Salón Tollota: arte en la universidad escuelera

Por Lucasospina

El Salón Tollota fue una exposición que tuvo lugar el semestre pasado en un antiguo concesionario de carros. El espacio es equidistante a la Universidad de Los Andes y a la Universidad Jorge Tadeo Loza­no, propietaria de local. Esta exposición la organi­zó Paulo Licona, profesor de cátedra de am­bas universidades, que aprovechó su doble filiación para hacer un salón con trabajos de estudiantes de arte de ambos lugares.
La exposición juntaba sin distinción lo que venía de las dos universidades. Lo más visible era la paridad entre todas las obras de los estudiantes. Este resultado se ha visto en eventos similares. Basta recordar el Salón de Arte Bidimensional, o las muestras conjun­tas de Proyectos Finales de Grado de las Uni­versidad de los Andes o de la Universidad Nacional, o las muchas versiones del Salón de Arte Cámara. Poco importa si el expositor pasó por la Nacional, la Javeriana, la ASAB, El Bosque, Los Andes (o por espa­cios que no se considerarían “universitarios” como la Academia Guerrero), a pesar de tener programas distintos, profesores distintos, recursos distintos, costos distintos, y uno que otro profesor comparti­do —como es el caso del profesor Licona—, resulta imposible distinguir, al menos a un nivel expositivo, un programa de arte sobre otro programa de arte .

Esta circunstancia podría ser un factor a tener en cuenta al momento de diseñar las series de cursos que toma un estudiante cuando se inscribe en un programa de formación en arte.
Es toda una paradoja pensar en los grupos de profesores de cada universidad: cada uno diseñan­do mallas, redes y anzuelos curriculares; cada uno creando comités para conformar los comités que le harán frente a los comités de acreditación; cada uno dando álgidas discusiones en torno a la misión-visión de su nicho educativo y el perfil de “sus” estudiantes en las áreas de creación. Lo que muestran este tipo de eventos que sopesan el producto final de los programas de arte es que toda esa diferenciación se di­luye, y lo único que se pone en evidencia es el ejercicio terco de varias singularidades.

Al final lo que queda son los trabajos de unos estudiantes que se sobreponen o que sucumben a las limitaciones de un pensum; que se dejan y no se dejan contagiar por el falso estrés de ir corriendo de una clase a otra (y a otra y a otra y a otra y a otra); que entienden y que no entienden que muchas de las clases de “taller” solo tienen de “taller” el nombre, y que si quieren un ta­ller lo único que habría que hacer es alquilar uno para trabajar, para hacer y contemplar, un taller donde a veces puedan hablar con otros compañeros de taller; una situación que quizá resulta más enriquecedora que muchas de las clases de “taller”, y donde puedan tener el espacio físico y mental que los “talleres” de las universidades no ofrecen.
Tal vez por eso mismo es que lo que se hace en la universidad es cada vez más un trabajo de mochila, tal vez de ahí el auge de un arte portátil como el dibu­jo pequeño y la pieza precaria, efímera e intimista, tal vez de ahí el ejercicio de la labia para justificarlo todo verbalmente como forma de vomitar la indiges­tión conceptual que causa el menú del pensum.

Exposiciones como el Salón Tollota muestran que no se puede agenciar la franquicia del grado de arte de una sola manera y a un solo lugar.
El cambio en la escolaridad del arte en la univer­sidad depende de igual forma de los profesores y de los estudiantes de arte; pero los estudiantes pasan y se gradúan y muchos asumen el pregrado como otro bachillerato (y la maestría como un pregrado) y estarán tan escolarizados que no sabrán qué hacer con su libertad. Hace poco una clase de escultura de la Universidad de los Andes via­jó a una residencia en el Quindío para hacer un trabajo de campo que ya habían hecho otros grupos con buen provecho. En esta ocasión la gran mayoría de los estudiantes tomaron este viaje como el paseo a San Andrés del colegio: desaprovecharon la liber­tad, el espacio, el tiempo, los maestros. Perdieron la práctica, perdieron la oportunidad.
Y en cuanto a los profesores, los hay de cátedra y de planta, dedicados y con rutinaria dedicación, buenos, regulares y malos, algunos propondrán reformas de pregrado y maestrías con la promesa ilusoria de que ahí todo va a cambiar, documentos plagados de Ranciere, Foucault, Deleuze, Dewey, Freire, Zuleta y palabras como “autonomía”, “crí­tica”, “desarrollo”, “creatividad”, “interdisciplina­riedad”, “intermedialidad”. Reformas hechas se­sudamente sobre un excel, o con rapidez sobre una servilleta, que luego serán probadas y disciplinadas en la práctica, ante la realidad de la clase, en el día a día, en las jerarquías, en los tiempos, en la evalua­ción, en la acreditación, y un largo etcétera.

La escolaridad asegura que un curso adquiera forma de clase, bien sea para dictar o para tomar una materia, y la seguridad con que se invocan au­toridades en la bibliografía y se aquilatan logros en los criterios de evaluación dan la apariencia de que ahí se está impartiendo una educación. Orde­nar palabras y frases en líneas a manera de poema no garantiza que ahí va a habitar la poesía, de igual manera, hacer un pensum de arte no garantiza que en ese lugar se aloje el arte, tal vez lo único que ex­pone este sistema educativo es un olvido general, una pregunta que, planteada desde la soledad para­dójica del lenguaje, es compartida pero ignorada a nivel público por todos: ¿cómo es que realmente cada uno, a nivel in­dividual, aprende arte?
El Salón Tollota no pertene­ció a un curso, fue solo una acción decidida que partió de un experi­mento de un profesor de cátedra de dos universidades, que aprovechó el interés que vio en cada lado para generar esta experiencia. Tal vez eso es lo que necesita un programa de arte: menos cla­ses, más experiencias, menos universidad, más vida universitaria. Es más, la ciudad y el mundo virtual están cada día más llenos de experiencias: la “uni­versidad de la vida” ofrece de forma gratuita, o por precios módicos, exposiciones y conferencias, cur­sos y residencias, lecturas y cosas por ver, un arte que los estudiantes pocas veces podrán disfrutar porque están semestralizados y muy ocupados asis­tiendo y haciendo las tareas de sus “clases de arte” ¿Será necesario el diploma de arte para ejercer?
Por lo visto, el Salón Tollota dejó muchas inquie­tudes. A final de este semestre el evento se repite, ¿se repetirá todo lo demás?

(Publicado en González #225. Imágenes tomadas de Don Don Alirio)