Texto publicado en Acta Médica, la revista del Colegio Oficial de Médicos de Tenerife, en marzo de 2016.–
— ¿Este no es Antonio, Antonio Garmendia? ¿Te acuerdas, de hace tres o cuatro años? Sí, es él, yo creo que es él.
— ¿Antonio? ¿El qué los hijos dejaron de venir a verlo desde que se lió con Francisca? Claro, ya me acuerdo. Ya ves tú, el pobre, con la edad que tenía y arrastrando esa pierna, si no podía ni con su cuerpo.
— Por eso me di cuenta de que es él, por el bastón, era de Federico, se lo traspasé yo mismo cuando se murió. ¿De dónde sacaría ese abrigo que lleva encima del pijama?
— Fíjate tú que ahora hacía tiempo que no nos encontrábamos a ninguno, pero es verdad que a este lo perdimos y luego se nos pasó. Deberíamos apuntarlos en algún sitio cuando desaparecen, pero como el supervisor dice que no, que esto siempre ha sido así, pues ya está. En fin, ¿cómo hacemos?
— Como siempre, avisamos a Anselmo, el del mortuorio, él trae la camilla y se encarga de todo.
— ¿Y no avisamos primero al supervisor?
— Que no, que ya te digo que a ese le da igual, a él cuanto menos problemas mejor.
— Pues nada, llamamos a Anselmo.
Anselmo trabajaba arrastrando las camillas de los muertos desde los tiempos en que eran más frecuentes, cuando el hospital se dedicaba a la asistencia de pacientes agudos y había más movimiento. Y él mismo también podía hacer más movimientos, que ahora la espalda ya no le daba para tantos bríos. Hizo bien cuando le ofrecieron quedarse en el hospital viejo, transformado en centro de últimas voluntades, el que hicieron nuevo era para los jóvenes con ganas de exploraciones más vitales, los que se deshacen a hurtadillas de sus éxitus. Pero a él los muertos le daban tranquilidad, no le trasmitían prisa, le permitían trabajar a su ritmo, profesional, concienzudo, riguroso. Para él eran un asunto muy serio. Consideraba de su exclusiva incumbencia devolverlos en perfecto estado muerto, que la vida se la había gastado cada uno según le dio el entendimiento, eso no era asunto suyo.
Al principio, cuando el antiguo hospital empezó a funcionar como centro socio-sanitario y Anselmo y otros de los viejos de la plantilla que se quedaron todavía conservaban algo de energía, estaban pendientes cuando se perdía algún ingresado para buscarlo, pero la laberíntica estructura del edificio también fue envejeciendo y con el tiempo dejaron de utilizarse las áreas que no lo soportaron bien. Cada vez fue más fácil perderlos y más difícil encontrarlos entre camillas destartaladas, camas desmontadas a medias, viejos aspiradores de flemas, soportes de suero herrumbrosos, sillas con ruedas desinfladas y diverso material sanitario de épocas superpuestas.
Rincones y recovecos fuera de circulación como imanes para mentes en desuso. Con el tiempo a Anselmo también se le fueron desconectando algunos de estos circuitos y ya no los buscaba con tanta escrupulosidad. Si lo avisaban porque encontraban a alguno de sus clientes, acudía, pero si no, cada cual con lo suyo, y lo suyo era la recogida, el transporte y la entrega. De la investigación sobre desaparecidos que se ocuparan las unidades pertinentes.
Pues eso, que con el tiempo y la desgana de la generación de Anselmo, cuando no se sabía nada de algún paciente en varios días y nadie preguntaba por él, se daba por desaparecido “a los efectos oportunos” y se reemplazaba su lugar. En realidad no existía la unidad pertinente para la búsqueda de enajenados entre bastidores. En realidad parecía que tampoco importaba demasiado que estos cuerpos deslustrados fueran a amalgamarse con viejos artificios médicos diseñados un día para prorrogar la vida. La verdad es que allí todo importaba casi nada.
Por eso nadie se escandalizaba si de repente se encontraba detrás de un archivador los restos del cuerpo de un internado al que se había olvidado recordar desde hacía tiempo, como queriendo incorporarse a la documentación de su historia clínica. O encerrado en un antiguo baño, o sobre la mesa polvorienta de una sala de reuniones, o al final del pasillo que daba a las escaleras que comunicaban con los ascensores que antes llevaban a las escaleras del pasillo de detrás de la sala de rayos al lado del corredor que terminaba en la torre de las escaleras de la planta por donde se accedía a los ascensores desde donde se podía llegar a… a ninguna parte, porque los hospitales están diseñados para enredarse y una vez en ellos solo se sale de permiso. O de la mano de Anselmo.
Así y todo algunos conseguían volver, se perdían durante unos días pero encontraban de pura casualidad el camino de regreso a su cama. A veces, si se demoraban mucho, la cama ya estaba ocupada por otro ingreso y entonces el personal habilitaba una supletoria hasta que apareciera un hueco. Quizá con suerte alguno se aventurara en una nueva exploración laberíntica y dejara su cama libre. O quizá el explorador tuviera más suerte la próxima vez.
Ese fue el caso de Antonio, el que encontraron en el rincón donde ponían la máquina del café de la antigua entrada de personal. Llevaba varios años desaparecido y no lo echaron de menos enseguida porque no era la primera vez que lo perdían. Se pasaba algunos días por ahí, suponían que por los pasillos abandonados, y luego volvía sin dar explicaciones de lo que parecía no recordar. Sabían que sus hijos lo dejaron de visitar con la excusa de sus amoríos seniles con Francisca, una compañera de internado que falleció por aquellos días en que no volvieron a verlo. Pero Antonio no falleció entonces, eran evidentes las señales de que encontró un resquicio para entrar y salir del hospital solo con su propio permiso. Antonio se murió cuando le dio la gana, Anselmo no le metió prisa para que le devolviera el abrigo.