kingdom (2012) supuso el retorno a este estilo naif (que marcó sus primeros títulos) con su particular visión del derrumbamiento del mundo maniqueo y luminoso de la última infancia y la primera adolescencia. Con El Gran Hotel Budapest (2014) se trata de recrear una historia de un pasado remoto en el que los amores eran puros, la educación y la discreción una norma de conducta que daba buenos resultados a pesar de pequeñas decepciones menores y, en definitiva, todo parecía tener un sentido.
El Gran Hotel Budapest está obsesiva y cuidadosamente rodada en planos frontales, travellings paralelos al movimiento de los personajes (encuadrados en un perfil casi egipcio) y unos pocos movimientos de cámara sobre su eje que amplian la escena y la comprensión narrativa del espectador, lo suficiente para introducir sorpresas, matices curiosos, divertidos o levemente dramáticos. En cualquier caso, el diseño de producción (vestuario, decorados, fotografía, maquillaje) es impecable, a un nivel de detalle que recuerda aquellos libros medievales repletos de minuciosos dibujos en vivos colores. La historia transcurre en un país imaginario y en lugares inexistentes, la excusa perfecta para que Anderson recurra para recrearlos mediante imágenes inpiradas en los dioramas de principios del siglo XX, entrañables por su realismo y delicadeza.
El universo Anderson parece haber encontrado su lugar; y puede que guste o no, pero no sólo es perfectamente identificable, sino también vehemente y original. Un estilo narrativo que acumula coherencia gracias a la presencia constante de rostros familiares, actores y actrices fetiche que interpretan a los mismos tipos humanos (es sorprendente los repartos que reúne últimamente en sus películas), dando la sensación de que, por mucho que cambie la historia, el punto de vista y una inimitable combinación de rareza y sensibilidad permanecen inalterados.