La novela Doña Bárbara, del venezolano Rómulo Gallegos es indudablemente un hito de la literatura hispanoamericana del siglo XX. En este artículo, la recordaremos.
1. El año de su publicación
La aparición de Doña Bárbara, en 1929, durante los días más entumecidos de la dictadura de Juan Vicente Gómez, dio a la obra el valor simbólico de cuanto Venezuela necesitaba remediar.
Con este libro, de indiscutible calidad literaria, leído de inmediato y con apetencia en todo el orbe hispánico, Rómulo Gallegos, un silencioso profesor de álgebra del Liceo de Caracas, autor de numerosos cuentos y de dos novelas (que, a pesar de sus muchas virtudes artísticas, solo se difundieron dentro del país), entraba de lleno en el terreno de la literatura universal.
Si bien fuera de Venezuela el libro se leyó como un animado y potente fresco de la vida rural en las grandes llanuras, para los venezolanos, Doña Bárbara contenía una clave simbólica, un mensaje críptico, algo que iba "más allá" de la mera descripción de la naturaleza y de los personajes.
Adentrarse en el problema humano y moral que suscitaba entonces la dictadura gomecista equivalía al viaje a la selva y a la prehistoria, a los más siniestros tremedales que emprende desde la primera página, "en un bongo que remonta el Arauca" , el civilizador Santos Luzardo, "uno de esos hombres inquietantes, de facciones asiáticas que hacen pensar en alguna semilla tártara caída en América quién sabe cuándo ni cómo" .
Sucede que, en Doña Bárbara, junto al inmenso paisaje de una naturaleza sin límites -de árboles, nubes, agua, caballadas y rebaños cimarrones, de horizontes batidos por la lluvia, la tempestad y las polvaredas- están los hombres buenos y los hombres malos, los analfabetos y los cultos, los derrotados y los vencedores, y el pueblo venezolano encontró en estos contrastes mucho de lo que estaba reprimido en su inconsciente colectivo, petrificado por décadas de estancamiento dictatorial. El libro abría, pues, un resquicio para mirar, aun desde los indiferentes cafés de la Caracas de entonces, la más cruda realidad del país.
En la cárcel leyeron la novela los estudiantes presos por las tentativas sediciosas de 1928 y 1929. Ellos, con el más generoso ímpetu criollo, pensaban actuar contra el complejo desastre de la dictadura, tal como Santos Luzardo lo hace sobre las ruinas de Altamira, esto es, oponiendo una ley y un sistema nuevo que deje atrás esa ley de sangre y atropello impuesta por doña Bárbara. Pero incluso doña Bárbara, jefa de cuatreros y maleantes, también fue alguna vez una doncella enamorada cuya ternura fue arrebatada por el desenfreno de los asaltantes. Como su llano, ella también fue campo quemado, pisoteada por el desbarajuste y el tropel de los caballos salvajes. Y en su perversidad podemos reconocer un atisbo de rencor. Santos Luzardo, por su parte, se le planta como una verdad pura y justiciera, como otra voluntad del mundo, una que intenta disolver el sino funesto que atraviesa el corazón de la protagonista. Y de la más profunda impureza, en el último capítulo de la novela, doña Bárbara marcha por la noche del tremedal a buscar aquella virgen que fue antes de que la maltrataran y endurecieran los violentos. "Desaparece del Arauca el nombre de "El Miedo", y todo vuelve a ser Altamira" , concluye el novelista.
2. Síntesis y conciliación de dos corrientes
En Doña Bárbara, las dos corrientes en las que se debatía la literatura venezolana, costumbrismo y modernismo, encontraban su síntesis y conciliación.
Con los costumbristas del siglo XIX se había comenzado a describir la vida rural, pero captada desde fuera, casi por descuido, como la caricatura del hombre urbano que se apiada y sonríe de lo pintoresco o arcaico que observa en el campesino. Pero, por sobre lo accidental de la gramática arcaica o estropeada del campesino en cuestión, subsistía el símbolo, que no podía profundizarse en una literatura de simple regocijo. Frente a la obra de los costumbristas se erguía un mundo más elaborado, apenas esbozado en ensayos académicos que no penetraban más allá de las minorías letradas.
La prosa modernista, aportó, en este sentido, un instrumento de alta calidad y matiz, de suma vivacidad plástica, para mirar y expresar las cosas de otra manera a como se expresaban en el estilo oratorio de finales del siglo XIX.
