Si vienes, avisa

Por Patriciaderosas @derosasybaobabs

Gracias a esos innumerables hilos invisibles que trazan las redes sociales, hace un par de días encontré en twitter el enlace a una entrevista en la que el protagonista era alguien a quien yo conocí hace tiempo. Yo tenía unos dieciséis años cuando mi madre me envió a uno de esos campamentos donde aprendes inglés, haces deporte y subsistes por las noches a base de sándwiches de galletas Digestive y Nutella. Allí conocí a M, un chico de Madrid que me descubrió con sus auriculares a Antonio Vega y a los Pixies y a mí aquello me pareció lo más apasionante que me había pasado. Here comes your man, chica de ayer: El verano perfecto de la adolescencia.

Cuando nos despedimos y yo iba a regresar a mi casa, tras intercambiar direcciones postales con firmes promesas de eterno contacto, le dije: “Si vienes, avisa”.

Lo último que yo esperaba era que M apareciera quince días después en la puerta de mi casa. Sorpresa, estoy aquí. No fui una gran anfitriona y mirándolo con perspectiva, tampoco una gran amiga. De hecho, fui una mala conocida, que es lo peor que se puede ser. A menudo pienso  que, en su lugar, yo hubiera huido despavorida al ver mi cara descompuesta.

M tuvo la valentía de aguantar unos cuantos días y eso, con dieciséis, vale el triple. Después se marchó con firmes promesas de eterno odio.

Quizá debí ser más concreta: “Si vienes, (dentro de un tiempo y seguimos enviándonos cartas, compartiendo canciones y llamándonos de vez en cuando y yo qué sé, si me avisas un par de días antes de tocar en la puerta de mi casa porque nunca se debe aparecer en una casa por sorpresa, en tal caso,) avisa”. Nunca se me ha dado bien aplicar las elipsis de manera correcta ni en el momento adecuado.

Mi casa es tu casa. Tenemos que repetir. Cuenta conmigo. Si vienes, avisa. Me pregunto cuántas veces son frases sentidas y cuántas coletillas mecanizadas que rematan conversaciones a golpe de cortesía facilona.

Con los años me he vuelto como M. Confío en la firmeza de una promesa, en el valor de las palabras. Incluso en aquellas que nunca se pronuncian en voz alta. Imagino que él aprendió a no llamar a la puerta de una casa sin saber con certeza si hay sitio para uno más.

Pero ojalá no. El mundo está lleno de gente prudente y certera y casi siempre, el riesgo es vida.