Relatos de COSOqueTEcoso (XLVII)

Por Cqtc

Antón estaba desolado. El asunto de los padres de Gertru, por sus circunstancias, le había superado. A veces perdía incluso la noción del tiempo. Otras, ese mismo tiempo adquiría protagonismo y se congelaba, se quedaba quieto en un punto de su cerebro. Sobre todo cuando aquel punto brillaba contra la limpia negrura de sus dudas e iluminaba su infinita soledad. En ese momento, ya consciente, y por mirar ese otro infinito poblado de estrellas, sentía dolor bajo la "nunca", como decía su abuelo. . ¿Y a qué venía acordarse de ese pobre viejo? Y se masajeaba la parte posterior del cuello. De sus ancestros pasaba a dudar de haber cumplido con cada una de las tareas que don Mauro le había encomendado, es decir, al presente. El hecho de que allí todos los días fueran iguales aumentaba esas inseguridades que le fijaban en el tiempo, y potenciaba el devenir que sólo se diferenciaba del venido por la niebla o por la luz. El mañana se había convertido en un enemigo al que había que sojuzgar y convertir en ayer. Pero a su vez se sentía incapaz de esperar y mirar el horizonte, reducido al punto por donde creía haber perdido de vista a quien ya extrañaba más que a su familia. No había tenido la precaución de anotar los días pasados desde que la pareja se fuera, como hacen los presos en las paredes de su celda. Con lo que el desasosiego aumentaba y su acostumbrada meticulosidad decrecía. ¿Qué hora será? Bueno, y qué más da. ¿Habré recogido los huevos? Total, qué importa. Sabía que todo aquello era el pasado, no el presente. Y otra vez a mirar el horizonte. Otra vez a entreabrir el libro leído tantas veces. Podría haberme echao otro más grueso. Pero el caso era llevar poco peso, en fin... Qué bien se han portado Feliciano y Pantaleón. Y su familia. Por eso decía Rogelia que aquello que das para un lado, lo recibes por el otro y que resumía en un dicho popular: Manos que no dais, ¿qué esperáis? ¿Cuento a partir de hoy o ya no importa? Ni siquiera era capaz de decidir una minucia, aun en la certeza de que la vida es una cadena de decisiones que si no tomas te sujetan a ese instante, sin permitirte una fuga hacia delante ni un retorno. Así se sentía ese contable que fungía de capataz de un imperio que no servía más que para aislarle. Recuperaba la sonrisa tímidamente cuando, desde la inactividad, se le venía a la mente su quehacer cotidiano, el contacto de su cuerpo contra el de Rogelia, o la reiterada orden que daba a Rafita para conseguir que todas las noches se lavara las manos antes de cenar. Añoraba, cómo no, su trabajo, la actividad a la que mayor tiempo dedicaba a diario. Extrañaba sentirse privilegiado no ya por el trato recibido de su patrón, sino por el estatus que había adquirido en la fábrica. Era respetado, él no era un operario más, él tenía mucho roce con los dineros que entraban y salían de la empresa, incluso con los particulares del patrono. Tenía más información que los demás, incluido don Mauro. Los compañeros sólo manejaban palabras de chismorreos y habladurías, él la verdad de los números. Esa media sonrisa de satisfacción, de deber cumplido, se alargaba un poco más al ver cruzar por delante de la quintana a Balín como un rayo. La figura de aquel chaval, poco mayor que su hijo, que, con tanto afán, trataba de cumplir cualquier mandado antes de que se lo encargaran. ¡Jodío muchacho! Siempre dispuesto a cualquier galopada. ¿Un cafelito, Antón? Y cómo le veía por la ventana sufrir al traer la infusión y no poder hacerlo a la carrera. ¡Cuántos cafés no habré llevado yo al padre de don Mauro! Su otro abuelo terminó sirviendo en casa de aquél que fundara la fábrica de chocolates, donde él se ganaba la vida gracias a esa relación. No es que ganara el sueldo de un ministro, pero al observar en su barrio y fuera de él, se sentía como un ave rara, como una excepción ante los que arrastraban su vida por la miseria. Sabía que Rogelia ayudaba a terminar el mes a más de una vecina, sabía dónde acababa la ropa y el calzado ya inservible de su casa, sobre todo aquello que a Rafita se le quedaba pequeño y su mujer no era capaz de alargar la vida útil. Sonreía ante los invitados que comían en casa cuando se acercaba el deseado día uno. Uno o dos amigos de su hijo, a partir del veinticinco, eran invitados por Rafita a petición de su mujer. ¿Por qué no dices a Pepito y a Ernesto que vengan a comer hoy? Así hacéis la tarea juntos aquí, merendáis y luego jugáis. Durante las comidas él y Rogelia se miraban a los ojos, compartían y se entendían. A ellos les habían ayudado, qué menos podían hacer dentro de sus posibilidades. No ahorraban casi nada, pero no pasaban necesidades. Y donde comen tres, comen cinco. Rafita, ajeno al hambre, llegó a preguntar porqué invitaba él y los demás no le convidaban. Rogelia, para que su hijo no se creyera lo que no era, le mintió y usó de pantalla a su marido. Porque a tu padre no le gusta que comas fuera. La mirada que Antón echó a su mujer, de haberla visto su hijo, hubiera descubierto el pastel

