La publicación en estos días del manifiesto El arte de los ruidos por primera vez en español (por el sello Dobra Robota, con la edición y traducción de Gabriela De Mola) viene a sumar literatura con fundamento a una contienda siempre vigente. No sé si lo notaron, pero la banda de sonido de muchas publicidades actuales viene con ritmo de reggaetón o a lo que se le parezca ese bólido sin ruedas que zumba como una mosca zombi. Pero no vinimos a demonizar o ensalzar a este género musical. Convengamos que para los aquí presentes el reggaetón es ruido. Sin embargo, no se trata justamente del ruido que nos ha cobijado y nos ha dado tantas alegrías. Desde el magma sónico de Sonic Youth y My Bloody Valentine al pulso vampírico de Panasonic y Pole pasando por activistas como Hanatarash y Merzbow o el sello Mille Plateaux, el ruido es una gema que desde distintos enfoques de la música popular más reciente ha sido tallada sin ton ni son.
“En la escena experimental el ruido dejó de verse como algo chocante o maligno, como pasaba en los patéticos días de la música industrial. Al mismo tiempo ocurrió algo increíble: nunca antes la música electroacústica y la tape-scene fueron tan aceptadas o entendidas por una audiencia. Se integran incluso en el pop comercial. Algunas de las ideas de los futuristas se hacen realidad ochenta años después de su formulación”, dijo unos años atrás el intrépido Felix Kubin, músico electrónico alemán. En este punto, en la cuidada edición de El arte de los ruidos nos encontramos con la mítica declaración de principios que firmara el pintor Luigi Russolo el 11 de marzo de 1913, acompañada por una serie de textos que grafican y amplifican la pugna del movimiento de vanguardia italiano por correr los límites de la percepción humana de lo audible. Son casi 110 páginas imperdibles.
“Nosotros los futuristas hemos amado todos profundamente las armonías de los grandes maestros y hemos gozado con ellas. Beethoven y Wagner nos han trastornado los nervios y el corazón durante muchos años. Ahora estamos saciados de ellas y disfrutamos mucho más combinando idealmente los ruidos de tren, de motores de explosión, de carrozas y de muchedumbres vociferantes, que volviendo a escuchar, por ejemplo, La heróica o La pastoral”, enfatiza Russolo al comienzo de la proclama. Dedicado al compositor futurista Balilla Praetella, y presentado como si fuese una misiva, el manifiesto está en línea con los programas de la vanguardia: rescatar la pertenencia de las experiencias sonoras a la vida cotidiana (los ruidos de la ciudad, el rugido de los motores, las sirenas de las fábricas); romper con la condición divina de la música y la subjetividad del intérprete, y reconocer que el ruido remite directamente al día a día.
Russolo, en esa época un artista plástico reconocido por sus grabados, privilegia en este desafío el vínculo entre el desarrollo de la música y el de la tecnología. Los futuristas fueron los primeros vanguardistas en incorporar elementos tecnológicos a su prédica. En 1909, el capo di tutti Giacomo Marinetti había subrayado en el manifiesto que le dio vida al movimiento que ante una sociedad aferrada a valores éticos y estéticos de la tradición, el progreso sólo era concebible de mano de la tecnología. “La evolución musical es paralela a la multiplicación de las máquinas, que colaboran en todos los frentes”, alegó después Russolo.
Para esto, concibió un revolucionario intonarumori (entonaruido), un instrumento para moldear y entonar diversos ruidos, poniendo mucho énfasis en los timbres de cada uno de ellos (en el libro da cuenta de los veintiuno que inventaron y construyeron con su asistente, Ugo Piatti). Eran cajas de madera de diversos tamaños. Una suerte de soundsystem jamaiquino en cuyo interior había una cuerda tensa de violonchelo afianzada a una membrana de piel y que era accionada por un rotor mediante una manivela externa. Una pena que ninguna de las grabaciones existentes sobrevivió al paso del tiempo: desaparecieron en la Segunda Guerra Mundial y el hermano de Russolo destruyó las partituras. Como era de esperar, la presentación en sociedad de esta escudería trajo todo tipo de polémicas y acusaciones. La gran difusión en la prensa construyó un hype que el día del debut se tradujo en un público exaltado, que tanto vivaba como repudiaba a los músicos en escena. Y como los futuristas no eran ningunos muchachos de pecho, antes que finalice el concierto, varios de los instrumentistas se bajaron del escenario y se abalanzaron a las piñas contra aquellos que los abucheaban. Fue la tarde del 21 de abril de 1914 en el Teatro dal Verme de Milán.