Relatos de COSOqueTEcoso (XXIII)

Por Cqtc
¿Quieres empezar a leer desde la primera entrada? Pulsa aquí¿Te has perdido los anteriores?Pulsa aquí.
¿Quieres ver todos los personajes? Pulsa aquíNota previa del autor.Esta entrega me la dedico a mí. Como en el Canto A Mí Mismo de Whitman, "me canto y me celebro". Y no es por vanagloria. Sino por la descripción del Rastro a través de los ojos de Joselillo. Pido disculpas por la extensión del paseo por Madrid, quizá os aburra. Pero quiero que sepáis que era mucho más larga, y que durante ese viaje virtual he disfrutado tanto como el propio protagonista, o más si cabe, porque yo no me cansaba (de corregir, añadir y quitar). Tantas veces lo he leído, tantas veces lo he vivido. Gracias y perdón.

Entre puntada y puntadaXXIIIJoselillo pasó la primera noche en Madrid al raso. Las noches de finales de julio en la capital lo permitían. No durmió de un tirón. El banco era más duro que su colchón de borra y su despertar fue peor. El sereno que le zarandeó se recogía ya. Conocedor superficial de lo que en aquel entonces se conocía como la “mala vida”(1) que daría origen en 1933 a la Ley de vagos y maleantes, creyó haber encontrado a un randa, y así trató, en un principio, al somnoliento muchacho.

