Lo que quizá caracterice más nuestras inquietas vidas sea la impaciencia. Lo queremos todo ya y si es a la manera de los iconos que en este tiempo traducen el éxito mejor. Dinero, fama, poder... Buenos coches, grandes mansiones, la mejor compañía, dinero por todas partes. Lorenzo Silva ganó el premio Nadal con el alquimista impaciente hace trece años. Es una novela policiaca, bien escrita tanto en su estructura como en sus personajes. Quien quiera saber el nombre del famoso alquimista tendrá que leerla hasta el final. De momento solo adelantaré que la verdadera alquimia buscaba la transformación del que a ella se acercaba y no tanto la de los materiales de laboratorio. En la vida nos pasa lo mismo pero al revés, buscamos lo evidente, lo visible. Nos definimos por lo que hacemos, especialmente por lo que se supone hacemos bien. Por lo que tenemos. Estamos impacientes de ser más y eso lo traducimos en más acción, más pertenencias. Pero así no conseguimos saciar esa sed, el agua se nos escapa como en una piscina agrietada, por mucha que metamos.
Esa impaciencia nos atraviesa el alma, nos hace sufrir, perder el equilibrio. Muchas veces nos hará enfermar. Perdiendo el sueño, la templanza o el ánimo. Quizá con dolor de cabeza, estomago o espalda.
Cada vez que veo un árbol voy comprendiendo su enseñanza. Crecen despacio, sin prisa, con constancia, alcanzando tamaños sorprendentes y vidas longevas. Guardan celosos el mismo secreto que poetas y alquimistas, para alcanzar la vida es necesario renacer de las pequeñas muertes cotidianas. Los árboles lo hacen cada en primavera, dejando el invierno atrás. Habitualmente los humanos nos olvidamos de vivir tal vez por que hicimos lo mismo con la muerte. Y así nos va, seguimos impacientes.