Muy de mañana Gertru, ajena a los planes de su prometido, cumplía uno de sus turnos semanales como limpiadora de escalera. Después de hacer una pequeña visita a la señorita Pepita, que ese día había madrugado más que de costumbre y volvía de misa, siguió con los zorros y la bayeta. No había acabado el rellano del tercero cuando Cirilo salió capacho en mano

-Buenos días, guapetona. Menos mal que no has empezado, si no...

-Buenos días, Cirilo. No pasa na -sonrió Gertru.

-¿Me la puedes repetir? -preguntó el vecino.

-Que no pasa na.

-No, hija, digo la sonrisa, que si me la puedes repetir.

-Claro -dijo ya riendo la limpiadora-. Es usté un galán.

-Fiel a la cita, eh.

-Sí, señor. Echando una mano a la señora Casta.

-Muy bien, maja. Me voy a la compra. Hasta luego.

-Adiós, que compre bien.

-Sí, porque antes comías pan y agua y tenías cuartos para el agua y para el pan, pero ahora comprar pan es como comprar carne.

Gertru tenía la costumbre de pensar en los vecinos que ocupaban el piso cuyo rellano limpiaba. Así, al llegar al segundo, pensó en la viuda que ocupaba el izquierda. Doña Aurita, que es como en realidad se llamaba aquella mujer ya entrada en años. Era tremendamente reservada. Ningún vecino había pisado su casa, ni siquiera la señora Casta. Gertru sólo había visto entrar a una señora, también mayor que, a diario, llegaba a primera hora y se iba a mediodía. Decían que era la vecina más antigua de la finca. La relación que todos mantenían con ella no iba más allá del "buenos días" obligado al cruzarse en la escalera, eso si te la cruzabas, porque salía menos a la calle que una persona con agorafobia. Nadie conocía siquiera su nombre de pila, sólo sus apellidos, Martínez Galindo, y eso gracias a los carteros que habían preguntado en alguna ocasión, y como la señora Casta era como era, no les había sonsacado. Gertru había bautizado a la vecina como Segunda y a la asistenta como Segundina, por aquello del piso y de la jerarquía. Las pocas veces que se había cruzado con una de las dos fue cuando ellas entraban o salían del segundo izquierda, y lo único que pudo ver, aunque tampoco se fijaba mucho, tras la puerta semiabierta fue una pesada cortina de terciopelo color rojo oscuro y una lámpara de lágrimas, que por ello debía dar una luz tan triste. Y Gertru pensó que si todo el mundo fuera como esas dos personas vivir sería un aburrimiento. Y una cosa le llevó a la otra, y recordó a cada uno de los componentes de su actual familia madrileña. Y se puso a cantar su canción favorita. Con la cantinela de los pañuelucos, aprendida no sabía donde y recordada por su tía, llegó al primero. Por seguridad personal, es decir, por aprensión, obviaba el izquierda, pero esa mañana no pudo, puesto que aquella puerta también se abrió y un puro delante de un hombre, seguido de una emperifollada señora salió de una oscuridad total.

-Buenos días, porterilla -saludó la señora.
- Buenas -contestó la susodicha.

-Buenos días tengan ustedes don Agustín y doña Agustina.

- Gertru -respondió la joven al pensar que aquella mujer se presentaba junto a su marido.

-No, hija, no. A nosotros no nos importa tu nombre, tú siempre serás la porterilla, pero tú debes conocer el nuestro, aunque sólo sea para saludarnos correctamente. No se te olvide, don Agustín y doña Agustina. Y haz bien tu trabajo. Porque el español que trabaja y canta algún sentido le falta . Hala, con Dios. Vamos, Agustín. Y el citado soltó un par de gruñidos. Gertru se quedó helada, con el cubo en una mano y los zorros en la otra. No contestó. Pero doña Agustina sí esperaba su despedida y se paró en el primer tramo de escalera y con una mano encima de la barandilla y el otro brazo colgado del de su marido, reprendió de nuevo a la muchacha.

-Cuando unos señores se despidan de ti, es tu obligación contestar y acabar con sus nombres, es decir, adiós doña Agustina, adiós don Agustín -. Y Gertru, como una autómata repitió las palabras sugeridas.

-Adiós doña Agustina, adiós don Agustín.

-Muy bien, así me gusta. Y no creas que mi marido está enfado contigo, que lo estará seguro, es que, de momento, no puede hablar. Y se lo vuelves a recordar a tu deslenguada madre.