De laalecenadelas
ideas.blogspot.con.es

—¿No tienes casa, rapaz? —Sí.—¿Y que haces aquí, si puede saberse?—Que mi hermano ma dejao tirao —mintió Joselillo a su pesar.—¿Cómo que te ha deixado tirado? —se extrañó Marcos, el sereno.—Vivimos en Pozuelo y venimos tos los días a vender la verdura y la fruta al mercao desta plaza. Y luego volvemos a la hora de comer. Y mi hermano Venancio no ma esperao. Estábamos enfadaos y cuando he vuelto a la plaza ya sabía ido, no estaban ni él ni el carro.—No sé si creerte, rapaz. Tienes cara de buena persona, pero todos los randas la tienen —. Marcos dio un sonoro golpe contra el suelo con su chuzo y dejó la linterna en el banco.—Si sespera usté un rato vendrá el Venan, salimos de casa antes de que el sol levante, y hoy no es domingo. —Bien, pero que no te vea máis durmiendo por aquí, si no te llevo derecho a la comisaría —advirtió el sereno que cogió sus bártulos e inició su marcha, ante la perspectiva de perder un rato más de sueño.Cuando Joselillo vio al sereno alejarse con su farol, su chuzo, su sobretodo y su gorra respiró aliviado. Había pasado miedo, pero había saboreado la libertad. Ahora tocaba desayunar porque la cena del día anterior se la había ahorrado y las tripas llamaban a la revuelta. Después del desayuno, un par de manzanas distraídas en la competencia, se dispuso a esperar a su hermano. Pero por más que esperó, su hermano no apareció esa mañana. Durante la espera le vinieron a la cabeza las palabras de Venancio.—Y no te fíes de naide. La gente daquí nos ve como isidros y maleantes. Y menos te fíes de los que sonríen, desos de los que menos, José. Ten cuidao, por favor, le prometí a madre que cuidaría de ti y tú has decidío que no pueda. Ten cuidao, José, hay gente mu mala, más de la que timaginas. La capital no es como el pueblo. Tié cosas que ni conocemos.Preocupado, se armó de paciencia y aguantó con la esperanza de ver aparecer a Venancio, pero quien apareció por la plaza fue Reme que se quedó perpleja al ver que el sitio del puesto de verduras lo ocupaba un nervioso Joselillo.—Hola.—Hola, Reme.—¿No ha venío?—No. No sé qué labrá pasao. Es mu raro. Había quedao en bajarme hoy más perras.—Sí, y a mí me pidió que viniera temprano.Después de irse la Reme, y a pesar de decirle que él le esperaría toda la mañana, Joselillo se aburrió a eso de las diez y sin más finalidad que deambular por la ciudad salió de la plaza por la calle Palafox, que por otro lado nunca había pisado. Miraba las casas, los escaparates, todo Madrid le entraba por los ojos, la nariz y los oídos. Al acabarse Palafox giró hacia la Glorieta de Bilbao, por Luchana y se quedó absorto al contemplar el tráfico de tranvías, carricoches, carretas e incluso algún vehículo a motor. La plaza, aunque era amplia, se la notaba llena de vida. Dejó a la derecha el trasiego y el tráfico y se adentró por la calle Fuencarral. Las pequeñas aceras de esta vía le acercaban a los escaparates. En ellos vio de todo, hasta una señorita, detrás de un cristal, sentada frente a un aparato negro con botonadura del mismo color que golpeaba sutilmente con los dedos, mientras, de vez en cuando, agarraba una palanca y movía hacia la izquierda una pieza de la máquina. Cuando hacía eso, lo que parecía un papel, daba un pequeño brinco. Se acercó a la puerta abierta y se asomó, entonces pudo oír el rítmico sonido que se desprendía de aquel artefacto, y vio en las estanterías más aparatos como el que usaba la señorita del escaparate. Se quedó embelesado hasta que un aguador le ofreció agua. Entonces volvió a la realidad y reanudó su vagabundeo. Pasó por un mercado cerrado, pero no entró, eso ya lo conocía, con lo que su andar le hizo cruzar una calle ancha en obras. Allí, en la Gran Vía, se quedó un rato y observó a los obreros con unos pañuelos blancos en la cabeza ajustados con cuatro nudos, el sudor empapaba los sombreros improvisados y las camisetas de hombreras que algunos lucían, sucias como las caras y las manos. Recordó sus trabajos al sol del verano. Vio que uno echaba un trago de un botijo a la sombra y se acercó.—¿Me das un poco?—Claro, chaval, pero nostá mu fresca.—Es igual.Saciada su sed, siguió por una calle que bajaba, y la eligió por ello. No sabía que la calle de la Montera le llevaría al "centro" de España. A la puerta del Sol, donde está el kilómetro cero de las carreteras radiales de este país. Y se dio de frente con el Palacio de la Gobernación, sin saber lo que era. Y si la Glorieta de Bilbao le había impresionado, la Puerta del Sol le dejó sin habla. Después de varias vueltas sobre sí mismo y alrededor de la plaza, sonaron en el reloj que presidía la plaza las once campanadas. Justo el límite que el sabía contar y se puso contento por ello. Lo que en principio le atrajera, la cantidad de comercios variados, terminó por angustiarle. Huyó de las sombrerería, los bares, las mercerías, las tiendas de telas, las pastelerías, las corseterías, las posadas, las guanterías, las zapaterías, las cuchillerías…, y se escabulló de la plaza por la calle Carretas, de lo que se arrepentiría a mitad de camino por ser cuesta arriba y andar ya un poco cansado. Porque si bien Joselillo estaba harto de trabajar, no andaba muy de continuo en su día a día. Cuando alcanzó la parte más alta de la calle se encontró en otra plaza, esta más humilde, la de Jacinto Benavente, llena de cererías, cesterías y alguna que otra tasca y tres o cuatro puestos que ofrecían sus mercancías a través de los gritos de sus dueños. Sintió otra vez el hambre en sus tripas y al pasar junto a un puesto de frutas, tuvo la ocasión de hacerse con un racimo de uvas, porque un caballo que tiraba de un simón se encabritó ante un tranvía que subía por la calle Atocha, lo que distrajo durante un momento al frutero y parroquianos. Corrió y se metió por la calle de enfrente, la de Atocha era ancha y le hubieran visto. Así, a la carrera y escondidas las uvas debajo de la camisa llegó por la calle del doctor Cortezo a la plaza del Progreso(2). Allí paró y se sentó en un banco a la sombra. Y como si fuera un ritual, se comió aquellas uvas tempranas de una en una, que si bien no eran dulces, le quitaron el gusanillo.

Plaza del Rastro, 1920, hoy plaza de Cascorro. De elrastro.org

Descansado y con algo en las tripas, se levantó y optó por seguir con su callejeo. Cuando acabó la calle del duque de Alba, se encontró con un militar que sujetaba un bidón de gasolina en lo alto de un pedestal. Joselillo había llegado a la Plaza del Rastro, como se conocía por los madrileños aquélla que posteriormente y por su estatua se denominaría Plaza de Cascorro, para más señas, Eloy Gonzalo, héroe de la guerra de Cuba. Y si venía impactado de la Puerta del Sol, lo que contempló en la Rivera de Curtidores, le dejó atónito. 

