Respuestas en el vacío

Por Avellanal

Aprovechando un lapso de absoluta sequía en cuanto a la escritura de nuevos artículos para el blog, voy a dar paso a la autorreferencia, aunque aguardando que no se haga costumbre. Hace algo más de un año, unos compañeros, estudiantes de la licenciatura en Letras, editaron una revista mensual muy interesante y elaborada. En una de sus secciones, indagaban sobre cuestiones literarias, en una suerte de entrevista, a estudiantes de otras facultades. Estos proyectos, que demandan tanto esfuerzo y entusiasmo, y más allá de ciertos docentes con buena predisposición, generalmente no encuentran un correlato solidario en las cúpulas directivas universitarias argentinas, henchidas de facultativos aburguesados que miran para el costado mientras revuelven sus cafés. Por ende, sólo llegaron a editarse seis números. Las preguntas que me formularon y las pobres respuestas que supe dar en ese tiempo, iban a salir en la edición séptima. Todo aquello había quedado en el olvido, al menos para mí, cuando hace escasos días, mi amigo Benjamín tuvo la ¿gentileza? de enviarme una transcripción de dicha charla, que pongo a continuación:

- ¿Desde cuándo leés, Claudio?
- (Cara de sorprendido). Eso no sabría decírtelo con precisión de reloj suizo. Por ejemplo, yo no me recuerdo aprendiendo a leer. Mi mamá siempre dice que aprendí a los 3 años; yo me permito ponerlo en duda. Quizás haya sido a los 4 ó 5, porque comencé la escuela primaria ya leyendo perfectamente, eso sí.

- ¿Y no recordás qué leías en esos años? ¿O quién te enseñó?
- Fue mi abuela, seguro. Ella me compraba una serie de pequeños libros, que yo esperaba ansioso todas las semanas, porque venían de Buenos Aires. Los sábados a la mañana, caminaba media cuadra, desde la casa de mis abuelos, hasta el puesto de diarios, y entonces el vendedor me entregaba los libritos envueltos en una especie de papel celofán. Al día de hoy todavía los conservo impecables. Eran dos cada semana, uno del mundo animal y otro del mundo vegetal, con ilustraciones y textos muy amenos. Mis preferidos fueron: “Soy el baobab” y “Soy el hipocampo” (risas). Después, supongo que también habrán ayudado las revistas deportivas y un Atlas maravilloso, que en aquel entonces era lo que más llamaba mi atención de la biblioteca de mi abuelo.

- Digamos entonces que tu vínculo con la literatura viene por el lado de tus abuelos.
- Sí, absolutamente. Mi abuelo es un lector voraz, y tuve la suerte de tener a disposición una biblioteca muy heterodoxa. Porque yo de chico pasaba mucho tiempo en la casa de ellos, ¿sabés? Y en esa biblioteca hay de todo: desde libros de recetas antiquísimos, enciclopedias de las guerras mundiales, tratados de Derecho, y hasta las novelas de Morris West. Y claro, los clásicos, omnipresentes.

- ¿Cuál de los dos te transmitió más sus intereses a la hora de la lectura?
- Es que desde hace muchos años mi abuelo se concentra en la lectura mayormente de ensayos de índole política, o bien de biografías de personajes históricos de cierta relevancia. Y cuando se tiene 10 años, no se está lo suficientemente preparado para leer una biografía de Napoleón o de Lenin. Además, con él siempre guardé una relación más distante o severa, aunque no por ello menos afectiva. En cambio, con mi abuela compartíamos otro tipo de cosas. No sólo me enseñó a leer; también a jugar al ajedrez, a llevar adelante una huerta… bueno, ¡a tantas cosas! Me llevaba además al cine y al teatro. Y volviendo a la literatura, ella me suministró, tiempo después, los libros que poblaron mi infancia: Verne, Salgari, Twain, Stevenson, Haggard. Es curioso, porque no creo que ella los hubiera leído nunca, pero supongo que los habrá considerado apropiados para un niño.

- ¿Podrías decir cuál fue el primer libro que realmente te sacudió?
- Eso es difícil de responder, che. Mirá, a mí me parece que a cierto nivel, algunos cuentos de Oscar Wilde, como El príncipe feliz, El amigo fiel o El ruiseñor y la rosa, fueron determinantes en mi posterior evolución como lector. Es decir, esos cuentos, en apariencia tan infantiles o baladíes, pero a la vez tan llenos de sensibilidad y profundidad, me produjeron una emoción muy grande, me impresionaron de un modo especial. Desde ahí debería hacer un salto temporal de algunos años hasta llegar a dos de los libros claves de mi adolescencia: Don Quijote y El viejo y el mar, de Hemingway.

- A todo esto, ¿cuándo irrumpe Borges?
- (Risas) Borges, siempre Borges… La misma profesora de la secundaria que nos hizo leer a Cervantes y a Kafka, una mañana nos tiró por la cabeza un relato de Borges. Nos dio un rato para leerlo, y pidió que luego escribiéramos nuestra interpretación del mismo. El relato en cuestión era El Sur. No conservo mi ejercicio hermenéutico de entonces, pero estoy seguro que no lo comprendí en lo más mínimo, porque hasta el día de hoy, después de releerlo una decena de veces, son muchas las interpretaciones que se me entrecruzan. Pero, es evidente que hay algo en ese cuento, para mí iniciático, que me fascina, porque de lo contrario no habría seguido leyendo a Borges como lo hice, con tanta devoción.

- ¿Y Cortázar?
- Bueno, más o menos por la misma época, en primer año de polimodal, a los 15 años. El mundo narrativo de Cortázar es tan diferente al de Borges y, sin embargo, esa dicotomía tan zonza e inútil que a los argentinos nos encanta instalar, afortunadamente no surtió efecto en mí. La mayoría de los cuentos de Todos los fuegos, el fuego, en donde lo maravilloso se inmiscuye en la vida de un modo tan natural, me dejaron boquiabierto. He pasado momentos muy gratos leyendo a Cortázar. A uno de mis primos, que actualmente tiene esa edad, le recomiendo que aproveche a Hesse, Salinger y Cortázar: me parece que es el momento más adecuado para esas lecturas.

- Como pregunta final, ¿qué otros autores argentinos recomendás?
- (Pensativo) ¡Hay tantos! Sabato, pese a que hoy parece pasado de moda o condenado al olvido, es un escritor extraordinario, y Sobre héroes y tumbas, con todos sus defectos a cuestas, una de las novelas capitales de nuestras letras. Bioy Casares difícilmente tenga páginas olvidables; yo tengo predilección por El sueño de los héroes. Pero si de recomendar autores se trata, no puedo dejar de nombrar a Manuel Mujica Lainez, José Hernández, Horacio Quiroga, Manuel Puig, Leopoldo Lugones, Oliverio Girondo, Macedonio Fernández, Leopoldo Marechal, Alfonsina Storni, Alejandra Pizarnik, Roberto Arlt, Juan L. Ortiz y Juan José Saer. Creo que no fui muy original, ¿no?