-No es mi madre -reaccionó Gertru al oír hablar mal de la señora Casta-. Bueno, sí, sí que los es. Pero no la insulte.

-¡Ay, Señor! Este tipo de gente ni siquiera sabe quien es su madre. ¡Ay Virgen Santísima! Verás cuando se lo cuente a mi confesor, no se lo va a creer. Y tú -se refirió al marido-, porque lo estás oyendo, si no, no te lo creerías. ¡Dónde vamos a llegar, Dios mío! -. Las últimas palabras no las oyó Gertru, el discurso se desarrolló a la vez que bajaban las escaleras y desaparecía la pareja por el portal rumbo a la calle.

-Yo quiero irme contigo a dormir a Huerta Baja.

-No, José, ya te lo he dicho mogollón de veces. Tendrías que madrugar más que cuando poníamos el puesto. Perderías tos los días más de tres horas lo menos. Además, aquí la señora Casta te mete en vereda y te lavas, allí no puedo contigo, no maces caso.

-Te prometo, te prometo que tobedezco, te lo prometo -suplicó Joselillo cambiando la voz-. Te lo juro Venan -y se besó los dedos cruzados.

-Pero, ¿tan mal te tratan las tres mujeres? Sólo faltaría que pensaras eso. Eres un desagradecío.

-Que no, que no, que no es eso, pesao. Y el colchón es de lana, no de paja. Pero yo quiero estar contigo.

-José, yo no te voy a dejar nunca, ¿lo oyes?, nunca.

-No estarás echando la culpa a madre por haberse muerto, ¿no?

-Madre no se murió, la mató tío Eliseo. No pué tener culpa ella de na.

-Ella me dijo que nunca me dejaría.

-Eres imbécil. Y no te dejó, te separaron de ella, buena ella fue a la que separaron de nosotros. Y naide va a conseguir que me separen de ti. A mi naide me va tocar un pelo.

-¿Reme? ¿Cómo me va atacar Reme a mí? Lo que digo, questás gilipollas

-Eh, Venancio, menos palabrotas -advirtió la señora Casta que presenciaba en silencio el encontronazo de los hermanos.

-Ya, pero tos los novios se casan.

-No todos, pero yo pienso casarme con la Reme.

-Mía tú qué bien -coreó la señora Casta -No lo sabía yo.

-Eso espero -respondió Venancio sin tener en cuenta al coro-. ¿Y eso crees tú que nos va a separar? Tú estás tonto, chaval. La Reme te quié mucho.

