Recuerdos

Por Hluisgarcia
Encontré un artículo curioso en donde se habla de un puente misterioso desde el que, en los últimos 60 años, decenas de perros se han suicidado, saltando al río, sin pensárselo dos veces, nada más acceder a él. Los aficionados al misterio habían aventurado muchas explicaciones paranormales para explicar éste comportamiento tan extraño. Finalmente, cuando la ciencia entró en acción, se encontró una explicación a este suceso tan curioso, pero yo quiero quedarme con esa parte sobrenatural y mágica sobre la que me gusta tanto fantasear (será quizás un medio de aliviar mis tensiones, la desconexión de ésta dura realidad) Eso, junto a otros asuntos más mundanos y que no vienen al caso, me motivó para hacer un relato fantástico en el que apareciese éste puente. Evidentemente, ahora los suicidas serán seres humanos, bastante más completos que los perros. Por eso la ciencia, ante estos hechos, tiene aún, tan pocas cosas que decir. Lo he titulado Recuerdos.

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Recuerdos

Parte 1: El puente viejo.

Recuerdo perfectamente cada detalle. Están gravados a fuego en mi cabeza. Cada vez que cierro los ojos, vienen a mi mente sin el menor esfuerzo. Están ahí para atormentarme, para que nunca olvide lo que pasó. ¡Para que nunca olvide que la culpa fue mía!

Pero me lo tengo merecido. El remordimiento es una serpiente que crece en nuestro interior y se va alimentando de nuestro corazón. Poco a poco lo va devorando, sin que al principio nos demos cuenta de ello. Pero pasado un tiempo, sentimos un vacío, una ausencia de toda felicidad, que va siendo sustituida por la angustia y el temor. Y así, con el tiempo, el remordimiento nos enseña un mundo terrible donde estamos abandonados, donde tenemos la certeza que no encontraremos ayuda y donde solamente sentimos vértigo. ¡El remordimiento es mi condena! Ajena a la justicia del hombre, pero implacable como la justicia de los dioses.

¡Sé que la responsabilidad es mía, que soy culpable! ¡Eso no me lo perdonaré nunca! Pero quisiera ser capaz de volver a recuperar, aunque solamente fuera por un momento, esa calma de espíritu, esa tranquilidad de la que disfrutaba antes de que la tragedia ocurriera. Ahora veo como muy lejanos aquellos felices días en los que disfrutaba de la vida, en los que el azul del cielo y la sonrisa de un niño encendían una llama de felicidad en mi alma. Tiempos en donde las cosas sencillas eran bonitas, bellas, esenciales… ¡Maravillosas!

Pero todo ha cambiado. Ya no soy capaz de encontrar esa luz mágica en nada de lo que me rodea. Todo está pintado de tonos grises, oscuros, tétricos. El mundo se ha vuelto un lugar sombrío, lúgubre. Un sitio donde los natural es sufrir y padecer. ¡Un lugar donde impera la desesperación! Esa misma desesperación que me llevó a buscar las peores soluciones, las más terribles, las que, finalmente, me condenaron eternamente. Yo, que buscaba enmendar mis pecados, me convertí, sin apenas darme cuenta, en el rey del Infierno.

Sí, fue una transición extraña. Mis remordimientos me llevaron a la desesperación, y el suicidio se me presentó como la salida más lógica, la más coherente a una vida desgraciada y sin alicientes. ¿Para qué seguir padeciendo, si era imposible salir del pozo negro y profundo en el que había caído? Lo mejor era acabar con el padecimiento, con la agonía. Era lo que el hombre siempre había hecho con los animales que sufren, con los que no tienen cura. Acabar con ellos de una forma rápida y compasiva. Eso era lo natural. ¿Y no soy yo, acaso, peor que un animal? ¿Y siendo así, no me merezco, frente al hombre más piadoso, al menos un final similar al de cualquiera de ellos?

¡Remordimientos, desesperación, suicidio! El camino ideal para convertirme en un pelele; en algo que, aunque camina y respira, está vacío por dentro, muerto. ¡Muerto en vida! ¡Un zombie real, aquí y ahora! Inmune a todo, insensible a todo y con un único objetivo: ¡Acabar con su vida!

Y con esta resolución, con éste único motivo para moverme y caminar entre los vivos, me encaminé una noche al puente viejo, para dar cumplimiento a mi último viaje.