Nunca se había pintado el paisaje venezolano con más graciosa y animada luz como en los primeros cuentos de Urbaneja Achelpohl; nadie miró el valle natal caraqueño con tan fantástica degradación de color, en lejanía impresionista, como Manuel Díaz Rodríguez. Sin embargo, en las obras del modernismo, observamos todavía a un hombre de cultura y tradición refinada que no logra acercarse o casi le teme al rudo y elemental secreto de su pueblo, un hombre que quiere evadirse buscando la vida más plácida de las metrópolis europeas o ensimismarse en el hermético pozo de sus propios sueños. Son griegos antiguos, parisienses modernos, artistas del Renacimiento, caballeros de una muerta caballería española en la vorágine de una existencia tropical que les resultaba improcedente.
Fue mérito de Doña Bárbara aproximar estos dos mundos, estas dos caras de la existencia local como no se había logrado hasta entonces en la ficción venezolana. Conquistado ya el paisaje y descrito el duro oficio de la gente, era necesario entender con sumo amor y suma paciencia cómo reaccionaban las almas, cuál era la cosmovisión del hombre solitario que mira brotar las estrellas y abultarse los terrores en las engañosas lejanías de la llanura.
Aunque el cuadro de las más rudas costumbres de jinetes y pastores, de cazadores de caimanes, de vaqueros y rumbeadores alcanza en Doña Bárbara sumo valor artístico, predomina, sin embargo, una ejemplaridad de índole psicológica.
No era tan nuevo el ambiente que describía Rómulo Gallegos como sí lo era el misterio y la complejidad de las almas de los personajes. Y todo ello en un arte sereno que hasta se libró del excesivo primor del modernismo; en seguridad de río caudaloso, en estilo que es clásico y popular a la vez. Y escuchamos de pronto, en el arpa llanera el eco de los músicos del tiempo de Lope, de Cervantes, de Góngora. Esto emparenta curiosamente al escritor venezolano con el mejor linaje de los creadores hispánicos, desde Cervantes hasta Galdós. Y se conocen pocas páginas más auténticamente cervantinas en la literatura de América, cervantinas más por el espíritu que por la letra, sin arcaísmos ni alarde estilístico alguno, como ese admirable capítulo de la novela en que el viejo Melesio habla como un Sancho nativo, es decir, con similar realismo metafórico y dura y terrestre poesía.
3. Una recepción pluriclasista
La fórmula de América, dentro del viejo y conflictivo problema que ya estudia Sarmiento en su Facundo, no era tanto que el culto Santos Luzardo, con su flamante título universitario y en nombre de una presuntuosa civilización, impusiese su exclusivo y absorbente módulo a la vida llanera -que es, de hecho, la fórmula de todos los despotismos ilustrados-, sino que tratara más bien de entenderla, mejorarla e incorporarla a su experiencia vital. Si Luzardo debe reeducar a tantos llaneros que se acostumbraron a la violencia y al abandono, el Llano también le reeduca por obra de viriles. La antítesis de campo y ciudad, de civilización y barbarie, planteada en el Facundo se transforma en consigna histórica cuando los cultos se acercan a los analfabetos, cuando la cultura, saliendo del cerrado tribunal de los doctores, se lanza a surcar ríos selváticos en el bongo de Santos Luzardo y descifra el anhelo de justicia elemental que se agita en el alma de los atrasados e irredentos. Cargado de esta nueva verdad -tan diversa de la desdeñosa evasión estética de la novela modernista-, Santos Luzardo se proyecta como una esperanza de salvación.
Y hubo tan cálida veracidad en esta galería de personajes que del círculo de los cultos el libro pasó al pueblo y animó más de una velada llanera en la más remota vaquería. Conuqueros y aldeanos encargaban el libro a su proveedor como completando la sal y el pan de cada día. En grupo de vaqueros y rapsodas de los campos se discutía y comentaba la novela con mayor y más honda prolijidad que la de los críticos literarios. Todo cuanto el pueblo soñaba o sentía se expresaba en el libro como en una gesta colectiva hecha de miedo, de sueño, de indignación, de áspera experiencia cotidiana.
Con ese admirable sincronismo de los grandes libros, este llegaba a tiempo, no solo para delatar y reflejar las más agitadas circunstancias, sino para iluminar también el futuro. Podríamos decir que ya era un clásico en el mismo momento de su aparición, más allá de las modas y los convencionalismos estilísticos de la época. Por ello, y aun en detrimento del arte más depurado que vemos, por ejemplo, en Cantaclaro, es Doña Bárbara el título que le aseguró a Rómulo Gallegos un puesto definitivo en el mundo de las letras.
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