Repercusiones psicológicas de la pandemia

Por Clotilde Sarrió Arnandis @Gestalt_VLC

Escribo este artículo a finales de agosto de 2020, un verano que será difícil de olvidar por los millones de personas que afrontan con temerosa ansiedad el día a día de unas vacaciones que no son normales tras haber sufrido un duro confinamiento. Este artículo es la continuación del que publiqué el mes anterior y dediqué a las atípicas vacaciones del verano 2020 en tiempos del Covid-19.

En esta ocasión me centraré más en las repercusiones psicológicas de pandemia, y sobre todo la situación en España por ser la que mejor conozco, tanto a nivel profesional como personal.

Repercusiones psicológicas de la pandemia

Todo comenzó al inicio de la primavera pasada, cuando permanecimos recluidos en nuestras casas para frenar la expansión del coronavirus. Una anómala situación que, según he podido comprobar en mis pacientes, fue relativamente más llevadera durante el periodo de confinamiento, tal vez porque imaginábamos que no se prolongaría demasiado, y también por la seguridad del cobijo que nos conferían las cuatro paredes de nuestro hogar

Sin embargo, los trastornos fruto de las repercusiones psicológicas de la pandemia, se manifestaron más intensamente una vez se permitió a la población salir a la calle y retomar algunas actividades. Para muchos, esto supuso una muralla infranqueable que, como ya expuse en el artículo anterior, desencadenó el llamado Síndrome de la Cabaña, en quienes tenían miedo a encontrarse con ese enemigo que aun seguía fuera de sus casas.

Conforme avanzábamos hacia el verano, las cifras de contagios mejoraron, se fue aplanando la curva y las autoridades sanitarias permitieron una desescalada (tal vez demasiado rápida) con la que se inició  el regreso a una hipotética normalidad que, lo confieso, me preocupó como profesional y también por mi condición de ciudadana. La causa obedecía a la constatación de que muchos ciudadanos comenzaron a bajar la guardia al creer que el peligro había pasado. Pensaban que íbamos hacia una nueva normalidad, que nunca debieron llamar así porque nueva lo sería sin duda, pero nunca normal según los criterios de normalidad que regían antes de la pandemia. 

Muchas informaciones fomentaban la falsa esperanza de que el verano sería un paréntesis tras el cual habría unos pequeños brotes otoñales de Covid-19, fácilmente controlables en base a la experiencia adquirida, y a la espera de disponer de una vacuna. Sin embargo, la realidad ha sido bien distinta y  la epidemia se ha agravado en pleno verano haciéndonos retroceder a las cifras del mes de marzo. Mientras  esto sucedía, el subconsciente colectivo se oponía a renunciar al estatus vacacional y el ambiente de un veraneo normal ha propiciado descuidos que no paran de provocar rebrotes. Del mismo modo nos encontramos ante una proliferación de manifestaciones psicológicas y psiquiátricas en los sectores más débiles de la población, tanto a expensas de casos nuevos como también reactivaciones de procesos antiguos en pacientes que hacía años habían sido dados de alta.

Conforme los rebrotes se ha ido materializando, hemos visto en las consultas muchos trastornos de ansiedad, fobias, estrés, obsesiones, incluso episodios depresivos con criterio de depresión mayor. El miedo se ha instalado en los más vulnerables, ya no solo por el riesgo de contagiarse sino también en quienes sufren enfermedades crónicas y han visto interrumpido el seguimiento de las mismas al cancelarles exploraciones complementarias programadas o intervenciones quirúrgicas que no saben cuando se les practicarán.

Paradójicamente, mientras la versión oficial anunciaba que avanzábamos hacia una nueva normalidad, ha sido una nueva realidad, una anormalidad lo que se ha instalado en el día a día en forma de una angustiosa incertidumbre.

Así como la primera ola ha sido la pandemia propiamente dicha, la segunda podríamos adjudicársela a la paralización del sistema sanitario (por dedicar todos los recursos a tratar el Covid y resolver el resto con consultas telefónicas). Una tercera ola serían los rebrotes consecuencia de las imprudencia. Y por último, habría una cuarta ola que es la que atañe a los problemas de la salud mental de la población. Problemas que de entrada fueron trastornos de ansiedad, y que con el trascurrir de la pandemia han dado paso a cuadros depresivos y descompensaciones de trastornos psiquiátricos previos.

