René Descartes fue un Filosofo francés del siglo XVII. Bajo la luz de un siglo y un mundo que morían, Francia que gozaba de paz interior reciente por obra y gracia de Enrique IV, el ex calvinista socarran de «París bien vale una misa», rompía con el siglo XVI, reformando el pensamiento, los sentimientos y la expresión, situándose poco a poco bajo el signo de la grandeur para dominar al fin, tanto por la fuerza de las armas como por la de las letras, a Europa. Un súbdito del reino dará al mundo una nueva forma de pensar y creara con su apellido un adjetivo, «cartesiano», que aún hoy significa para todos claro, metódico y razonable.
El aprendizaje francés
René Descartes, fundador de la filosofía moderna y el primero en el que repercuten de forma profunda la nueva física y la astronomía, fue, fundamentalmente, un filósofo y matemático y, además, un científico meritorio. Con su duda metódica que le conduciría a una única verdad primera, «pienso, luego existo», puso las bases de una teoría del conocimiento moderno y revolucionó todo el pensamiento.
Este «libertador del pensamiento puro», tercero y último de los hijos de una familia acomodada perteneciente a la nobleza, nieto e hijo de caballeros —Pierre, el abuelo paterno, contendiente en las guerras de religión que durante años habían asolado el país; Joachim, el padre, consejero del parlamento de Bretaña casado con Jeanne Brochard, la madre, hija del teniente general de Poitiers—, nació el 31 de marzo de 1596 en La Haye, pequeña ciudad de la Turena francesa. Fue, en los primeros años, un niño enclenque, de salud delicada, que había heredado de la madre, fallecida al año de su nacimiento, «una tos seca y una palidez enfermiza» que, según la familia, presagiaban una corta vida. Contraviniendo tan mal augurio, ingresa a los diez años en el colegio de La Fleche, fundado por Enrique IV y dirigido por jesuítas, donde se reveló como un excelente estudiante al que los curas dispensaban un trato de favor, ya que le permitían, en razón de su mala salud, levantarse más tarde que los demás niños. En La Fleche se acostumbró a permanecer en el lecho hasta bien avanzada la mañana, sumido en profundas meditaciones, y vivió dos acontecimientos que le impresionaron hondamente: el traslado del corazón de Enrique IV a la capilla del colegio en 1610 y, en 1611, el descubrimiento de los satélites de Júpiter por Galileo gracias al anteojo astronómico inventado tres años antes.
Educación e inicios en la filosofía
Descartes guardará siempre buen recuerdo de sus maestros de La Fleche, aunque juzgue con acritud el escolástico programa de estudios, del que sólo salvará las matemáticas, disciplina en la que parece haber obtenido profundos conocimientos, superiores a los que ofrecían la mayoría de las universidades de la época.
Al salir de La Fleche, a los dieciocho años, completa su educación con materias más frívolas. Aprende danza, equitación y esgrima, convirtiéndose en un excelso espadachín, pero sin olvidar su preparación intelectual, puesto que dos años más tarde, y en un intervalo de pocos meses, ya es bachiller y licenciado en derecho. La posición desahogada de que goza y el aburrimiento que le inspira la vida social, le empujan a recurrir a las armas. Sirve en Holanda, en tiempo de paz, bajo las órdenes de Mauricio de Nassau, príncipe de Orange, y en Baviera, en tiempo de guerra, en el ejército bávaro. Fue en Baviera donde en un frío e inactivo día de invierno, el 10 de noviembre de 1619, que pasó meditando, dio con «la idea de un método universal para la búsqueda de la verdad». Poco después renuncia a la vida militar y emprende un largo viaje de tres años por Alemania, Holanda, Suiza e Italia, y en 1625 recala en París, donde durante un par de años llevará una vida independiente y confortable: raro era el día que se levantaba antes de las doce, leía novelas e incluso se batió en duelo por causa de una dama, aunque de vez en cuando se aislaba para ocuparse de matemáticas y de dióptrica.
En noviembre de 1627, en una conferencia en casa del nuncio, maravilla a los oyentes con la exposición de los principios de una nueva filosofía. El cardenal Berulle, presente en la sala, le anima a emplear su inteligencia en la investigación filosófica. El filosofo, espoleado por la reflexión del cardenal y consciente de que en París no gozara nunca del recogimiento necesario («el aire de París —dice— me predispone a concebir quimeras en vez de pensamientos filosóficos; veo allí a tantas personas que se engañan en sus opiniones y en sus cálculos, que ello me parece una enfermedad universal»), decide, en el otoño de 1628, trasladarse a Holanda.