El Rastro, 1900. De elrastro.org

Ante él se desplegaba El Rastro(3) de Madrid. Donde los mataderos convivían con los curtidores y demás comercios y puestos donde las gentes más humildes iban a comprar objetos y ropas usadas. Allí hacían más ruido que las peñas de su pueblo en fiestas, pensó. La calle estaba tan abarrotada de público que, apenas se podía andar entre los puestos. Para aquellos ojos negros tan curiosos fue un regalo. En ese puesto vendían planchas, en aquel otro estufas de hierro, en el de al lado, un ropavejero ofrecía todo tipo de gabanes “y eso que estamos en verano”, pensó Joselillo. Enfrente, un hombretón voceaba que los trajes que podían ver eran los modelos que las tonadilleras habían lucido, nombrándolas a voz en grito:—¡La famosa Fornarina, la inimitable Chelito y la espléndida Goya. Todas han pasado por aquí y han dejado para ustedes… ¡Más allá se freían gallinejas, cuyo olor impregnaba tanto los ropajes como el ambiente. Un hojalatero restañada unos barreños que llamaron la atención del joven por su tamaño. Con el olor del estaño caliente se quitó el de las gallinejas y el ruido de la muela al rozar el acero del cuchillo, le hizo apartar la vista de los barreños y jugar con las chispas que se desprendían por el brutal roce de la piedra y el metal. Un joven como él, inclinado sobre un aparato montado sobre una carretilla de madera que accionaba con un pedal, la tarazana que los afiladores orensanos trajeron a la capital, manejaba un cuchillo de grandes dimensiones. De vez en cuando gritaba: “El afiladooooooooor”, a la vez que un mocoso hacía sonar una flauta de pan de cañas que a Joselillo le sonó a música celestial. También este instrumento musical, que los gallegos llaman xipro, llegó de la mano de aquellos gallegos, y no sólo a Madrid. Un empellón le hizo bajar a la tierra otra vez. “Cuidao, zagal, que tavío”, fue la disculpa del hombre que cargaba con un mueble y que le hizo girar sobre sí mismo. Por ello descubrió en una esquina a un hombre rodeado de orinales. Vio que voceaba, peo no le oía, así que se acercó.—¡Orinales…, a dos reales! ¡Los mejores orinales del mundo, los tiene el tío Segismundo! ¡Eh, chaval!, ¿no quieres un orinal? —No, no señor —contestó el extasiado Joselillo al creer que ese chaval era él. Pero no lo era, porque el vendedor siguió con sus eslóganes sin hacerle caso.—¡Orinales pa los hijos y los padres! ¡Orinales, los más originales! ¡Si se lleva un par, le pago los portes a Galapagar! ¡Anímense, señores, vendo orinales, los mejores, son geniales! Joselillo pensó que aquel individuo era un poeta, eso le había explicado un día su madre, que esas personas hacían que las palabras finales coincidieran en sonido con las posteriores y hacían versos. Al alejarse un poco de las voces del poeta le llegó la música inconfundible de un organillo, inconfundible para la mayoría, porque él nunca había escuchado uno. Se acercó al grupo de personas del que parecía salir la música a ritmo de chotis, como no podía ser de otra forma. Se coló entre los cuerpos y vio al organillero, que había hecho corro. Vestido de chulapo, aquel hombre manejaba la manivela con una cadencia que adormilaba. Menos mal que las sábanas viejas, y las grandes telas, unas de lona y otras no, atadas en las rejas de los balcones de los edificios, paraban el sol de mediodía, que caía con justicia sobre Madrid, sino, entre la mala noche pasada, el calor, la digestión de las uvas y el movimiento circular de la manivela, Joselillo se hubiera dormido de pie. Se despabiló un poco al ver que el pichi se quitaba la parpusa y se la ofrecía por turno a los integrantes del círculo. Nadie la cogía. No entendía nada, hasta que un hombre muy trajeado soltó unas monedas dentro de la gorra, cosa que agradeció el organillero:

—Gracias, caballero, que Dios se lo pague.Joselillo huyó del calor de los cuerpos hacinados y se acercó a una esquina en la sombra. Se apoyó en la pared y se restregó la manga de la camisa por la frente. A su izquierda oyó como alguien con un hablar extraño estuviera contento, se asomó a la esquina y vio como un joven, que hacía gestos raros con las manos, hablaba con un isidro con boina y refajo que le recordó a sus paisanos de Pozuelo.

—Mide questampitas mencontrao, ¿a que zon bonita señó? —decía el joven que enseñaba unos billetes metidos en un sobre al parroquiano. En ese momento, apareció otro señor, éste con traje y sombrero, y le echó de la esquina.

