Roger Vercel – Los de la Galatée, 1949

Por Eltallerdelaeam @elTallerdelaeaM

Calma total, chubasco y tormentas… Los hombres desnudos, con la boca abierta buscan un poco de aire respirable, el pecho aplastado como si los hubiesen vaciado de aire y todo el peso de esta atmósfera opaca los hubiese comprimido. No hay reposo para la tripulación de guardia ni para el horizonte, que se oscurece de golpe, subrayado por un resplandor blanco por donde el chubasco salpica, como un chorro de agua bajo una compuerta. Braceamos, cargamos, apilamos encima con las manos arrugadas tanto por los chubascos como por las limpiezas. Noche y día dura la maniobra sin interrupción. Perder un minuto de buen viento significa perder cien metros de camino, pero no haber ceñido a tiempo para recibir uno de esos chubascos cortos y violentos que giran con la tempestad significa perder una vela o varias. A cargar, a largar, a ceñir, a izar… Esto parece la broma feroz y terca de algún loco. Deshacemos lo que el viento acaba de hacer, rehacemos lo que acabamos de deshacer. Revestimos al barco para desvestirlo otra vez. Y eso sin parar, tanto de día como de noche, noches tenebrosas, en que molidos de cansancio, martilleando en el cráneo la lluvia gigantesca, tropezamos en todas partes y con todo. <<Nos rompe las narices con sus maniobras - gemían los hombres -. ¡No hay más viento que en mi petate!

Roger Vercel – Los de la Galatée, 1949