Al puente viejo lo llaman así porque fue construido en tiempos del Imperio Romano. Es un puente pequeño, con dos arcos de medio punto, apoyado sobre unas anchas pilonas levantadas sobre un el cauce bajo y plagado de rocas del río Sauño. Es un sencillo puente creado para poder salir del valle. Pero además tiene algo peculiar: Ha sido utilizado durante siglos, no solo para atravesar el río, sino como lugar de destino final de todos los suicidas de mi localidad. Es por ello que siempre se han contado historia sobre el mismo. Unas hablan de los fantasmas de todos los que se han inmolado allí, que lo visitan frecuentemente porque sus almas han sido condenadas y no pueden avanzar, allí a donde tengan que hacerlo, siendo castigados a penar eternamente en el lugar donde se quitaron la vida para poder evitar que otros cometan sus mismos errores; estando, además, obligados a aterrorizar a todo ser viviente que se atreva, en horas intempestivas, a presentarse en aquel lugar maldito. Otras cuentan que el diablo lo utiliza como entrada al Infierno para todos aquellos que se dejan engañar por él… Yo siempre he pensado que no son más que historias que existen en todos los pueblos de éste mundo sobre lugares apartados y poco visitados. Cuentos que no llaman espacialmente la atención del antropólogo o del recolector de mitos y leyendas, pues son muy comunes.

Aunque la verdad es que el sitio da miedo. Hace muchos años se trazó un nuevo camino para salir del valle en el que se encuentra el pueblo, y el viejo, que atravesaba aquel puente, quedó abandonado. La maleza y el bosque engulleron sus lindes y la vegetación cubrió casi en su totalidad las piedras de la construcción romana. El viajero que ignoraba la nueva ruta, al llegar al puente, se encontraba un paso estrecho, lleno de musgo y enredaderas. Al otro lado le esperaba un bosque espeso y tenebroso, que parecía absorber la luz que lo rodeaba. Más que el camino de salida del pueblo, parecía la entrada a una cueva profunda y oscura, morada de bestias terribles y misteriosas. Seguramente que de ahí venían tantas leyendas, de su aspecto abandonado, como si fuera algo condenado, olvidado, temido. Algo tan terrible que el hombre no ha querido volver.

Y allí llegué yo hace un par de noches. Hacía frío, más de lo que es habitual en ésta época del año. Las estrellas estaban tapadas por espesas nubes, que corrían por la bóveda celeste, relevándose unas a otras frente a la luna, con la clara intención de tapar su luz mortecina y dejar aquel lugar del demonio en una penumbra sobrecojedora. El sonido de mi caminar sobre la gravilla se mezclaba con el del viento, que silbaba entre los troncos de los árboles. Costaba adivinar, en medio de aquella oscuridad, dónde comenzaba exactamente el puente. Tanto, que cuando quise darme cuenta, ya había penetrado en él y había recorrido más de un cuarto de su longitud. Me asomé a su muro y pude ver como el agua corría rápida entre las peñas, levantando espuma aquí y allá, cada vez que la larga lengua de agua lamía alguna de las muchas piedras que encontraba en su avance. Aquel era más bien un arrollo que un río, aunque debido a las muchas lluvias de aquella época, sus aguas corrían rápidas y ruidosas. Permanecí un momento hipnotizado por el juego entre el líquido cristalino y las duras piedras. Enseguida creí escuchar un ritmo, una melodía oculta tras el ruido y los chapoteos. Era una llamada más que un aviso. No dudé de que aquella extraña música sonaba para mí. Sentí la necesidad de subirme al muro y saltar. Me retiré un paso hacia atrás, miré a los lados de forma instintiva, a modo de despedida… ¡Y entonces fue cuando lo vi! Subido en el muro oeste, en mitad del puente, erguido, con la cabeza levemente inclinada hacia las aguas turbulentas que corrían por debajo, había un hombre. Era alto, delgado, vestido de negro. Solo se apreciaba su silueta, pero parecía estar concentrado en el río, en cómo el agua se rasgaba entre las afiladas rocas, sangrando espuma por todas partes. Y aunque no daba muestras de dudar, sí que daba la impresión de estar meditando esa última decisión, la de dar el salto definitivo y acabar con todo.

Me vi inmediatamente identificado con aquel hombre. ¿Tendría yo el valor suficiente como para, tras colocarme en su misma posición, dar ese paso definitivo hacia la muerte? Algo en mi cabeza me dijo que no lo molestase, que esperase a ver que hacía, sin interrumpirle. Era como si tuviese la posibilidad de ver mi futuro inmediato, y eso, en cierta medida, me excitó y me animó a convertirme en un simple espectador silencioso de aquel terrible espectáculo de muerte. No tenía la más mínima intención de recriminarle su acción, evidentemente. Ni siquiera por un instante pasó por mi cabeza la posibilidad de tratar de convencerlo para que no pusiera su vida en peligro. Su actitud decidida indicaba claramente que poco podría yo influir en sus razonamientos. Además, su posible muerte era como un anuncio para mi. Mejor aún. Era una prueba, un modelo, un ejemplo. Si él lo hacía, yo no tendría ya excusas para no imitarlo. Si desistía, sus razones podrían ser mi última esperanza. Así que, egoístamente, esperé y observé.

Continuará.