Me levanto y con el primer café entre los labios me entero que se murió García Márquez, mi echador de cuentos favorito.
El que hizo que con “Diario de un naufrago” enterrara de nuevo los pies en la arena de Puerto Colombia y el aire volviera a olerme a adelfas en flor; el que siempre me hacía regresar a la casa.
No importa que anduviera revolucionando mi recién estrenada juventud con El Segundo Sexo de Simone de Beauvoir ó con La Peste de Camus ; de pronto, María del Rosario Castañeda y Montero lograba que yo volviera a caminar descalza saltando charcos y esperara pacientemente a que llegara el aguacero para intentar ganarle en una carrera perdida de antemano.
Podía deleitarme descubriendo a Demian ó jugar maravillada a una Rayuela de ida y vuelta, pero él siempre lograba que Aureliano Buendía ó el Coronel me regresaran a comer pan de yuca y beber guarapo con los ojos cerrados de placer.
Pantaleón y sus Visitadoras tenían que convivir con el General en su laberinto, que me devolvía a la desembocadura del Magdalena con el capitán Bisbal y hacía que ese sonido abrumador del agua y la inmensidad del mar recibiendo al rio, volvieran a sobrecogerme como aquel día.
Se murió Gabo, el que echaba cuentos en blanco y negro dentro de un papel oliendo a café y ron mientras sonaba una cumbia ó un vallenato en la lejanía, el que yo imaginaba en los cumpleaños rodeado de amigos transmitiendo la esencia de un pueblo, el que te hacía desear con toda tu alma encontrar a tu Florentino Ariza y el que te desvelaba la moraleja del cuento de Santiago Nasar.
La literatura ya tiene otro genio en los altares al que se le dedicarán miles de adjetivos, pero hoy el acordeón suena triste porque se murió un echador de cuentos digno del mejor vallenato.
Descansa en paz y gracias por hacerme volver a la casa cada vez que bailo por tus letras.