Sobre J. Krishnamurti

Por Peterpank @castguer
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Puesto porJCP on Jul 25, 2013 in Autores

§1

Presentación

La primera vez que oí hablar de J. Krishnamurti[i] fue en la India hace más de diez años. Entonces mi interés por los asuntos espirituales comenzaba a madurar (aunque no viajé a la India por esa causa), y no pude contener la curiosidad sobre este autor, al que mi interlocutor alababa junto a otros nombres insignes, como Gandhi, Ramana Maharshi o Vinobha. Tampoco sabía demasiado acerca de los últimos mencionados, que sólo después llegué a conocer algo mejor.

Así, pues, de vuelta en España estudié algunos textos –mayormente conversaciones, como es bien sabido– de J. Krishnamurti. Mi primera impresión fue abrumadora, a caballo entre la sorpresa de haber hallado una doctrina verdaderamente novedosa y la dificultad de comprenderla en todas sus implicaciones, que me lanzaban a más y más preguntas o quizá a lo que entonces intuía como la necesidad de un silencio radical y cortante. Poco a poco, gracias en parte a más lecturas sobre misticismo en diversas tradiciones y a la psicología jungiana, que apuntan a la realización de una inmediatez más allá de los opuestos, las palabras de J. Krishnamurti se me empezaron a antojar cada vez más meridianas, hasta que las absorbí por completo. J. Krishnamurti de pronto se presentó ante mí como una figura de una transparencia inusitada, a la que jamás alcanza el dogmatismo y cuya exposición de enseñanzas espirituales es tan diáfana y lejana de tendenciosidades que bien cabría calificarle de  hombre verdaderamente libre.

Sobre esta impresión recibí muchas confirmaciones de manos de autores que yo admiraba, y que o bien conocieron personalmente a Jiddu (como Aldous Huxley) o bien habían leído sus escritos o charlas. Recuerdo en especial el capítulo que Henry Miller le dedicó en Los Libros en mi Vida. En él, Miller, que no había conocido a J. Krishnamurti, aunque sus respectivas residencias en aquel entonces no andaban muy alejadas, propone una descripción que aún hoy podemos considerar clásica, pues proviene de un hombre que también vivió y se desvivió para ser libre. Miller admira las enseñanzas de J. Krishnamurti como las de un hombre enteramente desnudo, expuesto, sin nada que esconder, y de cuyo vacío surgen las más contundentes verdades. Conectando con el espíritu de no-afiliación con ninguna escuela, religión organizada o institución del pensamiento, Miller encuentra en J. Krishnamurti el summum de la libertad vivida al paso.

Algunos años más tarde todavía tendría otro gran encuentro con los escritos de J. Krishnamurti. Fue cuando un amigo me señaló que había leído sus Diarios. ¿Diarios? ¡Yo no sabía que J. Krishnamurti había escrito diarios! Así que me abalancé hacia la librería para comprarlos, y en pocos días había terminado los dos volúmenes. De entonces conservo en mis propios diarios algunas notas que testimonian la maravilla que sentía expiraban aquellas páginas, algo casi inaudito, desgarrador en su belleza cristalina. El primer volumen de sus Diarios me pareció aterrador. La descripción de “el Proceso”, como él lo llamaba; sus penetrantes –y, al parecer, crónicos– dolores de cabeza; las experiencias del poder con que el Espíritu le abordaba… todo ello me llenaba de pavor, pues yo mismo había pasado por experiencias semejantes y había sido siempre demasiado. La sola perspectiva de que aquello no sólo seguiría a lo largo de mi vida, sino que además sería cada vez más profundo, me llenaba de angustia. Este primer volumen –me pareció– estaba marcado por un sentido abrumador de aplastamiento, carente por completo de alegría, y donde el Espíritu es más bien un peso y una carga psíquica que un impulso creador. Por ello me sorprendió seguir leyendo y encontrar que el segundo cuaderno, escrito varias décadas más tarde a sugerencia de muchos de sus seguidores (‘no-seguidores’, como los llamaba sarcásticamente Alan Watts), casi al borde de la muerte, eran un compendio de observaciones cotidianas abundantes de la belleza más prístina, tan remota de las experiencias purgantes del Proceso como de su pesadumbre. Recomendé los Diarios a varios de mis amigos que tenían entonces los mismos o parecidos intereses poéticos y espirituales, y todos coincidieron en que el segundo cuaderno era el más acabado. En él, las cosas son sencillas y resplandecientes, puras. Los fragmentos no están exentos de moralinas, críticas apabullantes al ser humano por su egoísmo inherente y destructor, pero antes que nada, siempre al empezar y al terminar sus observaciones del día, predominan descripciones prosaicas de paisajes, personas o animales que irradian una luz infinita.

