Reformular a Balint

Por Angelesjimenez

Nieves Lorenzo y Ángeles Jiménez son dos médicos de familia de Tenerife interesadas en la metodología propuesta por Michael Balint para sacarle el máximo partido a la principal herramienta terapéutica con la que cuenta el médico para la atención clínica, la relación médico-paciente. Con esta motivación, han estado participado durante los dos últimos años en grupos Balint, primero como asistentes y después como conductoras desde su formación psicoanalítica previa, por lo que decidieron llevar su experiencia al XXVI Congreso Nacional de Entrevista Clínica y Comunicación Asistencial celebrado en Cartagena el pasado mes de diciembre de 2015 con el Taller “La reformulación de Balint para una relación terapéutica XXI”. A continuación se exponen dos casos presentados por las autoras como modelos representativos de los efectos en la evolución de la relación médico-paciente y sus consecuencias clínicas de casos reconducidos tras su elaboración en un grupo Balint.

Julia es una paciente en la cincuentena, cuidadora de sus padres mayores, también pacientes de mi cupo, que pasaban temporadas en su casa intercaladas con otras en casa de su hermana, que suponían un alivio para ella a la vez que le producían un cierto disconfort culposo que neutralizaba sin demasiadas complicaciones. Atribuía todos sus males a la sobrecarga a la que la sometía el cuidado de sus padres, incluso cuando no los cuidaba, además de a los problemas económicos derivados de la situación de paro de su marido y de uno de sus hijos separado y padre a su vez de un hijo, que se había visto obligado a volver a vivir con ellos. Otros dos hijos menores continuaban en la casa familiar. Se quejaba con frecuencia de que nadie la ayudaba en casa, ni los mayores ni los menores, que solo le daban más trabajo. Vivían con el subsidio por desempleo del marido y de la pensión de los padres cuando estaban con ella. Al hijo ya se le había terminado el paro y no cobraba ningún tipo de prestación económica.

Sus males consistían en dolores en todo el cuerpo, intermitentes pero persistentes en sus múltiples localizaciones, además de la sensación continua de cansancio generalizado y mareos inespecíficos. Todo se había estudiado sin encontrar causa orgánica que lo justificara.

Julia era una paciente somatizadora, de esos pacientes que incomodan nada más se lee su nombre en la lista de citados, de los que disgustan porque no se sabe qué recetarles, qué remedio prescribirles para tantos males, de los que se piensa que no tienen remedio porque no conocemos el remedio que cure la angustia. En realidad porque no somos capaces de sostener nuestra propia angustia por no disponer de una respuesta inmediata que los calle para poder interpretar su silencio como signo de curación. Por no asumir que la angustia no tiene remedio, que sin angustia no se puede vivir, ni los pacientes ni los médicos, pero que hay que saber reconducirla para que nos guíe hasta nuestros deseos, en lugar de tratar de taponarla con soluciones imposibles o pastillas alienantes.

Una tarde, al llegar al centro de salud para empezar mi turno de trabajo, me la encontré en el mostrador de la administración resolviendo un trámite burocrático de sus padres.

–¡Hola, doctora!

–¡Hola, Julia! ¿Qué tal estás?

–Aquí, resolviendo este papeleo de mis padres.

–¡Ah! Pues buenas tardes, que sigas bien.

Hice ademán de despedida y me fui a la parte de atrás de la administración para registrar mi llegada al centro. Entonces escuché que le decía a la administrativa que la estaba atendiendo

–¡Mira!, dame una cita fuera de hora porque yo me encuentro mareada.

¡No me lo podía creer! ¡Nada más llegar al centro me encontraba con ella!

Por la organización asistencial del centro, los pacientes que solicitan consulta fuera de hora durante la primera hora del turno de tarde los atienden los médicos del turno de mañana que todavía están en las consultas. Así que la citaron con otro compañero. Al ver que no la iba a atender yo, se fue sin esperar a la visita. Me lo contó a los pocos días, ya con cita en mi consulta. Le pregunté si estaba mejor y me dijo, como tantas veces, que no del todo, que ese mareo a ella no se le terminaba de quitar, como siempre, no se le terminaba de quitar nada, por eso volvía una y otra vez. –¿Por qué no se cambiará de cupo?

Me irritaba tanta queja, así que decidí llevar el caso al grupo Balint al que estaba asistiendo. Se comentó entre todos y cada uno aportó su perspectiva. El psicoanalista conductor me señaló que la paciente en realidad no iba buscando una respuesta por mi parte que le resolviera todos sus problemas, que buscaba un espacio para hablar, que no se lo impidiera, que supiera aprovechar ese despliegue de amor transferencial que la hacía marearse al verme y que dejara de desear que se cambiara de cupo.