-Pero a ti te quiere más. Yo la oigo hablar por las noches con Gertru. -De otra forma, pero nos quié igual de mejor a los dos. Y no me cuentes na, no quieroírlo, eso es su -Pero tú no eres mayor que yo, listo. Ni -¿Sabes que a Balín lan puesto traje y zapatos y está en la oficina, en -Pos deberías acordarte desas cosas y no de tío. Y ese no cas dicho, sí ques una mentira. Tú quiés hacerte la -Claro, por eso habláis
interiomidad ¿Y acaso las oído decir mal de ti? To lo contrario, hombre.
-Eso es verdá.
-Pos entonces, ¿de qué te procupas?
-No lo sé.
-Mira, José, igual que yo menamoré della, a ti te llegará tu moza. Y serás tú el que quiera dejarme a mí. A to el mundo le pasa, to el mundo quié vivir solo en su casa, con su mujer.
-¿Y por qué a ti no te pasa?
-Me quiés pillar, ¿eh? Primero porque yo te quiero.
-Y yo a ti también, ¿y qué?
-Yo también le prometí lo mismo.
-¿Y cómo me vas a cuidar tú a mí, mocoso? Y lo más importante, ¿tu tiés novia?
-Yo no, ¡qué dices! -rechazó contundentemente tan solo la idea Joselillo.
prometistes a madre cuidar de ti. -Pos yo sí. ¿Y sabes que la he dicho?
-¿Qué? A ver, ¿qué?
-Que si nos casamos el que tié que decir que sí eres tú, que sin tu consentimiento nunca haría na.
-Bah, eso ya lo sabía. Se lo contó la Reme a la Gertru una noche. Y a ella no la gustó, pero a Reme sí.
-Serás cotilla y bocazas. Te dicho que no me cuentes na deso.
-Y también sé que si digo que os caséis, viviré con vusotros.
-Y dale a la lengua. ¿Pero, entonces, por qué mas líao? Yo también me procupo cuando te veo dudar o perdío.
-¿No me cuentas tú tus rollos cuando estás raro? Pos yo hago lo mesmo, Venan. Además, quería oírtelo decir a ti. Me paece que los hombres cuentan muchas mentiras a las mujeres pa que les quieran.
-Sí, tiés razón, hijo -. No se pudo reprimir la señora Casta.
-Ya, eso también lo estoy viendo yo desde questamos más tiempo aquí quen Pozuelo.
-¿Quieres que te cuente una mentira que don Mauro la echao a la Gertru?
-No sé las veces que te dicho que no me cuentes na de lo que las oigas a ellas.
-No, listo, no es na dellas. Me la contao Balín. Y no es un cotilleo. Es verdá, quél la oído en la fábrica. Que lo dijo Antón. Y la Gertru está amagá porque no sabe el secreto. Yo sí. Es el primer secreto importante que conosco en mi vida.
-Eso es mentira, José.
-Lo dirás tú -. La señora Casta se estaba temiendo que Venancio no quisiera oír el secreto o la mentira de don Mauro, pero ni así intervino.
-Hombre, que lo digo yo, y tú cuando te recuerde que lo de vender en tu puesto lo quechábamos a los cerdos era un secreto entre tú y yo.
-¿Y qué? Eso era un secreto mío, no de otro. Y además era pequeño y para jorobar a tío.
-Pero era un secreto, ¿o no?
-Bueno pues uno de mayores.
-Yo también voy a la escuela como tú, ¿sabes? Mestán recordando las letras también, así que no soy tan mayor.
-El secreto es mu gordo -. Volvió al tema Joselillo y la señora Casta se alegró. Ya tenía la suficiente edad como para saber que es mejor confiar en las verdades de los niños que en las mentiras de los adultos.
-¿Nos afecta a la Reme y a mí? ¿O a ti?
-No. Ni a ti ni a mí.
-Pos, anda, entonces cuéntamelo, questás deseandito -. La señora Casta suspiró de alivio y aguzó el oído.
-Sí, me lo has contao tú. Y que corre tan mal como tú con los zapatones que no te vas a quitar.
-¿Y sabes por qué?
-Porque Antón sa ido de viaje. Eso ya me lo has contao también.
-Pero lo que no sabes es dónde ha ido. ¿A que no?
-Pos no, ¿cómo lo voy a saber?
-Verás -Joselillo bajó la voz y se acercó a su hermano, cosa que a la oyente no le hizo ninguna gracia-. Porque sa ido a buscar a los padres della -. La portera consiguió ser partícipe del secreto y sonrío encantada, aunque ya lo supiera.
-¿Y la Gertru no la sabe?
-No, no sabe ni mijita.
-Pero eso es una sospresa mu gorda.
-Será una sospresa pero lastá echando una mentiraintiendo.
-Yo creo, José, cuna mentira secha pacer daño a alguien o pa defenderte o pa tapar algo malo. Eso que mas contao es como hacer un regalo y dártelo el día de tu santo, o como si tacen una fiesta sospresa como tizo madre a ti cuando cumpliste diez años. ¿Tacuerdas?
-No.
-Oye, no cuentes a naide na, le juré a Balín por madre que no se lo diría a naide.
-Pos otra mentira cas echao, y gorda. Y encima enredas a madre.
-Pero tú no cuentas y madre seguro que mentiende.
-O sea, que yo soy naide, ¿no? ver de sentao en la escalera?
-Vete a la mierda.
-Ja, ja. Tu serás más listo que yo, pero te liao y te da rabia.
-Vale, pos echamos una carrera, a ver quien gana.
-Sí, hombre, pa que me saques un trozo y luego te rías de tu hermano mayor.
-A ver, ¿de qué habláis tan bajito, chicos? -preguntó la señora Casta al acabar de pelar las patatas, cosa que había hecho lentamente, y harta ya de hacerse la sorda.
-De mujeres -contestó Venancio a la vez que guiñaba un ojo a Joselillo.
-No deberías hablar deso con tu hermano, es mu joven entoavía -regañó con la boca pequeña la mujer.
-Le tengo quenseñar de to, pa eso soy el mayor.
-Anda que tú saberás mucho. Y, eso ya lo aprenderá solito, no te procupes. Deberías enseñarle otras cosas.
-Como por ejemplo ¿agradecer to lo questá haciendo la gente por nusotros?
-Sí. Pero a mí no mincluyáis. A mi mestáis pagando. Tú tempeñaste, así que... ¿O no tacuerdas?
-¿Sabe lo que me cobra Cirilo por lo de la contabilidá? Un céntimo al día.
-Mia tú, a mi me pagas una burrá, y a él na. Paece más amigo vuestro que yo y la Reme.
-Usté no es nuestramiga -soltó Joselillo.
-Vaya por Dios, desde que cobro, me convertío en la dueña la pensión.
-No -contestó Joselillo-. Usté es nuestra segunda madre.
-Ves, por fin dices verdá, José -confirmó Venancio.
-Y qué mas da, las madres nunca hacen daño a sus hijos, así que nusotros tranquilos -dijo Joselillo al levantarse y abrazar por la espalda a la señora Casta que se peleaba con las mondas por hacer algo, y en un intento de no dar la cara durante toda la conversación. Aunque después del gesto del crío, el motivo para no volverse fue realmente las lágrimas que le resbalaban por las mejillas. vírtima conmigo.
-Estáis tontos los dos -acertó a decir sin sollozar-. Y dejadme tranquila que van a llegar éstas y no van a estar las patatas.
delante mía como si yo no estuviese, ¿no? Pues que sepáis que menterao de to.

