Jordi Savall dio una lección magistral esta semana en Madrid. Ofreció un concierto en el auditorio nacional, una de las salas más serias del país en el que se pudo ver a una bailarina mexicana bailando una chacona con Ivan García, bajo de la Capella Reial de Catalunya.
Savall nos preparó un itinerario por las Folías criollas, piezas del siglo XVI surgidas del crisol cultural que fraguó en la mezcla americana.
Como me decía Pedro Esteban, percusiónista de Hesperion XXI al finalizar el concierto, "lo importante no fue el viaje de ida, sino el de vuelta". De la investigación de años de este grupo uno de los hechos que más les llamó la atención es la pervivencia de una rica tradición musical autóctona en las culturas latinoamericanas que en Europa se ha ido perdiendo con el tiempo. A este nivel la globalización nos ha ido empobreciendo terriblemente al hacernos renegar de nuestras propias tradiciones.
Savall es un septuagenario excepcional que demuestra con su buen hacer que la virtud es posible, que todos podemos ser brillantes si hacemos lo que nos entusiasma, si nos trabajamos a nosotros mismos para estar afinados. Dio una gran lección de innovación al poner sobre el escenario tradiciones que muchos tildan de folklor y que él reconoció con todo el respeto de la música clásica. No en vano fue enormemente ovacionado.
Tras agradecerle personalmente el regalo que nos acababa de hacer, me quedé pensativo. Savall mantiene un aspecto físico envidiable del que emana una enorme presencia y una mirada profunda que transmite serenidad.
¿Qué pasaría si todos fuésemos capaces de emitir sonidos tan afinados como los suyos?