El San Martiño está llamando a las puertas.
En Galicia son días históricamente dedicados a magostos, viño novo y matanzas.
En cuanto a matanzas, a principios de este milenio asistí a mis dos últimas. Una en la casa de Pancho de San Fiz y otra en Fradé en casa de mis tíos.
Desde los diez años no volví asistir a ninguna y era un tema que se iba demorando y había que tomar la decisión de retratar este acontecimiento desde dentro.
Madrugué para estar temprano en Chantada, cuando llegué, ya estaban los vecinos reunidos; el ambiente era tenso, grave, nervioso.
En aquellos años en la aldea de San Fiz, las matanzas estaban preprogramadas por casas de un año para otro.
Todos en la aldea sabían que la semana de San Martiño se mataba en casa de Pancho, la semana siguiente en la Casa Grande otra en la de o Finito (hombre de ciento y muchos quilos y del cual guardo experiencias imborrables de tazas de vino rodando en un círculo de una docena de vecinos debajo de castaños centenarios en una noche de verano).
A principios de siglo aún se conservaba, y conserva hoy con mucha menor fuerza, el sistema de ayuda colectiva entre vecinos.
A las diez de la mañana estaba todo listo y se saca el primer cerdo para sacrificar. El pobre del animal sale de su cuadra confiado y contento. No se entera de lo que le espera hasta que varios hombres lo cogen y lo tumban sobre un antiguo carro de bueyes e inician el rito del sacrificio.
Los gritos del animal hacen encoger el alma. Los vecinos, acostumbrados al mismo rito, año tras año, no se miran, sólo actúan. Hacen mecánicamente lo que aprendieron de sus padres y de sus abuelos hasta que el cerdo da el último suspiro.
La historia ya no es la misma. Ya se necesitan más hombres para poder sacar del establo al animal. Los gritos horribles y continuos del animal se inician ya dentro del cochitril.
Con los mismos alaridos y un aire denso que se cortaba con el cuchillo del matarife se acaba con el sacrificio de todos los cerdos.
Con los animales muertos, poco a poco, la comunicación entre los vecinos se reanuda, el semblante cambia y se recupera el buen ánimo.
La última matanza que hice en casa de mis tíos se repitió la misma historia.
No hice fotos del momento del sacrificio. Me pareció una falta de respeto para el animal. Sólo preparativos de antes y después
En ambas matanzas me quedó muy grabado el respeto, la emoción, el silencio de las personas que intervenían en el sacrificio.
Recuerdo perfectamente las palabras escuetas y milimétricas, los rostros severos y la certeza de que nadie disfrutaba, que nadie gozaba del momento.
Sólo eran hombres y mujeres con semblante serio recolectando alimento para el sustento del próximo año.
Esta vivencia me hizo ser cada vez más beligerante con las gentes, no personas, que disfrutan con el maltrato de los animales.
No doy entendido bajo ningún concepto como al maltrato a un animal alguien le puede llamar arte.
No entiendo cómo con el dinero público, de todos, se puede premiar con treinta mil euros a una persona que se dedica a asesinar toros para el disfrute de gente trasnochada.
No doy entendido como alguien comulga con el cuento de que los animales no sienten nada, no sufren, no se enteran o no se comunican.
Que se lo pregunten al segundo cerdo del cochitril de San Fiz, para el que hicieron falta seis hombres para poder sacarlo de allí.
No soy vegetariano.
Soy omnívoro, como siempre fuimos históricamente los humanos; pero tampoco tengo nada contra los vegetarianos (en el fondo los admiro) pero me molesta hasta pisar una hormiga.
Defiendo como si fuese mío su derecho a ser respetados tanto en vida como en el momento de su sacrificio
Sé, por propia experiencia, que los animales, todos los animales, intuyen tus intenciones, saben si les vas hacer daño o no.
Mi relación con ellos me condujo a un profundo aprendizaje.
Llevo treinta años cultivando una viña y cuando las uvas están maduras el entorno de la bodega se infesta de abejas y avispas para alimentarse de los azúcares de las uvas.
Cuando llega el momento de la vendimia, hay veces que dentro de la bodega hay una nube de insectos que aparto con los brazos desnudos. Yo voy notando como cada abeja o avispa choca contra mi piel, docenas de ellas durante todo el día de la vendimia. Jamás me pinchó una. Jamás me hizo daño ninguna.
Yo sé que ellos saben que yo no les voy hacer daño y por lo tanto me respetan lo mismo que yo les respeto a ellos.
El disfrute, la celebración viene al día siguiente, cuando se parte el cerdo, las frebas, la elaboración de los chorizos, las filloas de sangre, etc..