A la mañana siguiente a la conversación con la señora Casta, don Mauro seguía rumia que te rumia con el asunto de Antón. Y ese día con más motivo, pues intuía que Rogelia, la mujer de aquél, vendría por la fábrica. Y así fue. Ni el dinero ni la preocupación se pueden ocultar, para bien o para mal. -Pero que no está, señor -A... A... A don Mauro. ¿No las visto pasar? -. Mauricio se echó sobre la puerta de la oficina, la abrió y se asomó, pero no vio a nadie-. Te juro que le visto cruzar por aquí mismo. Don Mauro, ya en la calle, sonrió cariñosamente. La defensa que ese crío había hecho de su intimidad le había llegado al alma, y fue como un bálsamo. Balín tenía toda la razón del mundo, él no estaba allí. Lo que no sabía era donde estaba, acaso en Asturias, acaso en el hogar de Antón, pero allí en su despacho no estaba, desde luego. '
-Buenos días -la recibió en la puerta.
-Me asusta usté, don Mauro.
-¿Por qué, mujer? -. El hombre trataba de mantener la calma y la compostura.
-Es la primera vez que me recibe usté en la puerta.
-Rogelia, no confunda usté las ganas de agradar y la educación con la preocupación -trató de disimular don Mauro-. Entre, por favor, y siéntese. ¿Le apetece tomar algo? Un café, un anís...
-Me sigue usté preocupando, pero un vasito de agua no me vendría mal, por si se me queda la boca seca -Rogelia seguía en sus trece, es decir, hacía caso a su intuición.
-Un momento -. El caballero cuando salió al antedespacho no vio a Balín, y se sonrió. Esperó unos segundos y vio aparecer a Balín con un vaso de agua al que trataba con mimo para no derramar nada.
-La puesta estababierta, don Mauro.
-Ya, dame, gracias. Pero la siguiente vez buscas un platito como el de las tazas y le traes también.
-Sí, don Mauro -. Éste volvió al despacho, depositó el vaso en su mesa, frente a Rogelia, y se sentó en una esquina del escritorio.
-Verá, Rogelia. Si bien no la he mentido, tampoco le he dicho toda la verdá.
-Ya sabía una servidora...
-No, no quiero que se preocupe. Hace días que no sé de su marido, pero también es verdad que no tengo noticias de que le haya ocurrido algo malo.
-Entonces, ¿no sabemos nada de él?
-No, pero de ninguna índole.
-¿Índole?
-Ni bueno, ni malo. Sabe que Antón se las arregla, es un hombre muy previsor y muy organizado. Usté le conoce mejor que nadie.
-Claro, dígamelo a mí. Pero, aún así, también le veo a usté preocupado.
-Eso es normal, mujer. Estoy un poco nervioso por todo. He sido yo el que le ha embarcado en esta aventura. Es normal que lo esté.
-No, no le digo que usté tenga mala conciencia por mandarle a buscar a esa gente, no, sino que también está preocupado por él, por su suerte, no por la del asunto. ¿Me entiende?
-Sí, tiene razón, pero sé que si le hubiera pasado algo lo sabríamos.
-Mire, don Mauro, por más que habláramos no nos íbamos a quitar de la cabeza lo que no queremos decir.
-Pero sí nos podríamos tranquilizar mutuamente.
-No mentienda mal, a usté le debemos todo y más, pero no la vida. Y bastante tengo yo con tranquilizar a mi hijo y a mi suegra, a pesar de lo que me reconcome por dentro. Y por ello lentiendo, comprendo cómo y porqué ha actuado así conmigo. Pero será mejor que, a partir de ahora, me trate como una igual. Las mujeres, no somos ni menos ni más que ustedes, pero sabemos sufrir quizá más que los hombres. No hace falta que naide cuide de mí. Y lo sé, porque, curiosamente, soy yo la que protege a mi Antón, a mi manera, claro. Quizás sea porque como es tan poquita cosa y yo tan robusta por lo que hemos cambiado las normas para sobrevivir. Pero sepa usté que al hombre que más admiro en la faz de la tierra es a él. Y que si la vida me lo arrancara por esto jamás le culparía a usté. Y, ahora me voy. Esperaré sus noticias, no vendré a darle más la lata. Ya me contará cuando sepa usté algo. Entiendo que he sío una pesada, ha de perdonarme, aunque sé que mentiende -. Don Mauro ni pudo ni supo reaccionar ante las claras palabras de Rogelia. Se quedó clavado en el escritorio, con un pie apoyado en el suelo y el otro suspendido en el aire. Ni siquiera su educación le obligó a levantar el trasero del tablero de la mesa y despedir como hubiera querido a la mujer de su secretario. Le había dado una lección que él nunca olvidaría. Balín entró en el despacho y se quedó en el umbral de la puerta. Y vio a su patrón llorar por primera vez.
-¿Le pasa..., le pasa algo, don Mauro?
-Nada malo, Balín, nada malo. A veces, aprender duele. Es mejor que uno pague sus errores, y no otros. No se te olvide. Y ahora, por favor, cierra la puerta, quiero estar solo. Gracias.
-Sí, don Mauro -. Según cerraba Balín la puerta del despacho, se abrió la de enfrente y entró el representante de la imprenta.
-Hola, pieza. ¿Está don Mauro? -preguntó con la chulería acostumbrada Mauricio.
-No -contestó Balín de una forma rotunda. No le gustaba nada que le llamaran "pieza".
-No mengañes, mocoso. Ma parecido verle.
-Pos habrá visto usté un fastasma.
-Tú estás chalao. ¿Y también me vas a negar que le oído hablar? Menuda alhaja estás tú hecho.
-Hombre, eso seguro que lo ha hecho usté.
-Pos entonces, anúnciame, monicaco, le traigo unas pruebas del nuevo envoltorio del chocolate.
-Pero quien te crees queres, malandrín.
-Pos cuando no está don Mauro, como ahora, el patrón. Así que ya se está usté yendo por donde ha venío.
-Esto no se va a quedar así, Balín de las narices. ¡Qué falta de respeto!
-Yo no le faltao a usté al respeto. En to caso usté a mí, yo sólo le dicho que don Mauro está en otro sitio y no pué atenderle -. Don Mauro desde su despacho, y al oír los primeros gritos de Mauricio había enderezado los hombros y las orejas. Se levantó del sillón, se acercó a la puerta, la entreabrió un poco y vio a Balín de cara y al representante de espaldas. Terminó de abrir la puerta, mientras guiñaba un ojo a su secretario y le sonreía. Salió en silencio con un dedo en la boca, y pidió perdón antes de pasar por delante de Mauricio.
-¡Ajá! ¿Con qué no estaba, eh? Don Mauro tiene usté que hacer algo con este bandarras -. Si Mauricio esperaba una respuesta de su cliente, se equivocó, porque éste, sin hacer caso de nada ni de nadie, salió por la puerta de la oficina y empezó a bajar las escaleras.
-¿A quién habla usté de un bandarras? -preguntó Balín.
Miauricio -equivocó aposta el nombre Balín-. Sólo le digo que seguro custé la oído alguna vez. Pero hoy no, porque no está. Don Mauro sólo está cuando su secretario en fundiciones lo dice. ¿Sa enterao? Y más ahora', pensó.

