Sentarse a la mesa por Navidad

Por Jgomezp24

No sabemos con certeza cuándo nació. Un pequeño (era bajito...) monje escita en Roma nos propuso un cálculo unos 400 años después de su presunto nacimiento. No sabemos con certeza dónde nació. No sabemos con certeza quiénes eran sus progenitores. Si nació en un pesebre, no sabemos qué pasó en él, quizá el parto fue debido al largo viaje que un empadronamiento forzado provocó: hedores insoportables debidos a la falta de higiene; hedores insoportables debidos a la acumulación de personas y animales en un mismo recinto cerrado; hedores insoportables debidos a un parto, quizá, a altas horas de la madrugada y sin más asistencia que la de, quizá, un voluntarioso padre y una mula y un buey inútiles para esos menesteres. Tenemos a Mateo, tenemos a Lucas, tenemos a un niño al que llaman Jesús, que nace en la coincidencia con el solsticio de invierno.
¿Coincidencia? ¿He dicho coincidencia? Todo es mucho más sencillo. En la Antigüedad clásica, de la que bebe la tradición cristiana que ayer por la noche y hoy sienta al mundo occidental a la mesa, el "niño", cualquier "niño" representado en textos e imágenes, es símbolo de prosperidad, de fecundidad, de renovación del ciclo anual de las cosas en el campo. Cuando la gente vivía en y del campo; cuando las cosechas garantizaban riqueza y su falta, hambruna; cuando la gente miraba al cielo para saber qué sucedía en la tierra (y no hablo de estrellas fugaces seguidas por tres tipos montados en camellos sospechosos, deambulando de noche alrededor de un establo), cuando todas estas cosas sucedían (pongamos desde las primeras letras homéricas escritas, pasando por Egipto, y Grecia hasta la Roma tardía), la promesa de prosperidad, la renovación y fertilización de los campos para la futura cosecha, era simbolizada por un niño al que la naturaleza y las personas rendían homenaje: mieses surgían de forma espontánea; bueyes, ovejas, ocas se acercaban mansas, etc. Nada nuevo, pues: el Cristianismo (en la foto, un sarcófago del siglo IV d.C.) simboliza el solsticio de invierno y el inicio de los días cada vez más largos, de la promesa de la luz que asegurará la fotosíntesis, la lluvia y, claro, el fruto, de la misma forma que todas las civilizaciones hicieron antes. Con un niño.
¿Cambia algo? No. Antes, como ahora, nos sentamos a la mesa y celebramos. Celebramos que estamos vivos y que recordamos a nuestros muertos. Celebramos que ha nacido "un niño" que simboliza la bondad de lo que tiene que llegar con el año nuevo. Sentados a la mesa. Como siempre en el Mediterráneo, invitamos a amigos y parientes, compartimos, bebemos, reímos y lloramos. ¿Lloramos? Si no existiera el remordimiento, si no se hubiera teorizado tanto sobre él, seríamos más felices. Planeamos y preparamos nuestras cenas y comidas, seguimos la tradición o la rompemos, comemos, bebemos y disfrutamos. Y mi única preocupación, ¿cuál es? ¿Que el "niño" no rompa a llorar al final de la comida? Perdonen ustedes. Pero si el niño no existe: el niño es una entelequia que reside en nuestros corazones desde que el ser humano se asentó y empezó a sembrar y cosechar. Mi única preocupación es que las personas que se sienten conmigo disfruten, coman y beban con placer y se aseguren un tránsito agradable, tras el solsiticio de invierno,  a un ciclo de cuatro estaciones mejor. No rompamos la tradición, caramba: a un ciclo de cuatro estaciones que sea por lo menos apacible, que les asegure comida suficiente y una buena cosecha de lo que hayan sembrado. Que quien cuide sus campos (metáfora), reciba aquello que sus desvelos merecen.
Y renueven ustedes también. No sé si me atrevo a tanto, pero quiero rendir homenaje a las combinaciones imaginativas, a las apuestas arriesgadas, a las parejas complejas, casi a los antimaridajes, que pueden llenar nuestras mesas de caras de sorpresa, de alegría ante el descubrimiento, de preguntas y atractivos renovados. Estamos de fiesta porque el sol renueva su pacto anual con la tierra. Que se note. En mi casa, hoy va a ser la Navidad de las burbujas. Todo lo que comamos, será acompañado por burbujas, desde el aperitivo hasta los postres. Tengo de aperitivo un Privat Rosé 2011 Brut Nature, monovarietal de mataró (monastrell), de Alta Alella, degollado hace cinco meses (DO Cava). Tengo para la escudella y la carn d'olla una combinación que va a alucinar: Tarlant Rosé Zero Brut Nature, chardonnay (85%) y pinot noir, de la cosecha del 2006, degollado hace dos años. Con su acero y su acidez va a contarse maravillas con las gelatinas del cerdo, las verduras y los garbanzos. Tengo para la pularda rellena un Entre ciel et terre Brut de Françoise Bedel, de la cosecha de 2004, degollado hace dos años (80% pinot meunier, 20% pinot noir), con ese poco de azúcar que va a enamorar a pasas, orejones, incluso a la butifarra con sus especias.  Y tengo para los turrones, barquillos, mantecados y polvorones, un Vega de Ribes Método Ancestral de Malvasía de la cosecha de 2008, con suficiente azúcar residual como para domar a cualquier dulce navideño, y oxidación, frescura y finas burbujas para dejar que los polvorones se deslicen como por un tobogán. Y si hace falta, va a salir del banquillo para darlo todo en cualquier momento un Georges Laval, Cumières Brut Nature Rosé de la cosecha de 2011, hecho de pinot meunier y pinot noir, con un degüelle quizá demasiado reciente (apenas dos meses).
La gente que se sienta a esta mesa de Navidad come y bebe bien y si me pongo tonto (porque este post no lo van a leer), igual les cuento por qué estamos sentados y festejando qué.  La gente que se sienta a mi mesa bebe poco. Eso me beneficia, claro, pero abre la puerta a que cualquier amigo, sea rico o pobre, que quiera acercase, tenga una copa garantizada. Garantizada. De las mesas a las que yo sirvo no se levanta nadie llorando, vamos, y menos durante los solsticios. Que tengan ustedes una feliz Navidad y recuerden, por favor, por qué nos sentamos a la mesa, qué celebramos precisamente en este momento del año solar. Actúen en consecuencia.