Pablo Alborán contesta los whatsapps con mensajes de voz. Situando el móvil a un centímetro de su boca, como el micrófono de un patrullero, desgrana un monólogo bien hilado, cálido y untuoso, que rubrica con un “besote” o un “abrazote” dependiendo del destinatario. Es el artista más atento del firmamento musical. Un tipo de inusual cortesía en un negocio plagado de cuchilladas. Nada de gestos agrios, palabras ásperas ni preguntas delicadas vedadas a los periodistas. Tampoco un mánager inquietante cubriéndole la espalda. Solo Esperanza, su discretísima sombra, su agente: la albacea de su pasaporte, agenda, tarjetas y analgésicos mientras giran por el planeta; su compañera de películas y solitarios espaguetis. “Mi mami”, dirá Alborán, ante el gesto ligeramente enfurruñado de ella.
Alborán es la antítesis de un chico malo del show business. Lo consigue con naturalidad. Su candidez no parece forzada. Su personaje tiene más que ver con Rafa Nadal, incluso en su modestia, devoción filial, pectorales de remero y cutis aterciopelado, que con Justin Bieber o Pete Doherty: “No soy un yonqui; no me emborracho y destrozo las habitaciones de los hoteles; soy normal; no voy de estrella porque no me siento una estrella; sí, soy una marca, pero detrás hay una persona, no un personaje de ficción. Y canto, pero tengo una vida. Paso de vivir acampado en la alfombra roja; esta profesión es un agobio y se monta un circo en cada aeropuerto, y no ves a tu familia, y tienes una responsabilidad enorme, y explotarías; ante esa presión, cada cual reacciona a su manera. Unos, con antidepresivos. Yo, con calma. Es mi clave. Esa palabra está en la letra de todas mis canciones desde que tenía 12 años. Antes de un concierto, de una televisión, entre dos entrevistas, leo, medito, hago yoga. Estiro, respiro, me evado. Y en cuanto puedo, toco tierra y vuelvo a casa. A oler la sal del mar y contemplar la luz de Málaga. A estar con los viejos amigos de hoguera, guitarra y cajón en las noches de playa. A componer en el mismo pequeño estudio de la casa de mis padres, que forré con cajas de huevos de cartón para insonorizarlo, donde empecé. (Aunque mi hermana y yo le hemos lavado la cara y retapizado el famoso sofá blanco de mis primeros vídeos en YouTube). Sigo siendo un enfermo de la composición. Todo el tiempo estoy imaginando canciones. Eso me salva. Si no, me volvería loco. Y también salgo a flote pensando lo que me queda por hacer. Tengo 25 años, y a esta edad, si tienes éxito, puedes creer que te lo sabes todo; pero tengo mucho que aprender y un largo camino por delante. Una carrera que quiero decidir adónde va. Tengo que madurar y evolucionar; probar nuevos registros; descubrir sentimientos dentro de mí. Ese horizonte es lo que me mueve”.
–¿Sabe cuánto gana?
–Perfectamente. En esto ganas pasta, pero trabajas muchísimo. No paras. Tengo a mi lado gente de mi familia que cuida de mi estabilidad y futuro. Pero el dinero no es el fin. No tengo cochazos, ni mansiones, ni un barco. Ni quiero. Un ático en el norte de Madrid de cien metros (que se inunda cuando llueve), y en Benalmádena, la casa de mis padres, que es mi hogar. En mi familia nunca hemos tenido un duro. Mis hermanos heredaban la ropa y vivíamos en un pisito frente a la Malagueta. El año que yo nací, el 89, las cosas empezaron a ir mejor. Cuando murió mi abuelo materno nos fuimos a su casa en Benalmádena, y allí seguimos. Somos una especie de comuna con mis hermanos y mis sobrinos. Mi padre tiene 68 años y va a trabajar cada día a su estudio de arquitecto y es un bohemio. De ricos, nada.
–¿Qué no haría por dinero?
–Publicidad de marcas que fueran en contra de mis valores; tampoco me quitaría la camiseta en un escenario, porque soy un cantante, no un culturista; no haría un espectáculo hortera con bailarinas; no vendería mi vida: no haría público cuándo voy a cantarles a niños que están con quimioterapia; no sacaría mi casa en el Hola. Mi vida es mía.
–¿Liga mucho?
–Si no tuviera sexo, me pegaría un tiro.