Pues eso hice, la dejé hablar, la dejé que siguiera en mi cupo, incluso la invité a participar en el grupo terapéutico que organicé en el centro para el manejo del estrés y el crecimiento personal. Durante los dos años en que el grupo se mantuvo activo hasta que me trasladaron de centro, acudió puntualmente a casi todas las sesiones, a no ser que no pudiera asistir por algún asunto importante, lo que además la contrariaba bastante.

Y Julia hablaba, hablaba en el grupo y me hablaba en la consulta, que por otra parte empezó a resultarme más interesante, y comprobé que efectivamente no quería una respuesta que cerrara su demanda, sino una escucha que le ofreciera una oportunidad de apertura a sus deseos, un lugar donde elaborar sus angustias vitales que le ayudara a resolver sus problemas según sus propios criterios. Con el tiempo las demandas de consultas se fueron distanciando, igual que la insistencia de sus síntomas. Contribuyó además a su mejoría el que su marido y su hijo encontraran trabajo y el hijo estuviera planteándose ir a vivir con una nueva pareja. O quizá fuera ella la que permitiera que su marido saliese a buscar trabajo y a su hijo buscarse otra familia.

De eso hace ya más de dos años y Julia me sigue enviando un mensaje de felicitación por Navidad.

Mª Ángeles Jiménez González

Médico del C. S. Casco Botánico

Grupo de Comunicación y Salud de SoCaMFyC

María es una paciente de unos cuarenta años que vivía con su marido en casa de sus suegros. Acudía de forma repetida al centro desde antes de yo asumir ese cupo, habitualmente sin cita concertada, para que le vendáramos una pierna porque le temblaba sin control, solo esa pierna, ningún otro signo de afectación neurológica, descartada cualquier organicidad por diversos especialistas. Si no se la vendábamos, se caía al suelo aparentemente sin fuerzas para demandar los cuidados del marido, siempre tan atento, tan solícito. Si se la vendábamos, cedía la clínica de forma inmediata. Así una y otra vez, y los enfermeros reticentes a repetir ese vendaje complaciente, irritados por la aparente ganancia secundaria de la enfermedad en la relación con su marido. Y la médico también irritada por mi propia impotencia.

Así que decidí llevarlas al grupo Balint al que asistía, el caso y mi improductiva irritación. Allí se comentó entre todos, un caso moderno de conversión histérica, de la histeria descrita por Freud hace más de un siglo y que en el nuestro ya no es tan común. El psicoanalista conductor me propuso que le preguntara a quién quería dar una patada, y con esa frase me volví a la consulta.

A las pocas semanas María se presentó puntualmente a su no cita habitual, con la pierna temblorosa que mi enfermera se negaba de manera rotunda a vendar otra vez. Acudí a la consulta de enfermería alertada por la algarabía de la enfermera, la paciente, la pierna temblorosa y el solícito marido. La paciente tirada en el suelo añadía descontrol a su ya desorganizada clínica psicosomática. Al verla así, le espeté el conjuro

–Pero Mary, ¿tú a quién le quieres dar una patada? Levántate de ahí y ven a mi consulta, que en el suelo no te puedo atender.

Ante el asombro del marido, de mi enfermera y el mío propio, la paciente se levantó, fue hasta mi consulta y se sentó. Quizá la clave estuvo en poner un límite a lo que la paciente no sabía limitar, en que yo misma supiera ponérselo al no participar en las apariencias, al pensar en qué habría un poco más allá. Y la paciente me lo contó cuando le di la oportunidad de hacerlo, me contó que su suegro trataba continuamente de abusar de ella persiguiéndola por los rincones de la casa cuando no estaban los demás, que trataba de evitar estar a solas con él, pero no siempre lo conseguía, y que no quería contárselo al marido por vergüenza y por evitar un conflicto familiar. No importa si esta versión era cierta desde el punto de vista de la realidad objetiva o una fantasía de la paciente, lo que se presenta de forma común en las neurosis histéricas, el caso es que esta era su realidad psíquica, por tanto la única realidad vigente en su manejo terapéutico. Esta vez se fue de la consulta sin vendajes, parece que con otra cura.

Pasaron meses hasta que la vi de nuevo con mucho mejor aspecto, consultaba por otro motivo. Le pregunté qué tal estaba y me contestó que estupendamente, que se habían mudado y que ya no vivían con sus suegros, que desde la última vez que yo la vi no se habían repetido los temblores en la pierna. Creo que conocía la respuesta a mi pregunta y propinó la patada pertinente que retenía en la pierna hasta hacerla temblar por no darla

Desde entonces va poco por la consulta.

Nieves Lorenzo Prozzo

Médico del C. S. San Isidro

Grupo de Comunicación y Salud de SoCaMFyC