Tras alimentar convenientemente el mito durante más de una década, y con Ibiza coronada como el gineceo de la fiesta y la capital mundial de la música dance, Café del Mar lanzó su propia colección de compilaciones ambient-chill (y más adelante chill-house, mi combinación preferida), una mezcla de sonidos potenciadores, capaces de mejorar nuestra experiencia interior del crepúsculo veraniego. Tampoco en esto se ha distinguido del resto de locales (ibicencos o no) que aspiran a convertirse en un polo de atracción musical y/o de ocio. Tampoco es eso.
Lo verdaderamente curioso de Café del Mar es que la retroalimentación de mitos, ficciones y realidades convenientemente amputadas ha dado origen a un ritual que se expande por el planeta con la fuerza de una religión laica, una especie de peregrinación que es necesario realizar en algún momento de la vida, preferentemente durante la juventud. Decenas de jóvenes (y no tan jóvenes), familias, curiosos, despistados, se arremolinan en torno al Café del Mar a medida que el sol se acerca al horizonte. La gente actúa como si se fuera a producir un fenómeno singularmente espectacular, cuando lo cierto es que todo forma parte de una rutina milenaria y previsible. Cuando el crepúsculo enciende el ambiente y la luz se desvanece no se produce un silencio respetuoso, al contrario: la gente sigue conversando, bebiendo y fumando; algunos miran de soslayo el disco rojizo, mientras otros lo observan en silencio temiendo perderse algún detalle. No se trata de una liturgia, es simplemente un ritual, algo que ha ido adquiriendo entidad y significado por el simple paso de los años.
La puesta de sol en Café del Mar se ha convertido en el stargate de la actividad nocturna de Ibiza, y para los no iniciados o entrados en años, una ventana abierta al mundo al que no fueron capaces de acceder o abandonaron hace años. En cuanto desaparece el último rayo de luz bajo la línea del horizonte y se apagan los inefables e incomprensibles aplausos de los asistentes que abarrotan las mesas, la mayoría se dispersa en busca de su propia idea de la diversión. Algo más fuerte en todo caso.
Ibiza se ha convertido por derecho propio en un fascinante laboratorio social, una anticipación de lo que será el ocio occidental cuando alcancemos el orden social que proponen ficciones intergeneracionales como Un mundo feliz, Blade runner, Las partículas elementales o Hijos de los hombres. El imperio de los sentidos ha cedido el paso al del narcisismo (sensual y sexual), a la revolución del no sin consecuencias, al personismo, al exceso a que da lugar la ultraprofesionalización del ocio, a la irrefenable sensación de habitar un planeta ajeno, un microcosmos que en la práctica actúa como si formara parte de un decorado o un plató cinematográfico; de una ficción que pretendiera convertir en realidad algo en lo que todos creímos, persuadidos de que era un mito inalcanzable, y en lo que, sin embargo, terminamos por renunciar sin saber muy bien por qué.