Disciplinado y con hambre de éxito. Contenido. Cerebral. Con un físico dividido en dos mitades: la superior, hinchada a base de gimnasio, y la inferior, de aquel niño delicado y tirillas al que su madre puso a nadar para que ensanchase. Alborán, el artista que (de lejos) más discos ha vendido en España en los últimos cuatro ejercicios (brincando sobre una endémica crisis del sector), con decenas de discos de platino, 160.000 ejemplares colocados en el mercado en solo dos meses de su último trabajo, Terral; que ya dio 120 conciertos con su primer trabajo (Pablo Alborán, 2011) y tiene más de 70 firmados para esta temporada (más de 40 en España a partir de mayo), avanza por el sofisticado barrio bonaerense de La Recoleta (que juega a ser el distrito VIII de París) oculto tras los cristales tintados de una furgoneta de estrella del rock con asientos de cuero, wifi, provisiones de agua mineral y climatización ártica. Otra furgoneta. Otros cristales tintados. Otro hotel cool. Otra ciudad intuida. Ni turismo, ni restaurantes coronados por Michelin, ni madrugadas locas, ni fans brotando bajo las sábanas de lujoso algodón tiesas como un sudario. Al final de la jornada, el premio es una Whopper con queso. Agua mineral. Un meteórico espidifen. E intentar pegar ojo porque a las ocho de la mañana, con el cerebro acorchado, se inicia otra infinita retahíla de entrevistas.
Siempre las mismas preguntas: desde sus influencias musicales hasta su amistad con Ricky Martin y su bisabuelo marqués. Si está despabilado, hace malabares con las respuestas. Es un conversador brillante. Hasta la verborrea. En caso contrario, si ha surcado la noche en vigilia, se escapa con las contestaciones de rigor y una sobredosis de cafeína. “Piñón fijo”, bromea. Estar a su lado durante unos días supone llegar a saberse de memoria todas las preguntas y todas las respuestas.
Llega de Chile. Despega hacia México y Estados Unidos. Durante la primavera actuará en toda América con el objetivo de ir más lejos, de convertirse en un artista global. Más joven que Alejandro Sanz, menos latino que Enrique Iglesias, más cerca (según él) de Jorge Drexler. Con un estilo propio, orgánico, auténtico, cada vez más desnudo e intimista y menos relamido y artificioso, y el plus de ser un músico que compone y habla idiomas: capaz de batirse con un fado o un pedacito de bossa nova, la nouvelle chanson o Paraules d’amor en catalán junto a su idolatrado maestro Serrat; de rasguear la guitarra y acariciar el piano desde los siete años.
Se patea el continente como un comercial con su disco bajo el brazo cumpliendo la letra pequeña más ingrata de su oficio: la promoción. Darse a conocer. Enganchar a los consumidores. Vender discos, descargas, entradas. Y dar empleo a las docenas de personas de la multinacional Warner Music (el tercer emporio mundial del entretenimiento) que trabajan en la producción de su disco y sus vídeos, en su promoción y venta, en sus actuaciones en directo (la última mina de oro de un artista y de las discográficas en la era negra de la piratería), en la bien calculada comercialización de su imagen a través de la publicidad, merchandising, eventos y patrocinios. Ahí está el gran dinero. El cofre del tesoro que su compañía capta y gestiona a través de una sociedad participada, Get In, de la que Warner tomó una participación mayoritaria en 2008 (cuando se topó con la realidad de que ya nunca más vendería millones de discos), que se encarga de gestionar su gira de conciertos y rentabilizar cada centímetro de la marca Alborán. Es lo que en la industria denominan contratos de 360 grados. Mediante esos acuerdos, la compañía se compromete a apoyar, promocionar e invertir en un artista, y a cambio participa en cada céntimo que este ingrese. No solo por sus discos (como sucedía históricamente cuando el artista solo se llevaba entre el 10% y el 15% de las ventas), sino por todo lo demás. Por la marca. Vivimos una etapa del negocio de la música que el financiero Edgar Bronfman, Jr., expresidente de Warner, resumió con esta frase: “La industria musical está creciendo; la industria discográfica, no”.
Si Alborán cumple con el guión; si contesta atinadamente a decenas de periodistas ocultando el mazazo del jet lag y sorteando el campo de minas de las cuestiones personales mientras ofrece solícito café y cruasanes; si besa con el mismo arrobo a las fans y a sus mamás; si conquista al presentador de televisión de turno; si se hace más selfies con sus seguidoras que Bisbal o Bustamante; si mantiene bullendo las redes sociales, satisfaciendo a sus dos millones y medio de amigos virtuales, y además convence en el escenario demostrando su (para muchos aún inédita) faceta de showman, seguirá ocupando el número uno. Logrará que sus incondicionales compren su disco para tener un pedazo de él. Hará ganar dinero. Pero ya nunca podrá bajar la guardia.
