Es una sensación imposible de no padecer al mirar esta obra... Sí, padecer. Porque se nubla el raciocinio, al confundirse ahora pensando que lo que se ve es solo una pintura y no una cosa real. A pesar de la irrealidad vaporosa de la escena incluso; a pesar de su distancia temporal o cultural para un observador actual. Y eso es así, entre otras cosas, por la sutil composición de esta obra de Rembrandt: medida, simple, elaborada. Veamos una de las grandezas de este genio del Arte: el fondo en sus obras. ¿Qué hay ahí? Nada. No hay nada detrás del contenido iconográfico de alguna de sus obras. Como esta. Pero, ¿cómo se puede crear una obra de Arte con un fondo neutro tan desolador y, al mismo tiempo, tan necesario, tan emocionante? Por el juego de matices elegido que destacará, sin desentonar ni deslucir, sino todo lo contrario, el motivo de la obra. Pero, para ello, además, hay que exagerar la textura de la elaboración de las cosas representadas en ese motivo. Aquí, por ejemplo, el manto que recubre el atril del estudiante, las contadas -se pueden casi contar- hojas del libro abierto, y, luego, las vestimentas de ambos personajes. Rembrandt nos compone una escena de aprendizaje, no hace falta decir nada aquí para saberlo, ni su título. Es la alegoría más convincente de la sabiduría magistral de un enseñante. Porque no es un comprador -el joven atildado- que analizaría un libro para poder elegirlo; no es tampoco un usurero -el viejo maestro- indicando ahí la cantidad debida a un deudor impasible. No. Lo que es, es lo que sentimos ahora cuando vemos la extraordinaria mano dibujada de un personaje entregado.
Dos personajes que interactúan ahí en un simple retrato de ambos... Pero, para no serlo tan simple, ¿cómo lo hace aquí el pintor? Fijémonos bien: el tutor, uno de los personajes, es desplazado de la orientación del eje del libro para que el alumno ahora, el otro personaje, vea bien su contenido. El becario-alumno recibe así, como un inmenso receptor anónimo de conocimiento, el sentido más primoroso de una sabiduría ejemplar. En su obra Rembrandt nos ofrece una sensación de amor humano muy especial. Y lo es porque lo hace -ofrecer el maestro esa sensación- desde la humildad candorosa de un gesto y de una vistosidad iconográfica extraordinarias. La figura del maestro es en la obra como una aparición, de hecho surge de la nada, parece surgir de la nada de ese fondo monocolor. Es como si no estuviera ahí. El joven ni siquiera percibe ahora su presencia, tan absorto y concentrado está en lo que mira. Como nosotros; porque así es como el Arte -el epígono aquí de la figura representada del maestro- nos presentará la sabiduría que encierran las formas imprecisas de una creación artística: sin modificar nuestra relación subjetiva con el contenido. Tan sólo nos señala, nos indica, como lo hace el Arte más sublime, la trayectoria de aquello que precisará ser mirado para llegar a ser entendido. Gesto y vistosidad. Dos cosas que vemos aquí en esta gran obra de Arte barroco. El gesto entregado y sensible de un ser, por un lado, que orienta sin trastocar. El gesto hierático, sagrado y quieto, por otro, del que está ahora conectando con la verdad. Pero también la vistosidad, la de los elementos representados en la obra, la de todos ellos.
Para que los ojos se abran a la verdad es preciso que sean abiertos por completo. El Arte de Rembrandt sabe de eso. Es algo automático, no podremos evitar asombrarnos ante la belleza representada. Concentraremos aún más nuestra capacidad de recibir la impresión con la mirada. Pero, hay que dirigirla, como se hace aquí con la mano amiga y sabia que, precisa y segura, ayudará a iluminar nuestra mirada atenta. Esto es lo que el Arte hace o intenta hacer. Y Rembrandt aquí lo consigue, no solo con la mano sino con el fondo neutro, pero cercano, así como con las figuras elaboradas de sus elementos iconográficos: el tocado y la vestimenta de los personajes, el libro y el manto ribeteado del atril decorado. Ahora sí, ahora nuestros ojos sí están aquí dispuestos a mirar, ávidos de sutil belleza representada. Y podremos comprender..., como el becario del cuadro. Es una alegoría de la enseñanza más sublime, pero, también, es una metáfora de lo mismo que nos ofrece el Arte. Al mirar la obra la comprenderemos pronto. Pero, ¿la comprenderemos bien? Se precisa amor, belleza, concentración y curiosidad para conseguir la mejor relación Arte-observador. La misma que para obtener la mejor relación sabiduría-aprendiz. ¿Qué hace o representa aquí la curiosidad?: la mirada permanente y sagrada del joven becario. ¿Qué hace la concentración?: el fondo monocromático pero acogedor de un claroscuro tan brillante. ¿Qué la belleza?: la maravillosa elaboración de la textura, de los colores y de la perfilación de unas figuras tan extraordinarias. ¿Y el amor, qué lo representará?: la mano; la mano dirigida, la mano entregada, sin dogma, sin fuerza, sin desatino, tan solo afablemente manifiesta.
(Óleo barroco Joven becario con su tutor, 1630, del pintor holandés Rembrandt, Museo Paul Getty, California, EEUU.)