¿Alguno no ha leído "solución10"? Por favor, quien no lo haya podido leer porque le faltan signos, o haya leído otra cosa, que lo diga en un comentario. Pero me sorprendería mucho. Estoy seguro de que todos habéis leído sin problema la palabra solución.
Hay dos letras que han sido sustituidas por dos signos arbitrarios: dos manos abiertas con parte de sus correspondientes antebrazos. Se ha aprovechado su forma alargada y vertical porque puede recordar vagamente a las letras sustituidas, pero lo más curioso es que se ha empleado el mismo icono para dos letras diferentes: la ele y la i. (Uno un poco más grande que otro, para adaptarse a la diferencia de altura de esas dos letras).
En la máquina de escribir de mi padre la ele minúscula era exactamente igual que el uno. Es más: es que no traía uno, había que usar la ele. En algunas tipografías la i mayúscula es igual que la ele minúscula, y al escribir "Illescas" se ven tres palotes verticales y luego "escas". En otras tipografías los ceros son iguales que las oes mayúsculas. Pero no suele haber confusión. Y cuando la hay (por ejemplo, alguien con mala ortografía que quiere escribir "sábana" pero omite la tilde y en vez de la ropa de cama menciona la llanura africana), el contexto de la frase corrige el error.
¿Por qué ocurre esto? ¿Por qué a pesar de errores de tecleo, mala letra o pérdida de algún signo seguimos entendiendo casi todos los mensajes? La lengua resiste ruidos, interferencias, alteraciones, mutilaciones, etc. porque está más que reforzada con redundancias,
con insistencias,
con repeticiones,
con reiteraciones,
con prolijidades,
con excesos,
con demasías,
con sobreabundancias,
con... -¡Ya, ya! ¡Cállate! Te hemos entendido. -Lo hacía para que quedara claro. Lo hacía para ser redundante. Lo hacía para insistir. Lo hacía para... -¡Que sí! ¡Que te calles!
Las pocas veces que realmente se puede producir un error de interpretación, un cortocircuito, un doble sentido, son tan llamativas que nos sorprenden mucho y nos hacen reír. Grandes humoristas como Les Luthiers triunfan buscando contextos en los que estos patinazos sí puedan inducir a error. Y es difícil.
Porque, aparte de la propia estructura sobrerredundante de las palabras y de las frases, el contexto en el que se dicen aporta aún más redundancia.
Por ejemplo, este texto,
aunque para hacernos los interesantes nos dicen que solo pocas personas lo logran, creo que es entendible por todos nosotros. Se basa en que ciertas cifras recuerdan por su forma a ciertas letras. Sin embargo, aun con ese leve parecido gráfico, yo no sabría leer la primera palabra "3573" si me la encontrara aislada, pero cogiendo carrerilla para leerlo todo, y anticipando las siguientes palabras, veo que 3573 es ESTE.
Sí: El cerebro es muy ágil y muy plástico, y se adapta a leer lo que pone en el mensaje por muchos tropezones y faltas que tenga. Pero es que además de lo listo que sea, la lengua está saturada de pistas insistentes y machaconas.
(Vamos, que el asesino ha dejado huellas dactilares, restos biológicos, notas manuscritas... y hasta su documento de identidad. Como para no pillarlo).
Y esto pasa en todas las lenguas de diferentes maneras. Por ejemplo, en español el artículo, el sustantivo y el adjetivo concuerdan en género y número: "Las niñas altas". Si con el artículo todavía no nos hemos enterado de que hablamos del femenino y del plural nos lo repiten en el nombre y nos lo vuelven a repetir en el adjetivo. En inglés eso no pasa; esa información solo va en el sustantivo, y es más que suficiente. En ese ejemplo en inglés no hay repeticiones inútiles que no sirven para nada ni aportan más información. Sin embargo en inglés podemos diferenciar si se nos dice "su" de él, de ella, de ello, de ellos, de usted o de ustedes, y en español no. Pero tampoco parece que esa carencia de precisión en nuestra lengua nos impida entender enunciados con muy sutiles y complejas informaciones.
(A veces se puede jugar con esa ambigüedad cuando nos falla la redundancia, como en el famoso chiste: "Antonio salió del trabajo, se fue a su casa, cenó con su mujer y se acostó con ella". "Ah, pues muy bien". "No. No lo ha entendido. ¿Le puedo tutear?").
El primer ejemplo que he puesto, so¡uc¡ón, no se podría dar con listados de números, porque ahí sí que cada dígito aporta información. Ahí no hay redundancias.
Por ejemplo, si menciono objetos de oficina: gr*pa*ora, *arp*ta, f*l*os, *rd*n*dor..., los adivináis. Pero si os doy datos del balance de esa misma oficina: 3*.5*7,67 €, *5.7*7,9* €, 12*.62*,*8 € es imposible que acertéis las cantidades, ¿verdad? Porque cada cifra aporta una información impredecible, mientras que cada letra se inserta en una palabra, y el número de palabras es limitado (y más en el contexto de una oficina) y es fácil encontrar la que es aunque le falte alguna letra.
La redundancia no aporta información, incluso la estorba e impide, pero asegura la recepción del mensaje, ya que si falla algún elemento hay bastantes más. La redundancia es el coeficiente de seguridad del mensaje.
Si alguien os dice que quiere quedar con vosotros el martes seis de noviembre, sí, el seis, martes, sí, el seis de noviembre, martes, el siguiente del lunes cinco, es que tiene verdadero interés en quedar con vosotros. Si no lo tuviera os diría: "Ya quedamos un día de estos. Si eso".