-Sabes, Carmina, a veces, creo que cuando me imitas ves al mismísimo diablo. Creo ser una persona fácil de contentar, pero, claro, si cualquiera pretende que tenga hambre cuando ese cualquiera la siente en su estómago, es muy difícil que yo me contente. O que pretenda que yo tenga frío cuando lo siente ese cualquiera. ¿No sé si me entiendes?
-A ti no hay quien te complazca ni quien te entienda, hijo. Yo también pienso a veces que no has nacido para sentirte feliz. Y como yo sí, pues eso.
-Tú sabes que yo soy feliz con cosas nimias. Y no digo que a ti no te pase lo mismo. La diferencia es que yo no espero, no tengo esperanzas de nada. He aprendido que soy un ciegayernos como para pretender cambiar el mundo, que soy tan mezquino como los demás y que lo que a mí me parece un acierto, otros lo pueden tachar de error. Así que sólo quiero quedarme en mi madriguera sin que nada ni nadie me presione en ella, porque si no, la hemos jodido.
-Ay, Cirilo, qué poco me gusta que hables así.
-Carmina, lo de menos es el vocabulario empleado. A mí, supongo que por desconocimiento o por vaguedad, me sale antes una palabra soez que un epíteto educado. A veces, la forma no es tan importante y un taco hasta viene bien.
-Bueno, bueno. Somos seres civilizados y como tales hemos de actuar, no te creas.
-Claro, tú piensas así porque te han educado para ser mujer, para ser fina y comedida o para parecerlo. Para ti la palabra, y perdone la señora, "cojones" te ofende, y no sólo el oído. Para nosotros, los hombres, tiene un significado y unas connotaciones que, por tenerlos, les damos mucha importancia. Bien para demostrar nuestra virilidad, bien para frenar la del otro. Vosotras tildáis de mala pécora o mala mujer a vuestras rivales en el amor, por ejemplo, y no por ello vuestras formas son menos ofensivas que cualquiera de los vulgarismos que solemos usar los hombres, sobre todo entre nosotros. Y de todas formas, habrá que oíros cuando estáis solas.
-Te ha quedado muy bien el discursito, pero a mí no me hables como a tus amigotes, por favor.
-Otra vez vuelves a quedarte con las formas para decirme cómo hablar y cómo no, pero de las ideas que quiero expresar, de esas, nada, ni opinas ni cuentan para ti. Y eso que en el discursito no había nada que pudiera afrentar a la señora.
-Anda, anda. Que eres igual que tu hijo.
-Luego dices de las formas. Será que mi hijo es como yo. En este caso no hay controversia sobre quien fue antes, el huevo o la gallina.
-Qué más da cómo lo diga. Además, no te imagino como una gallina. Tú me has entendido, ¿no?
-No, yo te he interpretado. ¿Y tú a mí?
-Claro. A ver si te crees que soy tonta.
-No, eso no lo creo, te lo aseguro. Lo que dudo es que te lleguen mis palabras. Porque lo que veo o intuyo, que ya no lo sé, es que o te hiere tu sensibilidad o mis palabras se evaporan por el camino y no llegan hasta donde a mí me gustaría.
-¿Y dónde te gustaría que llegarán, a ver?
-Al menos donde se crean las dudas, allí donde te preguntas porqué dicen lo que oyes, y no cómo lo dicen.
-Ya estás con tus filosofías baratas. Si no somos sordos, todos escuchamos. A ver si te enteras.
-Pero no siempre entendemos, Carmina.
-Bueno, que tengo muchas cosas mejores que hacer que discutir contigo. Voy a mi labor, que nadie me la va a hacer y, además, estoy en momento bordar letras.
-Pues, hala, a bordar erres y que nadie rechiste.
Cuando en la vida diaria nos demos cuenta que la persona con la que vivimos, con todos sus defectos y virtudes, es más importante que la novela que oímos o tenemos entre las manos, habremos dado un paso muy importante hacia la tranquilidad o felicidad, propia y ajena. El respeto no es un tesoro que hayamos de guardar, sino que debemos derrochar, a ser posible, a manos llenas. Cuanto más respeto gastemos, más tendremos y, sobre todo, si lo derrochamos con quien más nos importa.

