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Entre puntada y puntada
XVII—Cochero, siga a su compañero, vamos a Españoleto cuatro, pero no corra, por favor. —El crío va seguro con el menda, caballero. Llevo lo menos veinte años con el látigo.A punto estuvo don Mauro de responder que el pequeño no era el motivo, sino su acompañante, pero se contuvo. Le costó arrancar más que al simón, pero fue la Gertru quien se lo puso en bandeja.—Pronto andaré yo como usté, don Mauro. Con el crío a cuestas.—Éste ya es un becerrillo. El suyo será más manejable. Al menos un tiempo. Seguro que la señora Casta le ayudará.—Sí, deso estoy segura.—Hablando de doña Casta, ¿le ha dicho que quería hablar con usted?—No, ¿por qué?—Da igual. Quería hablar con usted de… Bueno, tiene un poco que ver con este dormilón.—¿No me diga que la señora Servanda se va?—No mujer, no estaría yo así de contento.—Y de nervioso. ¿Le pasa algo, don Mauro?—No, bueno sí… Sí que me pasa.—¿Y qué le pasa?—Qué ingenua es usted. Y no se lo tome a mal, es un piropo. Verá, Gertru —don Mauro respiró hondo y se decidió—. Es que me he enamorado.—¡Ay qué alegría! Perdón. Es que la Reme ma contao lo de su difunta esposa. Pobrecita. —Gertru se frenó—. Bueno, no hablemos dello. No es el momento, ¿verdá? Pero qué contenta estoy. No sé lo que daría porque usté fuera feliz, don Mauro. ¿Sabe usté? Ha sido mu bueno conmigo. Y no sé cómo pagarle. Si por mí fuera… Bueno, ¿y ya lo sabe ella? ¿Y qué le ha contestao? Le habrá dicho que sí, ¿no? Es usté un buen partido —otra vez se disparó la ingenua modistilla que hubo que refrenar su ímpetu—. Perdone usté mis preguntas, no soy yo quien pa meterme en sus asuntos.—No importa Gertru. Está usted en su perfecto derecho. Pregunte lo que quiera.—¿De verdá?—De verdad —. Antes de esa pregunta don Mauro ya sabía lo que Gertru le iba preguntar, por eso la animaba. Y por eso ya se sentía seguro ante la situación. Era capaz de entender a la joven, de presentir sus sensaciones, sus sentimientos.—¿Seguro?—Seguro. Ahora sí, más que nunca.—Bien… ¿Y quien es ella, don Mauro?—No hay ella.—¿No hay ella?—No. Hay usted.—¿Usted? No entiendo ni papa, don Mauro.—Pues está bien claro, Gertru.—Pues me pasa como con la señora Casta, que a veces no entiendo na. ¿Quién es esa usté?—Si nos tuteáramos, sería más fácil de entender.—¿Tutearnos? Sigo sin enterarme.—Mira, vamos a repetir lo que ya hemos dicho, pero tuteándonos.—Me va a costar trabajo.—Mejor te lo tomas como un juego. A ver, tú preguntas, ¿quién es ella, Mauro?—Vale, jugando ¿eh? ¿Quién es ella, Ma… Mauro?—No hay ella.—¿No hay ella?—No, hay tú.—¿Yo?—Sí tú. Ella eres tú.—Pero… Pero si yo… No… No me diga.—Esto ya no es juego, Gertru. Estoy profundamente enamorado de ti. Nunca pensé que podría querer a otra mujer, pero…—¿Y qué va decir la gente dusté?—Lo que quiera. ¿O quieres que diga algo en concreto?—No… Pero yo…—No quiero que te precipites. Sólo pretendo salir contigo a pasear o a la verbena. Donde tú quieras. Hablar, que me conozcas. Que trates con este mochuelo. Servanda no pondrá reparos en que entre en mi casa una nueva señora.—Pero yo no soy una señora. Y menos pa usté.—Una señora no tiene porqué llevar el doña delante, Gertru. Ni haber nacido con posibles. Y tú eres una señora de los pies a la cabeza.—Pero no pué ser, yo estoy embarazá del señorito Luis.—Pero no por tu gusto, supongo.—Supone usté bien.—Tu experiencia con los hombres ha sido terrible. Les odiarás por lo que te hicieron.—No, no les odio. Ni al uno, ni al otro. Yo sabía que algo podía pasar en cualquier caso, o mejor dicho, ya me lo habían avisado. Y más de una vez. Su naturaleza es la que es. Una vez, de chica, la tía que me crió aquí en Madrí me contó un cuento que no entendí, como tantos otros. Pero ahora sí lo entiendo, trataba de una rana y de un escorpión que tenía que pasar un río. Al final, estando en medio del río, el escorpión picó a la rana, y ésta protestó porque iban a morir los dos y no lo entendía. El escorpión le contestó que su naturaleza era esa.