Pues la lengua tiene mucho interés en quedar con nosotros. Y es muy pesada. Repite y repite lo mismo para que la entendamos.
El lenguaje arquitectónico también está lleno de redundancias. El clásico está muy codificado. Cualquier arquitecto clásico ya sabía, antes de empezar a dibujar, qué tamaños y proporciones tenía que tener cada elemento constructivo, y cómo debían disponerse unos respecto a otros.
Los órdenes clásicos eran férreos. Todo estaba estipulado. No había ningún margen a la creatividad, a la improvisación ni a la contradicción. Todo era previsible.
La simetría es otro elemento de gran redundancia. Vista una parte ya sabemos la otra. No puede sorprendernos.
La arquitectura clásica se apoya en un código que todo el mundo admite como verdadero y como bueno. Lo único que tiene que hacer el arquitecto es cumplirlo. Al arquitecto se le instruye para que lo conozca bien y lo aplique, y se le juzga por lo bien que se ha adaptado a él o lo que se ha desviado.
Todo es orden. Las ideas son inamovibles. Las cosas están claras y descansan en la virtud y en la verdad.
Pero en el barroco se pone en solfa todo el sistema. Se eliminan redundancias y se hace que los elementos constructivos y compositivos sean más "informativos".
Frontones que ya no representan hastiales de tejados, sino que pueden aparecer en cualquier sitio... incluso rotos, incompletos, curvos... columnas de orden gigante que ya no reciben la carga de la planta inmediatamente superior, sino que se van a la siguiente... columnas que se apoyan en mensulillas, indicando con ello que son de mentira... elementos cuya forma ya no manifiesta cómo trabajan, sino que ironizan con ello... Un sindiós.
Si unos árboles nos ocultan parte de un edificio neoclásico lo podemos reconstruir mentalmente siguiendo los ritmos de los huecos de fachada, de los medallones de adorno, etc., y, sobre todo, completando la parte oculta gracias a la simetría. Podría ser que en la esquina que nos falta hubiera un torreón, o un mirador, pero tenemos una alta probabilidad de acertar. (La probabilidad será tanto más alta cuanto mayor sea el nivel de redundancia).
Lo mismo ocurre si en una fotocopia defectuosa sale turbia o borrosa una parte del alzado: La entendemos bien pese a ello.
Del mismo modo, en la música tonal somos capaces de anticipar la resolución de una frase a la nota tónica, aunque nunca hayamos escuchado esa melodía. Con la música dodecafónica, atonal, eso es imposible.
Con la poesía sujeta a rima y medida también podemos al menos aventurar el posible final de un verso. Con la poesía libre no podremos ni acercarnos a acertar.
Gran parte del arte contemporáneo se podría explicar en función de la pérdida de redundancia. Lo vemos, como venimos diciendo, en la música, en la poesía, en la pintura, en la arquitectura...
La pérdida de redundancia ha dado pie a una mayor originalidad, a un mayor nivel informativo del diseño arquitectónico, pero a costa de destruir los códigos y los criterios y hacerse más (a veces completamente) ininteligible.
Hemos descubierto que si aliviamos nuestros mensajes de reiteraciones y refuerzos podemos decir "el lagartos amarilla", que aporta nuevas sugerencias, más dinamismo, mayor profundidad y, repito, más información (y también más seducción), pero al mismo tiempo nos pantalón comimos entresuelo las remero del bolígrafo solamente por miércoles impresas. Y eso ya nos descoloca bastante.
Por el camino minado vuelvo sin ángeles que custodian la cancela
bayeta bayeta plus que nunca amarilla ángel de la niebla
a donde vas hormiga melliza lirio de osadía el poeta más grande
del mundo es el aburrimiento quizás el viento aroma de arcebuces
leve escudo fecundo y prieto alto y cumplido prendido de oleosos epítetos
la carne angelical de la madera la vieja cloche vuelve de nuevo huidiza
volubilidad de meteoro Sagi Barba y Sagi Vela músicos de verdad no de los pobres
giraldas con vocación de nardo el hombre del cubo en la cabeza es un fracaso
un disolvente sin ramas de pestañas ni deliciosas hipotenusas estilográficas
FULLAONDO, Juan Daniel,
Evocando a Gerardo Diego y demás cosas,Kain editorial, Madrid, 1993, pp. 33
Nota.- Hay cientos, miles de libros que desarrollan lo que he tratado de esbozar en esta entrada, pero creo que son fundamentales, obligatorios, de primerísimos auxilios, estos tres:
ECO, Umberto,
La struttura assente,
Bompiani, Milán, 1968,
(tr. cast. de Francisco Serra Cantarell, La estructura ausente. Introducción a la semiótica, Lumen, Barcelona, 1974, 4ª ed. 1989, pp. 446).
VENTURI, Robert,
Complexity and Contradiction in Architecture, Museum of Modern Art, Nueva York, 1966,
(tr. cast. de A. Aguirregoitia Arechavaleta y Eduardo de Felipe Alonso, Complejidad y contradicción en la arquitectura, Gustavo Gili, Barcelona, 1972, pp. 234).
ZEVI, Bruno,
Il Linguaggio Moderno dell' Architettura - Architettura e Historiografia,
Einaudi, Turín, 1973,
(tr. cast. de Roser Berdagué, de la 3ª ed. italiana, El lenguaje moderno de la arquitectura, Poseidón, Barcelona, 1978, pp. 277).