Impacientes por salir, la pareja vio llegar a una robusta paisana que traía un ojo a la virulé y llevaba una gran cesta de mimbre como si fuera vacía. Pero no, no era así, porque nada más sentarse junto a Queitano, y no sin dificultad, sacó una gallina, que había metido de matute, disimulada en la gran cesta y se la echó en el brazo derecho con el fin de que el conductor no la viera si miraba para atrás. La gallina que le había tocado por compañera a Queitano, no parecía haber caído muy bien a su compañero de asiento. Desde que la mujerona la liberara de su celda, aunque la tratara sin miramiento alguno, no había parado de picotearle en la manga como si esta fuera una mazorca de maíz. Como él mismo diría a Xana: Esta pita paez que me ta esfoyando la manga. Por el motivo que fuera, Queitano y Xana se habían sentado uno frente a otro, acaso para verse, y en asientos de ventanilla para mirar el paisaje. Pudieron elegir asiento, pero fueron los que más esperaron para iniciar viaje, si excluimos al conductor, un hombre fuerte y grande que abrazaba el gran volante sin dificultad y con mimo. El motivo de elegir ventanilla sí lo sabían. La curiosidad matará al gato, pero a la fémina/homo sapiens le ha hecho progresar de una manera sorprendente, hasta el extremo de que Queitano pensaba que estaba subido en una máquina infernal. No entendía cómo, sin caballos o bueyes que tiraran de aquel armatoste, éste podía avanzar o retroceder. Le había costado subir, pero al final Xana y la diferencia de tiempo entre el viaje en diligencia y el viaje en ómnibus le habían convencido, como a todos. Al final, con cara adusta, no pudo por menos que quejarse de los picotazos de la pollita.

-¿Yo antipáticu? Antipática la so pita que nun para de picar la manga, non te digo. Y usté tamién que nin saludó al llegar, oh.

-- Si el so home saber tou, que lo iguar y que nun proteste tantu, oh.
Señora, usté cúriese de que la pita nun fadie nin se coma'l brazu del asientu y nun cacarexe más -. La paisana al ser más mordaz que irónica, consiguió sacar la guerrera que llevaba dentro Xana, por lo cual también la declaró a ella la guerra fría.

- A ver qué ye lo que pasa -. Queitano se levantó, pero aunque la de enfrente encogió las piernas, no pudo salir. La cesta que la aldeana había colocado en el asiento derecho de Xana y sus propias piernas, como columnas, se lo impedían.

-¿Y la Gertru y una servidora?