¿Quien tiene la culpa de la pandemia?

Me hice una y mil veces estas preguntas en busca de respuestas que justificaran la irresponsable bajada de la guardia y el abandono de las medidas preventivas que percibía en quienes no tomaban precauciones frente al Covid-19.

Miraba a mi alrededor y me parecía kafkiano que mientras los centros docentes permanecían cerrados desde marzo, se permitiera abrir a los bares de copas, discotecas y otros locales de ocio nocturno repletos de jóvenes apretujados, sometidos a la desinhibición que provoca el alcohol (y lo que no es alcohol), dando rienda suelta a sus impulsos mas primitivos en un ambiente que ha propiciado muchos rebrotes. De hecho, un elevado porcentaje del perfil de los nuevos contagiados comenzó a apuntar a jóvenes asintomáticos, con carga viral y que no seguían las normas impuestas.

¿Quien tiene la culpa?

Siempre consideré peligroso que al mismo tiempo que se difundían normas estrictas para evitar el contagio, se dieran falsas esperanzas y se pretendiera salvar la campaña turística del verano de 2020, un cometido que estaba condenado al fracaso como los hechos han demostrado.

Fue así como la ciudadanía comenzó a recibir mensajes contradictorios. Y aunque la intención fuera transmitir esperanza a los ciudadanos, el resultado ha sido contraproducente al contradecirse unos mensajes con otros propiciando una dejadez en las medidas de prevención.

Nunca se debió permitir que la gente creyera que con el verano llegaría un alivio de la pandemia. Habría sido necesaria una campaña dura, realista y reiterativa que concienciara a la población de que seguíamos en peligro; que este año no habría unas vacaciones normales; que nada sería como antes mientras el coronavirus siguiera en la calle.

El resultado actual es que el miedo ha hecho acto de presencia con una intensidad aun mayor que cuando se inició la pandemia. Hay incertidumbre ante la nueva realidad que  nos espera este invierno. Hay angustia en los padres que dentro de poco dejarán en la puerta de los colegios a sus hijos sin que haya todavía protocolos consensuados para saber como se organizará la labor docente. Todo este cúmulo se materializa en una ansiedad que va generando traumas en la población, sobre todo si sumamos otros factores como la inseguridad laboral que flota en el ambiente, la anormal situación en la que los enfermos crónicos ven como se retrasan sus controles y la incertidumbre  ante el estrés que supondrá reinventar la nueva forma de vivir.

No olvidemos que la incertidumbre es uno de los mayores generadores de ansiedad.  A título personal, me siento desencantada y también decepcionada por el comportamiento de algunos sectores de la sociedad. Reconozco que también estoy asustada por las consecuencias de esta nueva realidad que nos va a tocar vivir y porque demasiados actúan ante ella como si no pasara nada.

Me preocupa que la salud de la humanidad esté a veces en manos de unos personajes psicológicamente perturbados, como es el caso del presidente del país más rico del mundo, Donald Trump, un personaje peligroso capaz de proponer ideas como inyectar desinfectante a los enfermos de Covid-19, o animar a los ciudadanos a tomar comprimidos de hidroxicloroquina todos los días porque «he oído muchas cosas buenas acerca de este medicamento».

A  través de lo que dicen mis pacientes, a través de sus miedos y de su angustia, descarto que estemos avanzando hacia una nueva normalidad, cuando lo que estamos es inmersos en una nueva realidad a la que deberemos adaptarnos, lo queramos o no,  con el esfuerzo de todos, hasta que adquiramos hábitos automáticos de acomodación que nos permitan sobrevivir hasta que una vacuna consiga una inmunidad de grupo satisfactoria y podamos ejercer el control sobre un virus que ahora nos tiene sometidos.

Y no nos olvidemos que la culpa de la pandemia la tiene única y exclusivamente el coronavirus, un microorganismo que ha entrado por sorpresa en nuestras vidas y en las del resto de la humanidad sin previo aviso, y con la suficiente fuerza como para cambiarlas por completo.


Clotilde Sarrió – Terapia Gestalt Valencia

Este artículo está escrito por Clotilde Sarrió Arnandis  y se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 3.0 España

Imagen: Pexels