—Anda, lárgate, chaval.


Trozos de palodúz
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Y se largó, y enfrente descubrió sobre una manta vieja, en el suelo, la mayor colección de llaves que vería en su vida. Unas relucientes, otras negras y las más oxidadas, todas colocadas con esmero sobre la parda tela. Una mujer, que podía haber sido su madre, se agachaba de vez en cuando pisando con cuidado entre las llaves, cogía una, la comparaba con otra que llevaba en la mano y volvía a dejarla en su sitio con gesto de fastidio. Un niño, sentado en una silla baja, miraba al frente sin ver, mientras chupaba una raíz. Joselillo no conocía el paloduz(4), por Pozuelo no crecía, y le extrañó, nunca hubiera pensado que en la capital se pasara tanta hambre como para que los niños comieran raíces a palo seco, y menos cuando le llegó el aroma de los churros fritos. Se había levantado un poco de aire, lo cual lo agradecieron todos los madrileños. Con ello, el estómago le dio un brinco. Se echó mano a la alpargata, se quitó la derecha y la movió frente a los ojos, como si quisiera descubrir la piedra que le molestaba. Pero lo que sacó fue un par de monedas. Puesta la alpargata siguió los efluvios del aceite que le acercaron al puesto del churrero. Con la mano que no sujetaba las monedas hizo un gesto de parar con los dedos abiertos que acompañó con el índice de la otra mano.

—¿Media docena, chavea? —preguntó la chica que despachaba.—No, seis.—Vale —se encogió de hombros la vendedora—. Como tú quieras.—Con mucho azúcar, por favor.—Mucho pide el señorito pa diez céntimos. A ver, los cuartos —Joselillo le entregó una perra gorda—. Vale, toma anda.

Mientras se deleitaba con los churros, descubrió a un anciano fortachón vestido con una bata tan blanca como su lustroso pelo, que voceaba desde un carromato con grandes dibujos y letras de colores. Antes de acercarse escondió la otra moneda en la alpargata, se la acomodó y como no sabía leer, ni oía bien al que le pareció un doctor, se acercó para ver de lo que se trataba. Aquel hombre mantenía un frasco en alto y prometía desde la cura de sabañones hasta una melena como la suya. 

—Y tan sólo por dos pesetas. Y escuche, caballero, si tiene un amigo o un hermano o incluso un primo, llévese dos frascos por tres pesetas. Yo pierdo uno y ustedes lo ganan. Y como los van a necesitar también se llevarán dos peines como este. Elixir del doctor Maxgüel, previene y cura cualquier enfermedad de la piel y la calvicie.

Joselillo pensó, mirando las cabezas que le rodeaban, que eran bastantes, que si se ponían dos calvos de acuerdo, por menos de dos pesetas cada uno dejarían de serlo y se podrían peinar, “no como yo”. Y llegó a la conclusión que todo aquel personal estaba allí para mirar o pasar el rato. Y que tenían menos dinero que Paquito, el tonto huérfano de su pueblo o que él mismo. Tardó poco en irse porque “yo no estoy calvo”. Tentado estuvo de sentarse en el bordillo de la acera, pero algo curioso le llamó la atención. Aquél que miraba era el único puesto que había visto sin gente. “¿Qué vendarán?”.  Según se acercaba vio que un anciano de pelo blanco y largo, con un pitillo apagado entre sus labios, sentado en un sillón en plena calle y bajo un toldo, sostenía un libro abierto delante de sus ojos, que potenciaba con unas gafas redondas de concha negra. “Libros”, pensó y se acercó.

De bibliofiloenmascarado.com

—¿Se puen tocar, señor?—Sería mejor que los leyeses, les gustan más que una simple caricia, aunque éstas les agradan también. Sí, sí se puede, pero hazlo como si tocaras a tu madre.