—Tienes una gran sabiduría dentro de ti, Gertru.—Sí, pero, no sé leer ni escribir.—No hay peros. Todo se aprende. Y además yo no estoy en cinta, pero he parido ya. Estamos empatados.La preciosa boca de Gertru esbozó una sonrisa que don Mauro agradeció más que el desierto el agua.—No sé, don Mauro.—Mauro a secas, Gertru. Tutéame. Como has visto, así todo es más fácil. He querido hablar con tus padres, pero la señora Casta me ha dicho que viven en una aldea perdida en Asturias. Así que le he pedido permiso a la señora Casta. Por eso creía que te había puesto en aviso. Pero insisto, piénsalo. No hay prisa. Quiero que estés segura y sepas lo que haces. Yo soy mucho mayor que tú y te impongo a un niño de casi cuatro años. Y seguramente unas amistades que no tienen porqué ser de tu agrado. Piénsalo, Gertru. No me digas que no a la primera. Y ten muy claro que esto no lo hago por ti o por tu hijo, sino por mí y por mi hijo. Bueno, la verdad es que solo por mí. Pero no le vendrá mal una madre.—Uy, yo madre. ¡Virgen Santa!—¿Y qué crees que vas a ser dentro de unos meses, padre?Gertru volvió a sonreír nerviosamente.—En eso tienes razón, don Ma… Mauro —Gertru mezcló el tú y el usted.—Bueno, al menos hemos adelantado algo. El coche de punto paró. Ninguno de los dos se había dado cuenta de que llegaban a su calle hasta que el cochero avisó.—El cuatro de Españoleto, señor.—Gracias.———— o O o —————Mira, ahí llega la pareja. Parece mentira, y con el niño a cuestas. Lo que hay que ver, Señor, lo que hay que ver —criticaba doña Elvira mientras atisbaba sin descorrer apenas la cortina—. La trata como a una de nosotras. ¿Y tú, dónde te crees que vas así de trajeado? —siguió con sus críticas, esta vez contra su marido—. Por muchas medallas que te claven en el pecho, no te van a devolver tu hombría, ni tu pierna, ni tu voz. El teniente Benavides, con la cara más deformada que aquella que la metralla dejara, se giró tan rápido como pudo y salió del comedor. Al poco, se oyó un fuerte portazo y doña Elvira, ya sentada en una butaca, se echaba las manos a la cara y rompía a llorar desconsoladamente. No encontraba razón para su sufrimiento, como si ello fuera posible. Cuando la desgracia no viene de la mano de nadie, produce un vacío que disloca la razón. Cuando la desgracia se ceba con alguien, la razón no sirve para nada, y menos dislocada. Doña Elvira, por perder, había perdido la esperanza y el propio respeto. En poco tiempo había pasado de ser una madre feliz, esposa de un teniente que ascendía en el escalafón vertiginosamente, a ser una madre abortada y a ser la esposa de un marido sin presente y sin futuro. Y su amor se trocó en odio, contra su marido, contra sí misma y contra cualquier persona que, como ella en su momento, intentaba ser feliz.———— o O o ————La Reme besó a su madre en la mejilla, después de entrar en la portería y tras un buenas noches muy efusivo.—Esa alegría, ese aliento y esos colores no son de coser. ¿Y la Gertru?—Hablando ahí fuera con don Mauro.—¿De dónde venís, Reme?—Primero hemos estado en ca doña Consuelo y la hemos mentío pa salir temprano. Y luego nos hemos ido a la verbena de Atocha, madre.—¿Y por qué no me lo habéis dicho antes de ir, hija?—Porque pensaba que usté no nos iba a dejar, y menos en no siendo domingo.—Sienta, Reme. ¿Cómo crees que tu madre te va a prohibir que te diviertas? En poca estima me tiés, Remedios.—Lo siento, madre. La verdá es que una se siente palpable por dejarla a usté sola, aquí en la portería.—Supongo que quieres decir culpable. ¿Pero cómo crees que se siente mejor tu madre, contigo aquí, metida en este cuchitril o sabiéndote alegre en cualquier otro sitio decente? —. El cariño de la señora Casta, como siempre, se le iba por la boca, encubierto entre recriminaciones y regañinas, y hacía que éstas parecieran más deseos y enseñanzas. —He conocido a un chico —bajó la mirada la Reme.