- La Susana dice la mismito custé.

-No, hija, tú lo que sientes dentro de ti es que la vida no nos trata a tos por igual. Pero eso es algo que aceptas o tenvenena la sangre, como a otros muchos. Y, al final, de una o otra forma, el veneno puede contigo. Y si senvenenan muchos a la vez, no te quiero ni contar la que se pué líar. Y si no, fíjate en ese zar, me lo ha contao Pasó no hace tanto en un país mu grande. Senvenenaron con no sé que ideas comunionistas y hala, a pegar tiros, a matar reyes y ricos. Y san cargao hasta la Iglesia según dice ella. Fíjate.

[Volver] Descubrirse el pastel "El origen de esta locución viene de un antiguo pastel de carne, muy parecido a una; empanada. Por aquel entonces los pasteleros que lo cocinaban tenían fama de ser algo tramposos, en lo que se refería a los pesos y rellenos de sus pasteles, por lo que en más de una ocasión había algún cliente que no se fiaba del producto que tenía que comprar y solicitaba inspeccionarlo. El modo de realizarse era dando un pequeño corte lateral a la empanada y levantando la masa que la cubría, de esa manera se comprobaba (y por tanto, se descubría) si el pastel estaba correctamente relleno. Como es de suponer, a más de un pastelero se le descubrió el pastel al haber hecho trampas con el relleno de la empanada. Esto propició que la expresión fuese popularmente utilizada para referirse a aquellos actos en los que se hacía trampa, ocultándose la verdad y terminaba por descubrirse el engaño. Por esta razón, la mayoría de expertos señalan que el término 'pastel' [...], fue adoptado dentro del argot de los tahúres; que lo utilizaron para referirse a una fullería (engaño, trampa) durante el juego de cartas. En el Diccionario de la RAE puede encontrarse que una de las acepciones que se le da a pastel es: 'En el juego, fullería que consiste en barajar y disponer los naipes de modo que se tome quien los reparte lo principal del juego, o se lo dé a otro su parcial'". Fuente blogs.20minutos.es.

[Volver]Manos que no dais, ¿qué esperáis? Quizás este refrán venga ya de antiguo y de este otro: Manos que non dades, ¿qué buscades?, que aparece en el Tesoro de la lengua (1627), de Gonzalo Correas, edición de Louis Combet, Castalia, 2000, pag. 489, refrán 227.

. En cambio, en opinión de Arantza González Izquierdo: "[Volver] El refrán que modifica doña Agustina a su conveniencia es Quien come y canta, algún sentido le falta y según opinión de anecdotec.com: "[...]; En tiempos de hambruna no se lograba entender que ante la falta de alimentos, uno perdiera el tiempo (y en ocasiones también la comida) cantando o realizando cualquier cosa que no fuera comer. Oveja que bala bocado que pierde", leído en refranesysusignificado.com. [...] Quien come y canta, juicio le falta. Significado: Este refrán refleja una norma de comportamiento cuando se está en la mesa en España y en general en todas las mesas de la cultura occidental. Se considera que esta norma tiene un origen religioso: los alimentos son otorgados por Dios y por lo tanto están bendecidos. El acto de comer se convierte así en un acto serio y formal, en una acción de gracias a Dios. Nota: Tienen similar significado: 'Quien come y canta, algún sentido le falta', 'Quien come y canta, de locura se levanta', 'Niño que en la mesa canta, se atraganta', 'Quien comiendo canta, si no está loco, poco le falta' [...] "

Gilipollas. El origen de esta palabra es muy curioso. Resulta que a principios del siglo XVII vivió en Madrid un tal Baltasar Gil Imón (con calle en Madrid) fiscal del Consejo de Hacienda y que tenía dos hijas casaderas. Era una familia pudiente que iba a todas las fiestas que en la época se celebraban con la intención de casar a sus hijas. Las jóvenes, poco agraciadas en lo físico y en lo intelectual, no hacían amistad con nadie, por lo que 'se arrastraban' por las fiestas y eventos que se producían en Madrid sin conseguir novio. Hasta tal punto, que la gente comenzó a criticar al fiscal: 'Mira, ahí va otra vez don Gil y sus pollas' (término que coloquialmente se usaba para denominar a la mujer joven según todavía recoge el actual DRAE). Es fácil que tras decir este comentario repetidamente se llegara primero al 'Gil y pollas' y luego al 'gilipollas' que nos ocupa. A todo esto hay que agregar que la etimología que el DRAE asigna a este insulto es: " gilí. (Del caló jili, inocente, cándido, der. de jil, fresco). 1. adj. coloq. Tonto, lelo. U. t. c. s.".

[Volver] Si su marido lo sabe todo, que lo arregle y que no proteste tanto, hombre.

Señora, usted cuídese de que la gallina no moleste ni se coma el brazo del asiento y no cacaree más.