Joselillo sacó uno de entre sus compañeros y empezó a ojearlo con mucho tiento. Al poco lo cerró.—Es mu bonito.—Muy rápido lees tú, me parece a mí.—Qué más quisiera yo —sonrió amargamente el joven—. No sé leer, sólo he mirao los santos. El señor ese delgao sale siempre.—Pues no has elegido mal para no saber leer, chaval. Tienes entre las manos la primera parte de la mejor novela que pueda escribirse jamás. Y la escribió un tal Cervantes al que debemos, en parte, cómo hablamos tú y yo ahora.—¿Y cómo se llama?—¿Quién, el señor delgado o el libro?—Los dos.—Alonso Quijano es el hombre que en el libro se convierte en don Quijote, que es quien intitula el libro.—¿Y el señor gordo y bajito que casi siempre está con él?—Ese es Sancho Panza.—¿Y en el libro cómo se llama?—Igual. Es el fiel escudero de don Quijote. Es el que se libra de estar cuerdo al final.—¿Y qués un escuredo?—¿Un escudero, qué va a ser? El que porta el escudo de su señor.—Entonces un zapatero es el que lleva zapatos, ¿no?—No, hombre, los zapatos los llevan quienes se han hecho unos o los han comprado, precisamente a quienes los han hecho, que son los zapateros. Zapatero es el que hace o repara zapatos.—Pos un frutero no hace frutas, eso lo sé yo de ley.—Dejémoslo, pero tú sigue con tus pensamientos y tus preguntas, hijo. Si lo haces, llegarás lejos. Y si aprendes a leer ni te cuento. Yo podría enseñarte si quisieras. Aquí pocos paran a comprar.—Es que… Ma dicho el Venan que no me fie de naide.—Buen consejo, amigo, pero también existe la excepción a cualquier regla.—¿Qués una esección?—Yo.—Usté es un hombre mayor.—Y una excepción en este mundillo. Pregunta por ahí si quieres por  Mendrugo, el de la librería de viejo, así es como me llaman en el barrio. Y si decides fiarte de mí, yo estoy aquí fijo, como la funeraria. Y no me preguntes qué es una funeraria.—Bueno, vale —Joselillo dejó el libro en el hueco donde estaba, dio las gracias a Mendrugo y comenzó a alejarse. “No estaría mal aprender a leer”, se dijo, cuando deshizo los pasos.—Vale, pero yo no tengo dinero —le dijo al anciano.—Vamos, a ver —Mendrugo miro al joven por encima de sus gafas—, para aprender a leer no hacen falta dineros. No todo se puede comprar, ni siquiera el interés por hacerlo. Ven cuando quieras.—Vendré —aseguró Joselillo con una sonrisa en los labios, que fue correspondida con otra de complacencia por la boca adornada de una colilla apagada.El viaje de Joselillo acabó en la calle Toledo. No podía más. Buscó algo para sentarse y encontró un poyete del que se alzaban unas rejas altas. Allí se medió sentó, medio se recostó, a la sombra de un gran árbol. No sólo estaba exhausto por la caminata, también por las experiencias que había vivido. En unas pocas horas, había experimentado más que en toda su vida.———— o O o ————

Lo primero que hizo Venancio, después de tranquilizarse un poco y dolerse de la mano, fue atender a su madre, a la que acompañó a su alcoba con la recomendación de que descansara y no se preocupara de nada. Cuando salía por la puerta, Lorenza, desde la cama, le susurró unas palabras. Se acercó a su madre y ésta las repitió.


—¿Qué vamos a hacer ahora, Venancio? —el consejo sobre la preocupación no había sido atendido, al contrario que el de descansar.—Usté descansar y no pensar más. Yo voy a atar al tío pa que no se menee y luego me voy al cuartelillo, a decirles lo que ese asesino nos ha contao. Cuando vuelva quiero que esté acostada y sin procupaciones. Le voy a traer un vaso de agua. Ah, y no vaya a la cocina pa na, pa na, madre, ¿dacuerdo?—Pero Joselillo testará esperando hoy pa los dineros.—Lo siento, madre, Joselillo tendrá quesperar. El que tomó la decisión de no volver fue él, y esto le permitirá volver, así que no se procupe y alégrese, porque pronto le abrazará. Me voy madre.

Venancio, después de maniatar a su tío, montó a pelo en la Perla y salió hacia Aravaca, donde se encontraba el cuartelillo más cercano y por el que pasaban todos los días al bajar a Madrid.