Siguiendo el curso de los años, empezaron a asomar en mis reflexiones y lecturas flecos, breves pero afilados, de inconveniencias y contradicciones, en especial entre sus enseñanzas y su vida. Me llamó la atención, por ejemplo, saber que J. Krishamurti practicaba ejercicios de meditación-concentración (¿diariamente?) al menos en su estancia en Ojai, California, durante la Segunda Guerra Mundial, cosa que, según algunas charlas suyas, había que evitar como la peste por ser parte de la trampa. La necesidad de practicar algún tipo de técnica contemplativa estaba empezando a amanecer para mí, así que a pesar de este breve asomo de -quizá- hipocresía me alegré de ver que incluso él necesitaba de vez en cuando un cierto apartamiento y concentración formal. Pero ya entonces me pregunté por qué, si efectivamente J. Krishnamurti practicaba la meditación, no daba indicaciones acerca del modo de proceder; incluso, como he dicho, en sus charlas abstrusamente negaba que hubiese que proceder en este sentido.

Mientras que las enseñanzas espirituales que a mí me interesaban en aquel entonces hacían énfasis en ambos lados de la cuestión, es decir, en la necesidad, por un lado, de practicar ejercicios contemplativos y así progresar en el camino hacia la libertad interior, y, por otro, de saber que en último término sólo existe lo presente mismo y que por tanto ningún método puede llevarte allí, por muy elevado que sea, Krishnamurti parecía arraigarse solamente en uno de los lados (la inmediatez), desechando los métodos y las mediaciones (aunque luego, en privado, las practicase).

Esta contradicción entre lo dicho y lo hecho me disgustó, y ya entonces empecé a meditar en torno a la sombra que supone una negación semejante de todo lo mediacional, incluyendo la memoria y la tradición, dos de objetos de crítica más severa por parte de J. Krishnamurti. ¿Por qué no –me preguntaba– afirmar la absoluta primacía de lo Nuevo y lo inmediato, sin por ello renunciar a la realidad patente de una mediación, la memoria, y lo que nos viene dado desde el pasado? ¿Por qué escoger lo uno o lo otro? ¿Por qué, en último término, excluir la mediación como un modo válido y fructífero del Ser o del Conocer? ¿No es todo pensar ya mediación (incluido el pensar desnudo del propio J. Krishnamurti)? ¿Por qué no entonces reconocerlo como tal, otorgándole el lugar que le corresponde? Ciertamente, utilizar conceptos como ‘mediato’ e ‘inmediato’ para abordar el Instante es siempre paradójico, pues lo así llamado inmediato y lo mediato se excluyen mutuamente siempre en él. En este punto me parece que o bien renunciamos completamente a plantear las cosas de este modo, o bien aceptamos plenamente la Paradoja, es decir, nos abrimos a un entendimiento que tenga en cuenta ambos lados siempre, por muy excluyentes que parezcan cuando mirados desde el así llamado Instante. Aunque de vez en cuando retornaba a J. Krishnamurti en busca de incentivos debido a que el corte diamantino de sus asertos seguía teniendo un valor para mí inestimable, ayudándome a romper con la costra de lo establecido y a reposar en lo que es, sin consideraciones de otro tipo, confieso que paulatinamente fue dejando de interesarme.

