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Entre la promoción de lo que no se entiende y la queja de que el público no lo entiende, el arte contemporáneo no deja de dar vueltas en su propia trampa, sin encontrar la salida.
En la última Arte BA (Feria de Arte Contemporáneo de Buenos Aires), los que dicen saber de arte le dieron el premio Petrobras a una bolsita de supermercado con un par de zapatillas y dos hediondos calamares en su interior.
El objetivo es sorprender y escandalizar, pero el problema es que a esta altura de la soireé nadie ignora que zapatillas y calamares son más de lo mismo, algo así como un fatigado y eterno retorno a las provocaciones de los dadaístas, organizadas en el café Voltaire hace cien años, a comienzos del siglo XX.
En esos días nació el sueño de refundar el arte y se proclamó por primera vez la muerte de la pintura; así brotaron las manchas y garabatos, los esquemas geométricos, los cuadrados y las superficies informes, entre otras cosas que no significan nada, pero se atienen al mandato de romper totalmente con la tradición.
El inevitable resultado de esos intentos ilegibles y carentes de significado fue el alejamiento del público, que no consigue entender por qué tendría que admirar un simple cuadrado, unas chorreaduras de color o un ensamble de zapatillas y calamares.
Es que las novedades son muy apreciadas cuando tienen sentido, cuando son capaces de conmover y de trasmitir significados con aceptable claridad, porque el público espera del arte lo mismo que espera del cine, la novela o la poesía: emociones, drama, belleza, una mirada personal sobre el mundo o una interpretación del sentido o de la falta de sentido de la existencia.
En otras palabras, el público espera cosas legibles, capaces de llegar al corazón a través de la razón, porque los lenguajes están hechos para comunicar, para construir significados inteligibles y expresar lo que de otro modo no se podría expresar.
Y el problema de las manchas, las figuras geométricas y el insuperable absurdo del readymade, con su afirmación de que este mingitorio, ese calamar o aquella zapatilla ahora son obras de arte, porque sí, porque un artista lo decidió, es que son falsos lenguajes, simulacros que no comunican nada.
Al basarse en esos falsos lenguajes, la secta consumó un fraude gigantesco y provocó el mortal aburrimiento del público, que vota con los pies y deja las salas vacías.
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Tal vez a modo de atenuante, hay que señalar que el fraude del arte contemporáneo no es un hecho aislado, sino un fenómeno marcado por la época que nos toca vivir, tan plagada de fraudes que nunca sabemos donde termina uno y donde empieza el otro.
Los funcionarios asignan fondos a la salud, el transporte, el arte conceptual o cualquier otra cosa que les permita desviar dinero a sus bolsillos: es el fraude de la política.
El mercado financiero se expande sin límites ni regulaciones y genera espantosas crisis económicas: es el fraude de la economía.
Los líderes sociales reclaman dinero público para la defensa de los derechos humanos y la inclusión social, pero lo destinan a la compra de bonitas mansiones y veloces yates: es el fraude de la esperanza.
Los combatientes populares se levantan en armas contra el sistema en nombre de la libertad, pero una vez instalados en el poder se convierten en dictadores perpetuos: es el fraude de la revolución.
Los jueces que extienden hasta el infinito las causas por enriquecimiento ilícito (¿será realmente ilícito?) hacen de la Argentina el paraíso de la impunidad: es el fraude de la justicia.
Los presidentes (y las presidentas) hacen falsos anuncios y anuncian falsos avances para mejorar sus posibilidades de perpetuarse en el poder: el es fraude institucional.
Dentro de ese marco, debemos reconocer que el otorgamiento del premio Petrobras a un par de calamares podridos es un fraude que armoniza con la época.
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Frente a la resistencia del público, que se niega a reconocer la profunda verdad artística oculta en los tiburones en formol, o en las zapatillas y los calamares, había que hacer otra cosa, pensar nuevas estrategias para convencerlo de que el arte contemporáneo es un fenómeno glamoroso, deslumbrante y estremecedoramente actual.
Así surgió la genial idea que terminó por imponerse en todas las grandes ferias y bienales.
Por un lado, se acordó seguir eliminando de las ferias y galerías a los buenos pintores de hoy con el argumento de que son anacrónicos y ajenos al espíritu de la época, pero por el otro lado, el arte contemporáneo empezó a ser presentado en compañía de los grandes pintores del pasado, nunca solo.
En efecto, la Bienal de Venecia incluye varias pinturas de Tintoretto, y en Arco y Arte BA nunca faltan las obras de algunos grandes maestros del siglo pasado o de la primera mitad del siglo XX.