—Mía tú.—Bueno, ya le conocía. Es el Venancio, el frutero de Olavide.—Por lo menos será guapo, ¿no?—A mí me lo parece. Pero lo que más me gusta dél es el empeño que pone en vivir con lo poco que tié, como nosotras.—Tener, como tú dices, nos alegra el bolsillo. Compartir lo que se tiene y de lo que careces nos alegra el corazón, hija. Lo que más alegría nos dio a tu padre, que en gloria esté, y a mí, fue tenerte a ti, hija. Compartir tus cosas, incluso tu defecto. Verte crecer. Ni tenemos, ni tuvimos nada más, y, a pesar de lo que le regañaba, siempre le respeté y le quise.—Y usté cree que al Venancio le importará lo mío.—Tu cojera, Reme, es parte de tu encanto, como tu modo de hablar. Y el que no lo sienta así, no merece ni un minuto de tu tiempo.—Eso dice él, que le gustan mis andares.—Mira, ya empieza a caerme bien ese jovenzuelo.—Es un isidro, de Pozuelo, de un pueblo daquí cerca, y tampoco tié padre. Vive con un tío, su madre y un hermano menor. Trabajan la tierra y luego venden lo que recogen.—Eso no es aval de nada, hija. El respeto sí.—Eso no lo entiendo, madre.—Pero lo entenderás, no te preocupes. Sin respeto es imposible vivir, ya te lo digo yo. Si no te matas, te matan.—¿Quién va a morir? —. Entró y preguntó la Gertru—. ¿De quién habla, señora Casta?—De nadie en particular, era un ejemplo. ¿Y tú, que tal en la verbena?Desde fuera llegó sorda la voz de don Mauro que daba las buenas noches. Las tres respondieron con el mismo deseo.—Ma pasao una cosa mu gorda.—Pues como no haya sido que ta pisao el Sansón ese —contestó la Reme.—Hija, no sé que tiés, pero to te pasa a ti —sentenció la señora Casta—. A ver, qué es eso tan gordo que ta pasao.—Bueno, no ha sío en la verbena, ha sío viniendo pa cá.—¿Qué ta hecho don Mauro? —preguntó preocupada la Reme.—A ver, un momento. ¿Pero no se había encontrao ésta con don Mauro en la puerta?—Yo no he dicho eso, madre. He dicho que estaba hablando con él ahí fuera.—Entonces, ¿habéis venido juntos de la verbena?—Ella sí, yo he venido con la señá Servanda y el Venancio en un coche de caballos, y detrás venía ésta con don Mauro y Juanín.—Esperad, esperad, que ya mecho un lío de padre y muy señor mío.—Verá, cuando nos volvíamos nos hemos encontrao con ellos, y don Mauro, tan amable como siempre, ha existido en que nos viniéramos tos juntos. Y como no cabíamos pues nosemos repartío en dos coches. Porque él quería hablar con ella —aclaró la Gertru.—Entonces, no me digas más. Ya sé lo gordo désta.—O sea, que usté lo sabía, ¿no? —preguntó la Gertru a doña Casta sin ninguna maldad.—Claro, hija. Vino a decírmelo pa que le diera permiso porque a tus padres no podía pedírselo.—Pero no me dejéis a un lao. ¿Qué es lo que usté sabía, madre?—Que te lo diga ella. Yo no quiero meterme donde no me llaman.—Usté puede meterse donde quiera, señora Casta.—Pero quieres decirme lo que pasa, Gertru —exigió su amiga.—Que… Que don Mauro… Que don Mauro quiere que salga con él a pasear y eso. Y que le tutee—. La sencillez de la Gertru le hacía poner al mismo nivel ambos hechos.—Pues en na me veo sola —protestó con la boca pequeña la señora Casta.—Yo nunca la voy a dejar sola, madre.—No digas eso, Reme. Primero porque ya lo has hecho esta tarde y segundo porque la naturaleza manda. El casado, casa quiere.—Pues yo me la llevaré conmigo.—No sabes lo que dices, hija. Y como el otro se lleve a la familia, no vamos a coger ni en un palacete. Y no sé si dejaros salir otra vez. Porque como volváis otro día con más cosas gordas como las que cuenta ésta, estamos apañás.Otra vez las tres sonrieron juntas, felices, ilusionadas por un futuro que se abría para quien tenía que abrirse. —Cómo me gusta verlas así, buenas tardes o noches —saludó doña Carmina.—Buenas noches —contestaron a trío las tres porteras sonrientes.