El siguiente encuentro que tuve con J. Krishnamurti fue más crítico todavía. De esto hace aproximadamente unos cuatro años, recién llegado a Vancúver. Entonces me interesaba por la horticultura, la auto-subsistencia y la generación de proyectos comunitarios, y siempre bajo el trasfondo de una preocupación política. Tras un año en un centro de meditación donde trabajé como horticultor, donde por lo demás logré dominar el meollo de las técnicas contemplativas, ydel que salí espantado por razones políticas, para mí resultaba ya imprescindible un equilibrio adecuado entre los elementos espirituales y los políticos. Aquí las enseñanzas de J. Krishamurti estaban en principio excluidas, pues, como veremos en el curso de nuestro trabajo, su interés por lo político no sólo es terciario sino que está esencialmente tintado de desprecio, como es el caso de tantos otros maestros espirituales indios. Creo poder rastrear los orígenes de esta tendencia, no como algo personal de J. Krishnamurti, sino como consecuencia de seguir, casi siempre de modo inconsciente, determinados principios filosóficos, a los cuales J. Krishamurti no escapa. Este será parte del contenido de mi ensayo.

Me topé, pues, por casualidad con Scott y Helen Nearing, quienes en los años cuarenta iniciaron sucesivos proyectos de granjas comunitarias en el este de los EEUU. La casualidad consistió en que Helen Nearing, una violinista de gran talento cuyo apellido de soltera fue Knöthe, había sido no sólo parte del círculo más íntimo de la Sociedad Teosófica en los años de aprendizaje de los hermanos Krishnamurti, sino que además había sido la novia (no oficial) de Jiddu. En su excepcional autobiografía, Leaving and Loving the Good Life, Helen nos cuenta con todo tipo de detalle su relación con Jiddu, así como la personalidad de éste. Lo más valioso de esta descripción es que no está teñida, como la mayor parte de las descripciones biográficas o hagiográficas de Jiddu, del espíritu adorador anti-crítico de los acólitos, sino que, sin renunciar a una inmensa ternura, incide sin remilgos en los defectos de una persona de carne y hueso condicionada por las circunstancias. Tenemos suerte de contar con este relato, pues Helen conoció a Jiddu más íntimamente de lo que nadie le conocía en aquellos días, y además pertenece a la mano de una persona intelectualmente brillante y con un elevado sentido crítico, compartido por su futuro marido, Scott Nearing, cuya integridad fue excepcional. Lejos del resentimiento, las descripciones de Helen están plagadas de amor, a pesar de que el desenlace de su relación fue nefasto, y no precisamente por su culpa. De este testimonio me quedó claro una idea que ha ido madurando con el tiempo: hay que tomar con sumo cuidado la supuesta incondicionalidad a la que aluden tantas enseñanzas espirituales, las cuales no pueden escapar a un análisis genealógico, si se quiere poner así, de las condiciones presentes. Tal análisis debe contener, a la fuerza, elementos de biografía personal, de posicionamientos (o ignorancias) político-sociales y de trasfondos filosóficos, no siempre conscientes.

Esto no significa que el diamante de J. Krishnamurti haya dejado de cortar. El desnudo que implican y al que animan sus palabras es extremadamente valioso, y creo que en exposiciones como la suya se percibe con tremenda claridad que la transparencia es consustancial al ser. Su llamada a la atención sigue siendo un aldabonazo que no sin razones puede llamarse incondicional, allí donde nos exponemos sin más a la luz del presente. Pero tampoco creo que podamos detenernos aquí. Si creemos, como J. Krishnamurti, que la única revolución es la revolución interior, resulta inevitable que condescendamos con cegueras peligrosas en otros dominios (no interiores, o no subjetivos). En concreto, el énfasis exclusivo en la subjetividad conduce inexorablemente a modos de convivencia con gradientes mucho mayores de arbitrariedad. Se cae así en el hoyo de un viejo dogmatismo que, irónicamente, J. Krishnamurti procuró sortear durante toda su vida, en el cual el individuo aislado tiene todas las llaves para la libertad mientras que las instituciones son, en sustancia, opresivas. Esta es una falsedad patente, pero es imposible verla si no se admite que hay dominios del ser y del conocer no subjetivos, no susceptibles de ser reducidos a, pongamos, el concepto o la práctica de la atención.