Aparecen Discurso del método y Meditaciones
En Holanda comienza la construcción de su sólido edificio filosófico. Emplea los cinco primeros años de su estancia, entre traslado y traslado —cambió once veces de lugar de residencia mientras vivió en Holanda—, en la redacción de un «pequeño tratado de metafísica» y en el Tratado del mundo, una exposición ordenada de todos los fenómenos naturales para llegar a la explicación del hombre y del cuerpo humano, que abraza el conjunto de su física. A punto está de imprimirlo, cuando Galileo es condenado por el Santo Oficio por afirmar el movimiento de la Tierra. Descartes, hombre prudente, se asusta.
«Estoy casi resuelto —dice— a quemar todos mis papeles o, al menos, a no dejárselos ver a nadie», y renuncia a la publicación del Tratado, que no verá la luz hasta 1677. Su cautela se acrecienta y el filósofo se expresará de ahora en adelante de forma algo ambigua y velada. De todas formas, en 1637 revoca la decisión tomada y hace pública una de sus dos obras capitales: tres ensayos, Meteoros, Dióptrica y Geometría, precedidos de un Discurso del método, destinada a «prepararle el camino y sondear el ánimo». El Discurso, primer libro serio de filosofía escrito en lengua vulgar, es, como reza su título, «un método rara conducir bien la razón y buscar la verdad en las ciencias. La Dióptrica, los Meteoros y la Geometría son ensayos de este método».
Cuatro años más tarde aparecen en latín las Meditaciones —«en las que se demuestra la existencia de Dios y la inmortalidad del alma»—, que contienen todos los fundamentos de su física. Aunque el autor se esforzaba en ser entendido y actuaba con gran diplomacia –juzgada por algunos de excesiva–, y
pese a tomar multitud de precauciones buscando la aprobación de los teólogos, a fin de «obtener su juicio y saber por ellos lo que sea conveniente cambiar, corregir o añadir antes de hacerlo público», su filosofía irritaba a muchos y le causaba innumerables problemas. Acusado sucesivamente de ateísmo y de pelagianismo —doctrina que niega la transmisión del pecado de Adán a sus descendientes—, llegó a comparecer ante el juez y corrió serio peligro de acabar en la cárcel y sus libros en la hoguera. Incluso el consejo de la Universidad de Utrecht prohibió, el 17 de marzo de 1642, que se enseñara su filosofía, «porque es nueva, porque desvía a la juventud de la vieja y sana filosofía… y, finalmente, porque profesa varias opiniones falsas y absurdas».
La madurez holandesa
A excepción hecha de estos sobresaltos, su vida entre obra y obra fluía monótona y regular en Franecker, Amsterdam, Egmond o en cualquiera de las ciudades holandesas que habitó. Le gustaba parecer un noble, filósofo diletante. Bien alojado y servido, llevaba un tren de vida acomodado. Se levantaba, como de costumbre, tarde; comía al mediodía, se ocupaba del jardín y montaba a caballo, luego se ponía a trabajar hasta altas horas de la noche. Católico practicante, cuentan que era un hombre tímido, bien vestido y que siempre llevó espada. Trabajaba pocas horas, no leía casi nada y parece ser que sus libros fueron escritos en períodos breves de gran concentración. Seguro de sus opiniones, prestaba poca atención a las de los demás y se preocupaba sobre todo de las consecuencias prácticas de su investigación, pensando sin cesar en inventos útiles, como la construcción de un sillón de ruedas para mutilados, devolver la vista a los ciegos o en los medios para prolongar la existencia humana. A pesar de cultivar con mimo su libertad e independencia, no vivía aislado. Tuvo amigos, algunos gente importante, que le protegieron en los momentos de peligro, y tuvo también, de una supuesta sirvienta llamada Héléne, una hija, Francine, que nació en 1635 y murió a los cinco años, causándole el dolor más cruel y amargo de su vida.
En 1644 dedica los Principios de filosofía a la princesa Isabel, mujer tan inteligente como hermosa, hija del destronado rey Federico de Bohemia, que llevaba en Holanda una melancólica vida de exiliada. Los Principios completan la exposición de su filosofía y de su física, para los que busca la conformidad de los jesuítas, sus antiguos maestros. La princesa encontró en Descartes a un sabio consejero al que confiaba sus problemas, tanto físicos como morales. La correspondencia que mantuvieron, bellísimas cartas que ocupan un lugar de honor en la literatura francesa, impulsó a Descartes a desarrollar sus ideas sobre moral en las Pasiones, su última obra, publicada en 1649. Los veintiún años de residencia en Holanda, sólo interrumpidos durante tres breves viajes a Francia, donde conoció a Pascal, quien «le inspiró la idea de hacer experiencias sobre el vacío valiéndose del mercurio», finalizan en octubre de 1649, cuando parte hacia Estocolmo.