—Oiga, madre —avisó en voz baja Reme—. ¿El marío de la del segundo, está enfadao con nosotras por algo?
—¿Quién, el señor Cirilo? No creo, al menos que yo sepa. Lo que pasa esqués un hombre mu tímido, creo yo. Siempre va metío en sus cosas. Pero es mu educao y agradable, serio, pero educao. ¿Por qué?
—Pos porque nos lemos encontrao últimamente varias veces, lemos saludao y na.
—¡Qué raro! Pero será por lo que te digo, seguro. La próxima vez le avisas, ya verás como es mu agradable y educao.
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Doña Carmina entró en su casa como siempre, más alegre que unas castañuelas.
—¿Cirilo? Ya estoy en casa. Uy, qué cansada vengo. ¿Dónde estás?—Pintando —se oyó al fondo.
—Claro, qué ibas a estar haciendo. O leyendo o pintando —contestó para ella misma doña Carmina—. ¡Pero si no hay luz! —. Se asomó al estudio improvisado en una alcoba.
—Bueno, la verdad es que debería decir que dibujo.
—Ya me extrañaba a mí. Con tan poca luz en la calle...
—¿Qué tal con tus amigas?
—Bien, como siempre. Bueno, no, porque Candela, ¿sabes quién es , no?
—Sí, creo que sí. ¿Su marido no trabaja en el negocio del curtido?
—Sí, esos. Viven en Almagro. Bueno, pues ha desaparecido. No se sabe de él nada desde ayer. Fíjate, Candela fue a despedirse de su hermana que estaba en el hotel Ritz y esa fue la última vez que le vio.
—¿En el hotel?
—No, hombre. Le dejó en casa porque tenía que hacer algo de su trabajo y esa fue la última vez. Hasta ha ido a la comisaría y todo.
—¿Y en el trabajo?
—Tampoco saben nada. Es todo muy raro. ¡Oye!
—Qué.
—¿Me has arreglado el bastidor?
—No, se me ha olvidado, lo siento.
—Pues lo necesito ya, quiero bordarle un babero a mi sobrinillo. Cumple un año este mes. Y su madre lo celebra por todo lo alto. Eso sí, en Pozuelo, donde están de veraneo. Vendrás, supongo.
—¿Es obligatorio?
—No, claro, pero es el último crío que va a tener y ella te quiere mucho.
—Pero irá mucha gente y eso sabes que a mí no me gusta mucho.
—No, te he pillado, porque la fiesta es otro día, el fin de semana. A nosotros nos ha invitado a comer el mismo día del cumpleaños. Así que no tienes excusa.
—Bueno, habrá que ir.
—Hijo, es que una parece viuda. Como esta tarde.
—Pero bueno, ¿no era una reunión de mujeres?
—Sí, pero todos los demás maridos han llevado a mis amigas.
—¿Los has visto tú?
—No. Lo han dicho ellas.
—¿Y tú te lo crees?
—Anda, ¿y por qué no?
—Es una de las cosas que más me gustan de ti.
—¿El qué?
—Tu inocencia. Te lo crees todo con tal de ser feliz.
—No sé cómo tomármelo, Cirilo.
—Como un cumplido.
[Continuará]
Nota del autorLa verdad es que no esperaba que las cosas llegaran a este punto. Ni que en una entrega no cupiera ni una foto, ni una nota. Ya he comentado que, en un momento determinado de mis relatos, los personajes empiezan a tomar sus propias decisiones. Termino por sentirme un mero intermediario entre ellos y vosotras. Y bien está, me gusta ese papel. Yo, supongo que como todas, me he dejado llevar por la vida que imagino en aquellos tiempos. Recuerdo la consulta que os hice en la entrega octava. ¡Qué iluso! Pensaba que esta historia era nuestra, que la íbamos a manejar entre todas, que se iba a terminar con el fin de Anselmo o que la muerte del señor Jesús iba a dejar sin aire a la señora Casta. Y tantas otras cosas que entreveía. Pero no, estas tres mujeres en particular quieren seguir en la brecha, sus ganas de vivir son inimaginables, aunque sea dentro de unas páginas mal escritas. Así las imagino yo, antes y ahora. Así recuerdo a nuestras madres, la mía idealizada por la ausencia y el tiempo. O incluso a nuestras abuelas. Vaya por ellas este humilde cuento, sin despreciar la parte masculina, por supuesto; que para eso soy hombre.