Es verdad que J. Krishnamurti admitió que ciertas reformas eran necesarias a nivel social o político, pero no se interesó nunca por ellas, ni en la teoría ni en la práctica. Por otro lado, su vida cotidiana, una vez que nos hemos quitado las legañas de la mitomanía, no es tan pura –ni puede serlo, pues la de nadie lo es– como se nos dibuja a menudo. Prefiero pensar en J. Krishnamurti como un hombre con una capacidad de auto-examen pasmosa, incluso ejemplar, pero en absoluto perfecto y por tanto con lacras notorias y puntos ciegos que incrementan proporcionalmente a su siempre postergada falta de análisis.

Naturalmente, al exponer así las cosas uno tropezará con todo tipo de pegas, especialmente las provenientes de los menos críticos, quienes nos acusarán de no haber comprendido bien el mensaje original o de hacer una incorrecta evaluación de su obra. No obstante, estoy convencido de que sin una actividad crítica dirigida hacia áreas de ser y del conocer no subjetivas, nos quedaremos estancados incluso en lo propiamente espiritual, por muy ‘Absoluto’ que parezca. En este punto es importante tener presente existe una fuerte tendencia a hipostasiar figuras de maestro o la pureza de ciertas enseñanzas sin contemplarlas desde todos los ángulos (cabales, claro está) posibles. En la medida en que el universo del discurso queda reducido al auto-examen y lo meramente individual, las estructuras de poder no solo pasan desapercibidas sino que quedan reforzadas, incluso allí donde el maestro dice que no quiere discípulos, dando así la impresión de ausentarse de cualquier relación de poder.

La misma idea debe invertirse: en las zonas no subjetivas, como por ejemplo la política, existen elementos subjetivos, y pretender éstos que no son relevantes, haciendo de los estudios políticos algo completamente objetivo, redunda en distorsiones igualmente peligrosas. Las esferas del ser y del conocer (subjetiva, inteersubjetiva, objetiva, interobjetiva) son relativamente autónomas y no deben superponerse o reducirse una a la otra, pero sin duda están relacionadas entre sí, interpenetradas.

Así, pues, aunque procuro «conservar el terreno ganado» y sacar partido de la doctrina de J. Krishnamurti en lo que vale (lo subjetivo-individual), el arco crítico se va curvando en cuanto profundizamos en el estudio de lo relacional y no aislado o ab-soluto, de lo intersubjetivo. Es hora de preguntarse si la resistencia de tantas personas, incluso sabios de renombre que se entrevistaron con J. Krishnamurti a lo largo de su vida, a aceptar la incondicionalidad que éste proponía, no se debe, en lugar de a ellos mismos y sus apegos personales como J. Krishnamurti supuso siempre, a una limitación inherente al propio modo de pensar krishnamurtiano, relacionado con la incapacidad de nutrirse del otro, cerrándose cada vez más sobre sí mismo y la pretendida incondicionalidad de su doctrina. A esto cabría añadir las sombras creadas por contradicciones formales tales como enunciar una doctrina que no es doctrina, ser un maestro que no quiere discípulos, o negar la memoria o el pensamiento, que a pesar de todo pertenecen al acervo de construcciones que se utilizan para exponer la propia, ‘nueva’ aproximación.

Espero, con todo, que el trabajo sea bien recibido. Con él aspiro no sólo a insuflar espíritu crítico entre admiradores ya convencidos, sino también a animar a un examen cuidadoso entre aquéllos que o bien no le conocen o bien han optado por rechazar su propuesta de profundizar en lo subjetivo en general.