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Aquella mañana Gertru quiso levantarse de la cama. Esperó a que ninguna de las hermanas estuviera presente y con gran esfuerzo consiguió sentarse en un lado de la cama con los piel colgando. Tras tomar resuello y escuchar con interés, oyó cerrase la puerta de la calle. “Doña Paulita que se va a misa”. Y ruidos en la cocina, “la señorita Pepita me prepara el desayuno”. “Ahora”. Se puso de pie bruscamente, pero la cabeza se quedó en la cama. Consiguió dejarse caer y unir todas las partes de su cuerpo. Al poco, el mareo desapareció y pudo meterse bajo la sábana y la fina colcha. Cuando llegó la anciana con el desayuno, se fijó en la colcha y exclamó:—Hija, si no supiera que estamos solas, diría que te has revolcado con alguien en la cama. —Pues se va a tener que confesar usté.—Sí, hija. ¡Qué cosas se me ocurren! Los malos pensamientos son como los republicanos, están en todos los sitios. En fin... Venga, a desayunar. A coger fuerzas. Y luego a la clase, cuando vuelva Paulita de misa.—¿No iban siempre la dos juntas?—Claro.—¿Y ahora?—Ahora estás tú, chiquilla. Y no te vamos a dejar sola. Lo mismo se te ocurre levantarte, te mareas y te caes. Menudo disgusto. —Prometo que no me levantaré hasta que lo diga don Luis —. En ese momento se oyó la campanilla de la puerta.—Mira, hablando del rey de Roma…(5) Voy a abrir. Tú desayuna. Hola Paulita... Hola doña Carmina —saludó la señorita Pepita por encima del hombro de su hermana. Carmina se acercó y las tres estuvieron un ratito de palique.


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—¿Sabes?

—Qué —Cirilo dejó de leer.
—Que la chiquilla esa que se cayó por las escaleras ya ha vuelto del hospital.
Es muy guapa. Me alegro por ella.
—Y yo, parece buena chica. Y su amiga, Reme, es de mi palo. Siempre alegre y contenta. Se parece a su madre. La verdad es que hemos tenido suerte con la portería, don Eulogio se ha portado.
—Sí, me dijo que en un principio la señora Casta no quería, pero con la muerte del esposo cambió de parecer. Supongo que por motivos económicos. La verdad, todo esto que vivimos da pena.
—Tú es que no quieres ser feliz. Parece que te guste sufrir. Yo, en cambio, quiero ser feliz a toda costa. Si no se cuida una, ¿quién te va a cuidar?
—Mujer, yo creo que convivir con alguien nos posibilita que nos cuiden. Y de hecho es lo que ocurre, ¿no? Y no me sirve mirar para otro lado para que deje de existir la miseria.
—Bueno, déjate. Fíate tú de la Virgen y no corras(6). Para mí, lo primero es mi felicidad, así hago feliz a los demás.
—Yo creo que en tu ecuación falla algo. No sé qué es, pero algo falla. Los poetas y filósofos siempre han escrito lo contrario.
—¿El qué?
—Que uno es feliz porque hace feliz a otro. 
—Eso son pamplinas. Y no me des lecciones, que yo también leo de vez en cuando. Más te valdría dibujarme un bebé que pueda bordar para un babador que quiero regalar al pequeño de mi hermana. Quiero regalarle algo mío, aunque sea fuera de fecha. Ves, así es como yo me siento feliz.
—Pero eso no te pasa a ti sola. Todos sentimos alegría al regalar, y también al recibir, más el agradecimiento, claro.
—No sé yo. Hay gente que le duele tener que hacer un regalo.
—Sí, porque cualquier obligación por pequeña que sea, pesa en el ánimo.
—Lo dijo Blas, y punto redondo(7)
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Reme acudió a casa de doña Consuelo más contenta y dicharachera que de costumbre. El recuerdo del último piropo de Venancio le revoloteaba todavía por la cabeza, y despertaba sueños imposibles de compartir, salvo con su amiga, a la que se propuso visitar al volver a casa, ya que esa mañana, al regresar del mercado, recibió la visita de un inspector de policía para tomarla de nuevo declaración. Encontró la escena de costumbre, aunque doña Consuelo andaba más mohína de lo normal. El origen de su contrariedad sólo lo sabía ella, pero la Reme no le dio demasiada importancia. Después de los saludos obligados, Reme cogió su labor, se sentó y se quejó con la boca pequeña.

