Cabizbajo merodeo las esquinas de mi ciudad y me torturo con preocupaciones mundanas. Los pasos inseguros no desorientan la lluvia que arrastro conmigo y entonces, en cierto momento dado, surge ese soplado lema: Good grief! Lo cierto es que a estos esporádicos estados anímicos los he definido como "síndrome de Charlie Brown". Sin la ayuda psicológica de la pragmática y agridulce Lucy me he dado cuenta que este síndrome surge sin pronósticos climatológicos, al igual que su remedio. Son momentos en los que, con el buzón vacío, los ánimos secuestrados por el ingenio de tu mascota y la cabeza postrada sobre la palma de tu mano, crees confirmado aquél apellido que se resiste a desvanecer de tu ser: looser. Bueno, eso al menos por un periodo inestimado, hasta que surja Linus o cualquier otro elemento y te dibuje una arqueada línea sobre tu campo de béisbol.
El dibujante Charles M. Schulz fue, sin duda alguna, una persona que supo radiografiar y profundizar en los vericuetos de la psicología humana. Con ayuda de Freud desmenuzaba su ser y dibujaba tantos protagonistas como fotocopias necesarias de su alma. Acaso todo ser humano posee una buena cordura y honestidad, la misma inseguridad y los miedos de Charlie Brown. O esa curiosidad, los escondidos talentos tan bien adosados a la vitalidad de Snoopy que escapa de la claustrofobia y se anida en los sueños del pequeño Woodstock. También habrá algo de egocentrismo y malhumor como los de Lucy, pero que -como ella misma suele hacer- se pueden apaciguar con la música de Beethoven que ciegan al sosegado Schroeder. Y algo de filósofo y poeta, de contemplativo también tendremos todos, como Linus, así como la timidez e inteligencia de Marcie o la revuelta permanente de la inigualable Peppermint Patty.
Para tratar a todos estos monstruos que adoramos, a Schulz no le hacían falta más estudios que la vida de uno mismo. Buscó con Charlie Brown, Snoopy & Co. los ingredientes adecuados no solamente para entenderse mejor, sino para rellenar esa vida suya y la de otros tantos estadounidenses de clase media. Hasta su última tira blanquinegra e impulsado por esa curiosidad snoopinesca, Schulz inflaba su receta e incluso definía los indispensables ingredientes. Sus protagonistas hablaban con humor, ternura y sabiduría sobre la felicidad, el amor, la amistad y sobre los valores morales que se atrincheraban frente a las jaquecas que todo lector se podía encontrar por el camino y que, en el momento preciso, atacaban con el necesario optimismo que brotaba de los bolígrados de Schulz.
Lo genial de los Peanuts no es su longevidad y trascendencia en las generaciones humanas, sino la manera en cómo entenderlos. Corriendo como el pequeño Rerun sobre una bicicleta avistamos este mundo que tan inteligible como ese sempiterno blablabla de los profesores del colegio no entendemos pero que queremos entender; y comenzamos a reflexionar con apenas un año. Con el transcurso del tiempo, leyendo y releyéndolos, reflexionando desde tiernas edades, aprendemos de ellos mientras vivimos. Y así, sin darnos cuenta, con una nostalgia sobre el piano de Vince Guaraldi y la esperanza que ahuyente los miedos de Charlie Brown, escribimos la gran novela de Snoopy con vistas a la intemperie. ¿No me creen? ¡Si lo juro por Snoopy!