El ocaso sueco
Por aquel tiempo, otra real corresponsal de Descartes fue la reina Cristina de Suecia, que gozaba de gran reputación en Europa por su inteligencia y los éxitos de su política —durante su reinado, Suecia se convirtió en la primera potencia báltica—. La reina Cristina se sintió profundamente interesada en la nueva filosofía. Descartes, para quien las mujeres poseían una inteligencia más libre y menos estropeada por falsos estudios que los hombres, encontraba gran placer en esta correspondencia femenina. Además, el filósofo era muy sensible al prestigio que para él representaba la relación con la realeza reinante o
destronada. A pesar de ello tuvo serias dudas, preso quizá de funestos presentimientos en aceptar las apremiantes invitaciones que la reina le dirigía para que se instalara a su lado en Estocolmo; pero al fin no pudo resistir al envío de un barco y su almirante que fueron a buscarle a Egmond. En octubre de 1649 llegaba a Estocolmo y, efectivamente, fue una decisión desgraciada de la que no tardaría en arrepentirse.
Mal recibido por los gramáticos de la corte, celosos de la influencia que ejercía sobre la reina, Descartes se sentía observado como fuera un animal exótico Ademas se aburría, y un sentimiento de inutilidad total comenzaba a embargarle. Al cabo de cierto tiempo, Cristina de Suecia, juzgando que la mejor hora del día para dedicarse a la filosofía era la primera, cuando su inteligencia estaba más despierta y en absoluto turbada por los asuntos de gobierno, le citó diariamente a las cinco de la mañana, en la biblioteca. El filósofo se acomodó mal que bien al deseo de la reina, que trastocaba en gran manera sus costumbres, pero se dirigía al amanecer a la biblioteca bajo el gélido invierno sueco.
Muerte de Descartes
El 2 de febrero de 1650, al salir de palacio, sintió escalofríos que intentó mitigar, en vano, con un vaso de aguardiente. Al día siguiente se vio obligado a guardar cama. Los rumores sobre la causa de la enfermedad se desataron. Según unos, era el cansancio que le produjo ordenar su filosofía para satisfacer a la reina; según otros, el cansancio se debía al viaje que realizó para trasladarse a Suecia. Un tercer grupo atribuía la enfermedad a un exceso de vino de España o tal vez de aguardiente con que se habría tratado la gota -que no padecía-; incluso hubo quien atribuyó la postración del filósofo al veneno que según decían le habían administrado los envidiosos gramáticos de la reina. Nada era cierto. Pronto los síntomas de una neumonía se hicieron patentes. Los primeros días rehusó, febril y agitado, que le viera médico alguno, temeroso de caer entre las manos de charlatanes o de ignorantes. Sólo al séptimo día permitió que se ocuparan de él. Pidió que le sangraran —panacea de la época— y aceptó unos pobres remedios que resultaron ineficaces. Todo fue inútil. Dos días después, el 11 de febrero de 1650, a las cuatro de la madrugada, una hora antes de ir a dar su clase a la reina, falleció. Tenía, como dice Baillet, el narrador de sus últimas horas, «cincuenta y tres años, diez meses y once días». Diecisiete años más tarde, en junio de 1667, lo que de él quedaba fue devuelto a Francia e inhumado en Sainte-Geneviéve-du-Mont.
Descartes no aceptó los fundamentos establecidos por sus predecesores —sus contemporáneos pensaban que un conocimiento era cierto cuando había resistido el paso del tiempo— y en un signo de una confianza reciente del hombre en sí mismo, aportada por el progreso de la ciencia, construyó un sistema filosófico completo y nuevo. Por si fuera poco, lo transmitió en un estilo fácil y simple dirigido a todo el mundo, «incluso a los turcos».
A su muerte, el cartesianismo se puso de moda entre las gentes de mundo, e incluso Moliere lo puso en boca de sus Mujeres sabias, pero no debe olvidarse que las dos corrientes que se han repartido la filosofía moderna, el mecanicismo y el idealismo, tienen su principio en René Descartes.