 §2

Libertad, no liberación

Es un reto casi insuperable iniciar una discusión en torno a un personaje cuya enseñanza apuntaba en todo momento al silencio y que se anclaba radicalmente en él. Esta dificultad tiene un peso ya considerable al proponerse analizar los así llamados sabios o místicos, pero acaso es mayor aún en alguien como Juddi Krishnamurti, quien sistemáticamente quiso apartarse de toda tradición y quien condenó el pensamiento como el principal obstáculo para la libertad. Para J. Krishnamurti la libertad consistía en regresar a un momento previo a ese mecanismo de atribuciones en que empezamos a dar las cosas por sentadas, creyendo así conocer. No es exagerado decir que casi todas sus charlas y conversaciones son exhaustivas e imperativas interpelaciones a regresar a ese lugar en la mente donde todavía no se ha dado condicionamiento alguno, ya sea en forma de fantasía personal o en forma de asunciones tradicionales. Y al contrario de lo que han enseñado la mayoría de los maestros espirituales tradicionales, J. Krishnamurti prefiere no dar indicaciones sobre cómo acometer semejante tarea, por pensar que justamente en ello reside ya la trampa. J. Krishnamurti se limita a mostrar que existe un problema, y que los métodos habituales de acometerlo producen más confusión todavía, por muy bienintencionados que sean o se quieran plantear. El problema, diría él, reside en el mismo intento de salir, de liberarse, el cual engendra todo un mecanismo de fuerzas por el cual nos movemos siempre en la mediación, en lugar de simplemente ser.

Por ello, el discurso de J. Krishnamurti parece más conveniente caracterizarlo como de libertad antes que de liberación, pues lo que ofrece lo primero no es un programa que, convenientemente seguido, acaba en el fin deseado, sino que abre más bien a la inmediatez previa a todo intento. ‘Liberación’ es inapropiado para describir sus intenciones porque este término implica una cadena de eslabones que conducen a un fin determinado de antemano, cuando, de acuerdo con J. Krishnamurti, ni pueden tenerse en cuenta eslabones o estadios ni la libertad es un fin. La libertad es eso sin más, libertad presente, absoluta e incondicionalmente ahora. No una que se adquiere o consigue, sino una que ya es, con tan solo mirar, sin preconcepciones de ninguna clase.

Para alguien atrapado en los laberintos de su propia mente, alguien que ha luchado encarnizadamente por salir, escuchar estas palabras pueden resultar chocantes, pero también un chorro de luz, pues intuye sin duda que en la misma búsqueda está el problema; que la lucha y el sufrimiento comienzan a partir del momento en que uno se divide en dos (sujeto y objeto, el uno despiadado, el otro irreconocible), o cuando intenta ‘superarse’ a sí mismo con determinada técnica. J. Krishnamurti anima a detener esta cadena y simplemente mirar lo que sucede, por así decir, sin intervenir.

Se trata de una vieja enseñanza espiritual, que es, por otro lado, siempre nueva. Nueva siempre porque cada instante lo es. Por cierto que no son pocos los maestros que llegados a este punto se declaran los primeros en haber alcanzado este momento no-mediado, incondicional, condenando a los demás a ser meros antecesores. Ridículo juego de superaciones y superioridades que se ha dado con demasiada frecuencia, como a ver quién está más iluminado. Ridículo sí, pero no carente de lógica, pues semejante juego resulta inevitable al presumir un estado incondicional de la mente que ‘se realiza’ o conquista (aunque sea siempre presente). En la ambigüedad de qué constituye lo condicional y lo incondicional reside toda la dialéctica de quién está en lo uno u lo otro, y hasta qué punto. Un problema interminable, y seguramente falso. En todo caso, dentro de este marco de enseñanzas espirituales, donde prima la dicotomía entre lo condicionado y lo incondicionado, el apuntar hacia un momento previo a todo intento tiene el poder de despertar de sueños o prejuicios. En cierta ruta discursiva no es sencillamente falso hablar de condicionantes a superar, como tampoco puede prescindirse del ideal de la libertad.

§3

El peligro de la politización y las religiones organizadas: el individuo singular en su apogeo

Sin desechar la labor de quienes, habiendo comprendido este ‘momento’ atemporal detrás de todo momento temporal, se dispusieron a determinar una serie de técnicas contemplativas para acercarse a él, es preciso detenerse en esta inmediatez, en la libertad pura e incondicionada. Aquí la cuestión de una descripción está fuera de lugar por razones obvias, aunque sea lo que el gran arte ha intentando producir: un acercamiento a la eternidad. Lo importante ahora sería saber de qué modo, en qué línea del discurso ignorar este lugar/no-lugar supone condenarnos a permanecer sujetos a uno u otro patrón, ya sea de búsqueda indefinida, sin llegar nunca (lo que reporta angustia), o de apego a una organización social que supuestamente nos proveerá de la libertad ansiada, aquél consuelo sustitutorio en forma de rituales y fórmulas ya tan labrado y procurador de tantos beneficios.