—Anda que no son pesaos los policías —. El comentario hizo que las orejas de doña Consuelo se irguieran como las de un lobo al oír una posible presa.—¿Por qué dices eso, Remedios?—Porque esta mañana han estado otra vez en la portería. Querían entrelogarme otra vez, y a la Servanda también.—¿Y que te han preguntado, hija?—Que cuánto tiempo pasó entre el portazo de doña Elvira y el tiro que soyó, que si llevaba el dije de plata cuando subió. Y no sé cuantas cosa más. Como si una sabiera algo. Anda questaba yo para mirar, y menos relojes.—¿Y tú qué has contestado? —seguía con su interrogatorio particular doña Consuelo.—¿Pos no se lo he dicho? Que no estaba yo pa tonterías teniendo a la Gertru caída y hería. Y que yo llegué después.—O sea, que Gertru se cayó antes del disparo.—A ver. Yo llegaba de la calle y vi a don Mauro que la entendía en el segundo rellano y masusté mucho.—Claro, hija. Cómo no ibas a asustarte.—Pero bueno, mejor olvidar todo. Ayer me tiraron un piropo, sabe.—¿Y qué tan dicho? —habló por primera vez después del saludo Susana.—Una cosa mu bonita.—¿Cuál?—Quién fuera sandía.—Pero, hija, eso no es un piropo —rieron doña Consuelo y Susana.—Ya, pero yo mentiendo. Y antes man llamao guapa.—Ves, eso sí.

De  empresa.nestle.es

Y así, las tres pasaron la tarde. Con una sonrisa en los labios producto de diferentes motivos. Doña Consuelo porque, entre puntada y puntada, había recabado más información. Susana porque, entre puntada y puntada, se le venía a la cabeza el piropo de la sandia y pensaba en el machismo, y Reme, también entre puntada y puntada, porque oía a Venancio llamarla guapa. Sólo dejó de oírle cuando se encendió la radio para escuchar la novela.—Y el ganador recibirá un fabuloso premio consistente en quinientas pesetas contantes y sonantes. Patrocinado por leche condensada La Lechera —y tras las palabras del locutor se escuchó la canción que le gustaba tanto a Reme:

♪♪Tengo una vaca lecheraNo es una vaca cualquiera. Me da leche merengada, ¡ay! qué vaca tan saladatolón tolón! ♪♪

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Don Mauro se había propuesto que aquellas señoritas tan amables y caritativas no entorpecieran la conversación pendiente con Gertru, así que, esa tarde, después de entrar en su casa y saludar, le dijo a la señorita Pepita que deseaba hablar un momento con ellas.—¿Pasa algo, don Mauro?—No, no, para nada. Es un simple formulismo en el que estoy interesado.—Pues espere, que aviso a Paulita, está con Gertru.

Cuando tuvo sentadas enfrente a las dos hermanas, don Mauro se aclaró la garganta y comenzó a hablar en tono suave y grave.

—Bien, señoritas. Supongo que habrán notado que estoy interesado en Gertru, y no sólo por su salud. Antes del fatídico accidente que les ha salpicado y que tan amablemente llevan, tuve una conversación con ella, si bien antes intenté hablar con sus padres, y en su defecto lo hice con doña Casta. Ésta me permitió lo que pretendía, que no era otra cosa que comunicar a Gertru el interés que tengo por ella y pedirle su beneplácito para pasear juntos con el fin de que nos conociéramos más, amén de que tuviera más roce con mi hijo. Bien, quedó en pensarlo y contestar, pero la pobre no ha tenido ocasión porque fue justo la tarde antes de su accidente. En estos días no he querido sacar el tema, bien por su estado, bien porque nunca hemos podido estar solos. Y ahí es donde quiero incidir y hacerles un ruego. —Usted nos dirá —invitó la señorita Pepita que parecía llevar la voz cantante.—Quisiera hablar con ella a solas —declaró don Mauro lo que hizo que las dos hermanas se miraran y que la señorita Paulita, a duras penas, aguantara una risita.—Paulita —regañó la señorita Pepita, con lo que consiguió que su hermana adquiriese el porte correcto—. No sé, don Mauro, en esta casa tenemos unas costumbres muy estrictas…—Pepita —cortó la que mantenía cierta alegría en los labios—, ¿tú te acuerdas del motivo por el que te saliste del convento?—Claro, Paulita. Cómo no voy a acordarme.—Pues esto es lo mismo. Hay reglas que para los de fuera no sirven, porque viven otro mundo, como te pasó a ti en el convento, y no por ello los de fuera son peores que los de dentro, ni viceversa. El sutil y rotundo argumento de la menor de las hermanas, que involucraba a la mayor, dejó sin armas a ésta, que no tuvo más remedio que transigir.—Dios te perdone, hermana. De acuerdo, pero con una condición.—¿Qué es?—Que no le cuente a nadie que han estado solos en una alcoba en esta casa.—Tiene usted mi palabra.—Bien, caballero. Adelante —invitó la señorita Paulita al levantarse del canapé. Y cuando don Mauro pasó junto a ella le susurró—. Suerte.—Gracias, señoritas —contestó don Mauro con una sonrisa en la boca y una mirada a aquellos ojos que más que mirar acariciaban a quien veían—. Gracias, Dios la oiga.[Continuará](1)«[…]. A finales del siglo XIX, la criminología italiana, introdujo un nuevo objeto de estudio, ‘la mala vita’. El concepto nace en Italia se exporta a España desde donde da el salto a Latinoamérica para volver años después reelaborado al viejo continente. En muy poco tiempo en ambos lados del Atlántico se suceden los trabajos que llevan como enseña en su título “la mala vita” o “la mala vida” acompañada del lugar geográfico al que se refieren: Roma, Madrid, Cuba, Buenos Aires, Barcelona. Las razones de su aparición y su éxito responden a la preocupación que las nuevas formas de delincuencia suscitaban entre las bienpensantes elites, en un momento en el que el crecimiento de las ciudades era exponencial y no iba acompañado de las infraestructuras necesarias capaces de neutralizar los profundos desajustes económicos y sociales que producían». Extracto de POBRES, ANORMALES Y PELIGROSOS EN ESPAÑA (1900-1970): DE LA “MALA VIDA” A LA LEY DE PELIGROSIDAD Y REHABILITACIÓN SOCIAL, de Ricardo Campos, Instituto de Historia, CCHS, CSIC. 

