Al otro lado, un recién llegado; un refugiado que no entiende las palabras de la familia que le ha acogido, pero que sí cuenta con las suyas propias. En esa tierra de nadie que para él representa la familia del refugio, él enseguida entiende que se acabó el perdón, pues él también es víctima de las palabras, las suyas, las propias que, en este caso, son las de su mujer que, como un eco procedente del túnel del tiempo, le recuerda que ella y su hijo murieron en ese trágico periplo hacia un mundo mejor al que asistimos en la actualidad. Aquí, está presente, de una forma prodigiosa, la fusión de las tragedias de Oriente y Occidente, pues el ser humano en general, no puede estar más cerca en cuanto a la percepción de su infelicidad y sus desgracias. El personaje de Farid, en la obra de teatro, tiene una doble función, pues por un lado es el aglutinador de los sentimientos no expresados del resto de los personajes, que lo emplean como destinatario de las palabras que nos son capaces de pronunciar sino a un interlocutor del que saben que no tendrán respuesta; y de otra, representa a ese viaje a las estrellas en el que se pierden los desamparados del mundo, pues fijan su miradas en estrellas que no llevan a ninguna parte. Para él, el refugio también es símbolo de autodestrucción, la que tiene que afrontar él ante sí mismo y su conciencia; una conciencia que busca refugio en el silencio y no lo encuentra.
Comentario aparte merece la escenografía de Paco Azorín, portentosa en la concepción, e impetuosa en la materialidad sobre el escenario y en el simbolismo que se impregna sobre el imaginario de cada uno de los espectadores. La transparencia como accesibilidad y a la vez como muro. La idea de bloque y tribu, de eco y noche, o de posibilidad de cambio y transformación la hacen única y muy acertada, pues nos parece decir a cada momento: tan cerca de los demás y sin embargo tan lejos de nosotros mismos, o viceversa. En esa ambivalencia disfrutamos de las imágenes que se proyectan sobre ese cubo mágico que, al igual que la música, se hacen omnipresentes en la narración de esta tragedia sobre la palabra, cuya máxima expresión —la de la palabra— está perfectamente resuelta por un elenco de actores que está a la altura del texto, y que representan muy bien aquello que nos cuentan. Seguros en sus discursos, potentes en su puesta en escena, creíbles en su percepción de sus respectivos abismos: Carmen Arévalo (Alicia), Israel Elejalde (Suso), Marina Morales (Ana/Sima), Raúl Prieto (Farid), Macarena Sanz(Lola), Beatriz Argüello (Amaya) y Hugo de la Vega (Mario), nos llevan y nos traen por ese mundo de locos que no paran de hablar sin darle ningún valor al poder intrínseco de las palabras, quizá, porque la palabra se esté convirtiendo en el mayor enemigo de la esencia del hombre.
Ángel Silvelo Gabriel