J. Krishnamurti insistió con singular presteza en el radical desapego de las palabras, discursos y enseñanzas, incluidas las propias, lo cual choca en primer lugar por su honestidad. No quiere ni pretende nada de aquéllos con los que conversa. No los intenta convertir, tampoco convencer de nada en especial. No pretende sustraer de ellos algún beneficio (material o lo que fuere[ii]). Tan solo quiere apuntar la naturaleza de un conflicto que ya ha durado demasiado tiempo (según él, la historia de la humanidad en conjunto, ni más ni menos), y propone una solución que no pasa por un más-de-lo-mismo, operaciones-para, sino que consiste en un corte radical para simplemente asentarse en el ahora.

No es extraño que hombres tan amantes de la libertad como Henry Miller viesen en J. Krishnamurti el ejemplo más vivo de cómo vivir en desprendimiento, ajeno a toda organización religiosa y más allá de toda politización. En un mundo que se hundía en consuelos espirituales cada vez más desesperados o en polarizaciones ideológicas cada vez más marcadas, figuras como las de J. Krishnamurti son un soplo de aire fresco. El primero que lo notará es el Artista, o, acuñando la expresión de Ernst Jünger, más exacta y rica en significaciones y contextos, el Emboscado. Aunque hasta cierto punto es hoy una Figura (Gestalt) más visible, el Emboscado era un extraterrestre hace tan solo unas décadas, más aún en plena ebullición del conflicto europeo y mundial, sobre el cual casi todo el mundo tomó partido dejando a un lado un análisis más profundo de sus causas. Excepcional era aquél que desdeñaba involucración parcialista alguna, optando más bien por su propia autonomía, su propia creatividad y la libertad de una visión de un mundo todavía sin definir, abierta. En realidad se trata de una configuración que todavía es extraña, aunque se ha perfilado más en las últimas décadas. Ahora no podemos entrar en este asunto con pormenor.

Con todo, hemos de señalar de entrada una diferencia esencial entre el Emboscado y J. Krishnamurti. Mientras que artistas como James Joyce, Henry Miller o Ernst Jünger se enriquecían con el diálogo, con la apertura al otro y  con el conocimiento de las costumbres adquiridas, J. Krishnamurti, con muy leves diferencias a lo largo de su evolución como pensador y maestro, mantuvo siempre la misma conversación. Ésta es quizá la brecha que dista entre el Artista, cuya labor consiste tan solo en expresar, y el Maestro, que opta por enseñar. El primero no reclama una situación de atemporalidad extraordinaria; al contrario, se hunde en lo espacio-temporal con todas las consecuencias, acaso por eso mismo bebiendo de lo universal. El segundo, en cambio, aspira, al menos en algunos contextos religiosos como el Vedántico-indio, a una universalidad imparcial, atemporal y aespacial cuya mayor virtud reside en no estar contaminada por lo burdo de estas coordenadas. Mientras que el primero tiende hacia lo concreto, el segundo vira hacia la abstracción. Ambos tienen en común ensalzar lo más elevado del Individuo como el lugar donde no entran los condicionantes habituales, donde se puede todavía ser libre. Pero mientras que en un caso, el del Artista o el Emboscado, su libertad se nutre de miríadas de acontecimientos y relaciones desbordantes con las que uno lidia y crea al paso, en el otro se tiende hacia una concepción del Yo crecientemente abstracta.

§4

Un enfoque distinto

La cuestión de la libertad, aunque mantenga algunos puntos en común a lo largo del tiempo y del espacio, está lejos de ser unívoca, por más que se invoque el mismo motivo. Pero para arrojar luz sobre las variaciones, hay que abordar la cuestión desde ángulos algo diferentes.