(2)Hoy plaza de Tirso de Molina.
(3)Llamado así por el rastro de sangre que dejaban las reses sacrificadas al ser arrastradas por esa calle en cuesta, y cuyo reguero de sangre y agua desembocaba en la Ronda de Toledo. Fuente: no recuerdo donde lo leí.(4)Yo, de pequeño, lo llamaba palolú y otros palodú que, triturado con los dientes deja un saber agradable y dulce en la boca, predecesor del regaliz que contiene su esencia. No es más que la raíz de una planta, el orozuz o regaliz, que se usa como pectoral y emoliente, según el DRAE, 2014.(5)Hablando del rey de Roma, por la puerta asomaEsta frase proverbial nace con la palabra “Ruin” y no “Rey”. Y al ruin que se refiere es realmente el Papa. Se acuñó durante los convulsos años denominados del Papado de Aviñón (1309-1377), en los que se llegó a considerar al heredero de Pedro el mismo diablo. El tiempo y la gente cambiaron rey por ruin, y sumaron la segunda parte del refrán, por la puerta asoma, en consonancia con Roma. Aunque José Mª Iribarren, en el Porqué de las cosas, reconozca que no conoce el origen de este refrán. Correas en su Tesoro de la lengua (1627), edición de Louis Combet, Castalia, 2000, lo recoge en su pag. 324, refrán 1837: «En mentando al ruin de Roma, luego asoma; o En nombrando…». El Diccionario de Autoridades recoge en su entrada ruin, el mismo refrán que Gonzalo Correas, explicando el significado que aún hoy conserva.
(6)Fíate tú de la Virgen y no corras. En El porqué de los dichos, José Mª Iribarren, (ed. Aguilar, 1955), pág. 171, podemos leer: «[…] [se] fundamenta en Joaquín Bastús, en La sabiduría de las naciones [1862-1867], serie 1.ª pág. 82, escribe acerca de este dicho: "parece que tomó origen de un imprudente torero que, entregado a la confianza celestial, se comprometía a los mayores peligros sin tomar precaución alguna para evitarlos, y que un día vino el toro y, cogiéndole entre los cuernos, le tiró contra los de la luna…, y que entonces, el público, recordando sus imprudencias, le gritó: Fíate en la Virgen y no corras”.  Otros suponen que la frase nació en 1835 […] Martínez Olmedilla, que en su libro La cuarta esposa de Fernando VII (Barcelona 1935) escribe:Por otra parte, el pretendiente, que no olvidaba detalle, nombró a la Virgen de los Dolores Generalísima de sus huestes, y estaba seguro de vencer. Lo malo es que sufrieron repetidos descalabros  en el camino, y entonces nació, e hizo fortuna, la frase impía que aun se repite, aunque sin recordar su origen: Fíate de la Virgen y no corras”». 
(7)Habiendo un artículo como éste de ABC, sobran mis palabras.