Son muchos los que se preguntan si el arte conceptual es tan aburrido e insignificante como sostienen sus detractores, o tan maravilloso y profundo como lo proclaman sus admiradores. La dificultad de hallar una respuesta definitiva obedece, en mi opinión, a la singularidad de una disciplina que se divide en dos vertientes paralelas, que parecen ser parte del mismo fenómeno pero en realidad nunca llegan a tocarse, como irremediablemente les pasa a las paralelas. Me explico: en mi experiencia personal, que considero equivalente a la del ciudadano medio, los objetos cotidianos y banales, ya vistos miles de veces, que se exponen en las ferias, bienales, museos y galerías de arte contemporáneo –productos del supermercado, animales muertos, piedras, cartones, maderas, metales, excrementos, herramientas, fotos, videos, vestidos, chatarra, juegos de luces y otras bobadas-, no producen ninguna impresión especial en los espectadores, que las miran con aburrida indiferencia, como se miran las cosas neutras, las que no dicen ni fu ni fa. Pero la verdadera diversión, la gran fiesta del conceptualismo empieza cuando nos internamos en la desopilante biblioteca de los textos curatoriales, porque es allí donde el despliegue de la infinita estupidez humana nos ofrece un deslumbrante espectáculo de fuegos artificiales.
Un inventario de las obviedades y zonceras derramadas por los teóricos y curadores más respetados del ambiente podría comenzar por la glosa que en el Centro Recoleta se le dedicaba a varios montones de adoquines, latas y trozos de mampostería firmados por Ennio Iommi. Los textos pegados en las paredes veían en esas cosas la intención de “protestar contra una sociedad que naufraga en el consumismo y el materialismo", y según otra curadora, representarían “la suma filosófica de la transitoriedad de la vida de cada hombre, tanto como cada forma que toma la materia” (¿¿¿???). Desde una visión sensata y razonable no se entiende por qué los adoquines y latas aludirían a una sociedad que naufraga en el consumismo, ni se entiende el motivo de la protesta, porque si el consumismo fuera un naufragio, no quiero pensar cómo habría que calificar a las sociedades perseguidas por el hambre, el sida y las guerras permanentes con su cortejo de campos de refugiados. Por otro lado, como nuestra vida es un suspiro y los adoquines duran millones de años, tampoco se entiende que los grupos de adoquines, latas y maderas atados con alambre puedan ser una alusión a la transitoriedad de la vida. Y ni qué hablar de la referencia a los adoquines como expresión de las formas que toma la materia: ¿acaso el adoquín tendrá, en la afiebrada mente de los curadores, la propiedad de trasmutarse en una manzana o una grácil ardilla?
El sabroso inventario también podría verse enriquecido con las reflexiones de la crítica mexicana María Minera sobre una muestra de Gabriel Orozco: “Marcel Duchamp fue el primero que movió la línea, en realidad delgadísima, que separa a los objetos ordinarios –las ruedas de bicicleta, los peines, los urinarios– de las obras de arte (y se deshizo de paso del elemento imitativo del arte, un verdadero lastre, del que ni siquiera los cubistas se habían podido librar: si no hay nada más parecido a la cosa que la cosa misma, ¿cuál es el sentido de recurrir a sucedáneos?)”. Si trasladamos el pensamiento de Minera a otras disciplinas, veremos que el milagro de la estupidez aflora con la misma facilidad; por ejemplo: si los pájaros vuelan, ¿cuál es el sentido de construir aviones? O bien: si la televisión y los diarios relatan los asesinatos de cada día, ¿cuál es el sentido de escribir novelas policiales?
El paseo por el prolífico jardín de la estupidez podría seguir, por ejemplo, con esta observación que Julián Herbert le dedicó a las “esculturas sonoras” de la mexicana Marcela Armas, una señorita que se metía entre los automóviles en marcha y hacía sonar unas bocinas: “en las grandes ciudades es el ruido uno de los componentes principales del objeto automóvil”. Pero lo más desopilante en el texto de Herbert es la idea de que una escultura puede ser hecha con ruidos: “Un desliz común en el contexto crítico de hoy es emparentar, así sea inconscientemente, el arte sonoro con la música, cuando en realidad su vínculo tradicional se da obviamente con la escultura: el análisis poético de los ámbitos tridimensionales”. Si a partir de esta nueva revolución artística los amantes del arte tendrán esculturas para escuchar, ¿llegaremos a ver algún día los conciertos de Mozart interpretados en mármol?
Pero volvamos a nuestro inventario, que no estaría completo sin las apreciaciones de Roberta Smith sobre los pozos que Urs Fischer hizo cavar en una galería de Nueva York. El efecto de los pozos, decía Roberta, “es asombrosamente bello”, y añadía: “hay muy poco en esta muestra que tenga la capacidad de impacto y asombro de los hoyos, que ataque el cubo blanco puro de la galería y ofrezca a la vez una belleza instructiva y esclarecedora propia”. Acumular tantos ditirambos sobre un pozo hecho para nada es un logro poco frecuente: ¿qué persona medianamente sensata podría percibir “capacidad de impacto, asombro y belleza instructiva y esclarecedora” en un inútil agujero en la tierra? Y si tanto la conmueve un pozo hecho porque sí, gratuito, que no fue inspirado por la búsqueda de minerales, agua, petróleo o riquezas arqueológicas, me muero de envidia al imaginar el torrente de emociones que debe sacudir a Roberta cuando la llevan a ver una papa o una mariposa.
Otra perla para el collar de la estupidez: en 2001 Martín Creed ganó el ultra avanzado y descacharrante Premio Turner con su Obra Nº 227, una sala vacía cuyas luces se encendían y se apagaban, comentada por la página del MOMA en estos términos: “Creed controla las condiciones de visibilidad en la galería, y redirige nuestra atención a las paredes que normalmente funcionan como trasfondo y soporte de objetos de arte”. Así, para la vacía grandilocuencia del MOMA, el simple gesto de encender y apagar la luz se convierte en un pomposo y omnipotente “control de las condiciones de visibilidad”, lo que significa que cuando las luces están apagadas no vemos nada, y que si las encendemos podremos ver lo que hay alrededor. La aclaración del MOMA es absolutamente superflua e irremediablemente estúpida, pero no es difícil de entender. ¿Quién dijo que el arte conceptual es incomprensible?
Emulando al MOMA, para explicar que el artista Antoni Muntadas es fotógrafo, la ministra de Cultura de España Ángeles Gonzáles Sinde, dijo al entregarle el Premio Velázquez 2009: “Muntadas ha explorado, de una manera extraordinaria, las nuevas posibilidades de la imagen aplicándolas a la realidad del mundo cambiante”. Desde ese día, si ven que alguien está sacando fotos, no crean que está simplemente sacando fotos; en realidad estará haciendo algo mucho más trascendente y significativo: nada más y nada menos que “explorar las nuevas posibilidades de la imagen aplicándolas a la realidad del mundo cambiante”. Casi una hazaña científica comparable al cultivo de células madre.
Como dijimos al comienzo, el brillo y la pirotecnia del arte conceptual no debemos buscarlo en la banalidad y el aburrimiento de los objetos y ocurrencias presentadas como obras, sino en la insanable estupidez de los textos curatoriales.