De esa manera se difunde el mensaje subliminal que muestra al arte como una línea de producción en perpetuo avance; el efecto buscado es convencer al visitante de que es el mismísimo Tintoretto quien le dice: “así era el arte del pasado, y así debe ser el arte del presente”.
La idea no es mala: con este recurso, el problema del aislamiento del arte contemporáneo se puede llegar a resolver… al menos hasta que aparece el premio Petrobras, y el asunto vuelve a tener tan mal olor como los calamares.
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Otra gran idea para renovar el arte contemporáneo y hacerlo legible fue la apropiación de las proclamas y consignas políticas de moda.
Repudiar la sociedad de consumo, denunciar el neoliberalismo, aclamar la primavera árabe, rechazar la desocupación, la crisis económica, el narcotráfico, la violencia estatal y la violencia de género, condenar al imperialismo, repudiar el catolicismo (ni una palabra sobre el islamismo, porque puede ser poco saludable) o defender el medio ambiente, son algunos de los recursos que se emplean para esconder la falta de sentido del arte contemporáneo.
Según la inflamada verba de los curadores, el arte también denuncia, acusa, señala; pero lo que el público percibe es otra cara del simulacro: la imitación simplista y banal de los medios de comunicación, el uso fraudulento de las noticias.
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Nacido a causa de la supuesta muerte del realismo pictórico, el arte contemporáneo emprendió una serie de sorprendentes piruetas que lo devolvieron al punto de partida, según la siguiente secuencia:
a) Al comienzo, la pintura renacentista era irremediablemente impura porque pretendía imitar la realidad.
b) Para lograr la pureza total de la pintura, se prohibieron las referencias al mundo real y la ilusión de profundidad.
c) Una vez abolidos los límites del arte, todo fue declarado arte: desde un mingitorio hasta una camiseta de Joseph Beuys.
d) Bajo ese nuevo estatus, el video y la fotografía alcanzaron el rango de arte.
e) Luego, gracias al video y la fotografía, la imagen realista fue indultada y consiguió el reingreso al mundo del arte.
f) Final: estaba prohibido pintar como Velázquez, pero con una buena Kodak todos podemos ser Velázquez.
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El rasgo principal que caracteriza al fraudulento arte contemporáneo es su impronta decididamente dictatorial, el nefasto impulso de tiranizar que Camus consignó en sus Cuadernos de 1936.
Oscilante y contradictorio, siempre sumergido en un torbellino de idas y vueltas, empeñado en colocar en la cima de la expresión artística a una vertiginosa sucesión de monarcas: minimalismo a la mañana, instalación al mediodía, performance al atardecer y videoarte por la noche, el arte contemporáneo sólo encuentra coherencia en la inflexible rigidez de sus mandatos.
Como un formidable y todopoderoso estalinismo, hoy decide una línea de acción y mañana la contraria, pero siempre exige ser ciegamente obedecido.
A falta de un comité central permanente, ubicado a la cabeza del partido único, aparece un comité ad hoc de curadores, funcionarios y galeristas, cuya función es vigilar el cumplimiento de la ley suprema que nadie puede atreverse a violar: el artista debe interpretar a su época.
Dentro de ese marco, queda claro que la libertad individual es una reliquia del pasado, tan anacrónica y condenada a muerte como la pintura de caballete.
Ergo, el artista debe actuar bajo la tutela y la regulación de las instituciones, de acuerdo con las instrucciones y libretos previos de los curadores, o aceptar la exclusión y las purgas.
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Afortunadamente, más allá del arte contemporáneo hay mucho arte verdadero.
En todas las latitudes florecen los espíritus deslumbrados por la resplandeciente magia de la pintura, que desprecian el fraude, se esfuerzan por aprender el oficio y trabajan largos años para construir un mensaje inteligible.
En la Argentina, junto a los viejos maestros Carlos Alonso y Guillermo Roux, tenemos una larga serie de pintores y dibujantes de primera línea, que priorizan la búsqueda de la verdad, aún al precio de no figurar en los ámbitos dominados por los comisarios políticos del arte contemporáneo.
Esos pintores saben que el juicio definitivo lo establece el público, como bien dijo Borges, y también saben que ese público espera del arte lo mismo que espera del cine, la novela o la poesía: emociones, drama, belleza, una mirada personal sobre el mundo o una interpretación del sentido o de la falta de sentido de la existencia.
Y más allá de la Argentina, a través de esta maravillosa ventana de la Internet nos asomamos a las obras de excelentes pintores de todas las latitudes, cuya existencia implica el más rotundo mentís a la pretensión de enclaustrar al arte contemporáneo en un círculo dogmático, exitista y unilateral, donde se rinde culto a las zapatillas y los calamares.