La furgona bordea el turbulento río de la Plata del tono de un café americano en dirección a media docena de eventos con sus fans. Muy jóvenes, muy entregadas y de clases populares. Pablo Alborán recibe en tiempo real las cifras que le proporciona su compañía sobre las ventas de discos, la producción de su nuevo vídeo y el calendario de conciertos. Es un enfermo de los datos. Como las grandes estrellas. Quiere saberlo todo. Odia que se le hurte información. Su antena siempre está conectada aunque parezca melancólicamente ausente. El tráfico en Buenos Aires es desesperante. Alborán hace un amago de arrancarse con un flamenquito. Juega a la percusión tamborileando con los dedos la luna del vehículo. Dormita. Se abstrae. Se mensajea con su padre, un ilustrado antifranquista hijo de franquista ilustrado que le inyecta la ópera en vena.
Va vestido de Pablo Alborán: camiseta blanca, vaqueros anónimos y botas de currante: el uniforme minimalista de un individuo que considera que, en cualquier faceta de la vida, “menos es más”. Así se plantea su existencia: perfil bajo fuera del escenario.
Incoloro hasta en política. Nunca se define. Y rara vez mete la pata. Cae bien. Lo curioso es que solo han pasado cinco años desde que colgó sus primeros vídeos en la Red. Estaba desesperado porque su primer trabajo no terminaba de ver la luz. Y se lo jugó a una carta. Consiguió 70 millones de visitas y se convirtió en un fenómeno viral. “Internet fue para mí como tocar en una calle Mayor global; como el músico que baja a cantar al metro y un cazatalentos le descubre por casualidad”. En 2011 llegó el disco. Por fin. Tenía 20 años. Y un par de incursiones baldías en la universidad. Firmó un contrato con Parlophone, una distinguida filial de la multinacional EMI, la misma de Coldplay, Blur o Pet Shop Boys, y que en su momento cobijó a los Beatles. “No sabía nada de este negocio, y los directivos no tenían claro que yo fuera a funcionar; me apretaron, dejé que me manejaran, me traían y llevaban, no abría la boca; estuve tres años sin vacaciones. Mis discos estaban sobreproducidos, llegaron a ser barrocos y sobrecargados. No sonaban como mis maquetas, no sonaban como yo toco en directo, no sonaban como soy yo; incluso metían elementos electrónicos para que pareciera más moderno”. Tras la autocrítica, la realidad: en pocos meses se convirtió en superventas. Ya no descendería de ese sitial. Todo rodado. Aunque a ratos disintiera de esa imagen edulcorada para consumo de treceañeras. Pero pensaba que era el precio del éxito.
“Y de pronto, en 2012, Universal Music compró EMI, la discográfica en la que yo estaba. Y todo se vino abajo”. En el juego de poder entre los gigantes del sector, que en poco tiempo habían pasado a ser tres (Universal, Sony y Warner), dejando a dos firmas míticas (BMG y EMI) en la cuneta de la historia, Alborán se veía atrapado. El negocio discográfico menguaba y se veía obligado a concentrarse y fusionarse para sobrevivir. La industria pasaba de vender discos a vender artistas. “Pero la cosa no acabó ahí, porque la parte española de EMI no iba a terminar en manos de Universal, sino de otra multinacional, de Warner, por exigencias de la UE, que intentaba que Universal no se constituyera en un monopolio. Y yo entraba en ese paquete que se transfería de una discográfica a otra y luego a una tercera. Me agobié. No sabía qué iba a ser de mi recién estrenada brillante carrera. Mi equipo era nuevo. Perdí amigos. Algunos se fueron al paro. Y se murió Simone Bosé, que era mi maestro desde mis primeros pasos. Vi el precipicio. Aprendí a quererme para no sucumbir. Aprendí a querer a Pablo Alborán”.
La palabra crisis se escribe en chino con dos caracteres: peligro y oportunidad. Hoy, Alborán reconoce que el trasvase obligado de compañía le ha permitido hacerse mayor de golpe. Abandonar las tutelas. Dejar atrás los miedos. Y tomar decisiones. “Todo ha sido bueno porque Warner me ha permitido coger las riendas, y me planteo una andadura larga, meditada y controlada por mí. Para empezar, este disco, Terral, es mío. Y esta gira con un centenar de conciertos es mía. Y si un día fallo, no pasa nada. De toda esta aventura he aprendido algo importante: no pertenezco a nadie”
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Fuente: El País Semanal.