Las virtudes y lucidez de un pensamiento como el de J. Krishnamurti sobresalen por sí mismas al leer sus escritos. Constituyen en cierto modo una piedra angular, o al menos un punto de referencia en lo que se refiere al pensamiento de la libertad individual y en la medida en que no nos relacionamos con otros. El pensamiento de la libertad de J. Krishnamurti, aunque propuesto de un modo muy novedoso y en apariencia ajeno a cualquier tradición, exhibe empero conexiones con viejas líneas de pensamiento, en concreto con la tradición vedántica. Esto se observa de manera evidente en el énfasis puesto en la atención y la observación de la conciencia –en último término haciendo referencia a un Testigo–, así como en la ya aludida categorización de un Yo que (aparentemente) puede ser libre con independencia de todo lo demás. Se trata de un proyecto de interiorización e inquisición –el “¿Quién Soy Yo?” del ved?nta, sobre el que insistió Ramana Maharshi– en realidad clásico, sólo que alumbrado por una personalidad original en un tiempo tan dado a lo inusitado. Aquí no podemos olvidar que el abandono de lo tradicional e institucional es una característica que va mucho más allá de individuos concretos: se trata de una tendencia histórica en el mundo occidental que comienza en la modernidad.

Dado que tantos otros han expuesto el pensamiento de J. Krishnamurti[iii] resulta algo ocioso que yo me dedique a la misma tarea. Mi intención en las próximas páginas será, en cambio, conducir un análisis crítico de su pensamiento desde una perspectiva poco frecuente en el ámbito espiritual actual, aunque a mi juicio imprescindible para su futuro. Se trata, puesto sucintamente, de mirar el asunto de la libertad no sólo desde la perspectiva clásica de la subjetividad, allí donde es el sujeto singular quien tiene que alcanzar una verdad dibujada como absoluta, sino desde la intersubjetividad, el área de las verdades compartidas, que, como tales y en tanto que históricas, se renuevan en cada ocasión. Quisiera repetir que nuestro análisis no niega el peso de la subjetividad en la cuestión de la libertad, cuya esfera en última instancia no es abordable desde fuera. Lo que planteamos es una ampliación de la idea de libertad hacia áreas hasta ahora más o menos relegadas que condicionan de facto la libertad individual, la cual siempre corre el peligro de ser hipostasiada. Una sustanciación –sea cual sea– conduce al estancamiento; no permite mirar lo que lo supera. Ya hemos visto, por ejemplo, que una hipóstasis del Yo no permite el paso a lo que lo trasciende, ya sea el otro en intersubjetividad, o el Otro, lo transcendente en cuanto tal (que ciertamente habría que determinar si es o no, a su vez, una hipóstasis). En todo caso, para llevar a cabo esta ampliación es preciso poner un límite a las pretensiones de absolutidad talladas en el así llamado ‘paradigma de la Conciencia’, tan ajeno a los descubrimientos e investigaciones del ámbito intersubjetivo.

Filosóficamente, una pretensión de absolutidad por parte de la esfera subjetivo-individual no solo tapona otro tipo de investigaciones y verdades, sino que tiende por su propio peso a caer en el dogmatismo, que es el mayor peligro para la libertad efectiva. Como ya mostró Kierkegaard en su Postdata Acientífica Concluyente, el imperativo absoluto de la subjetividad está en el lado ético, en la experiencia viva, y no en la filosofía, que al fin y al cabo lidia tan solo con la posibilidad. Lo ético, por su parte, sólo tiene sentido en la exposición al otro, un tema que ha desarrollado con singular lucidez Emmanuel Levinas. En todo caso, ya el diálogo y la –empíricamente contrastable– transformación mutua constante, a saber, la intersubjetividad, tiende a evitar la entronización absolutista del sujeto aislado y puro que encuentra la libertad dentro de sí mismo independientemente de todo lo demás.

Con frecuencia eso que se denomina ‘espiritualidad’ parece ser uno de los últimos reductos de las utopías y las promesas incumplidas. Se trata de una situación que da demasiado que pensar, si por un lado concedemos que hay algo preñado de significado en sus búsquedas diversas, y si, por otro, nos atenemos asimismo a los engaños que se han urdido a partir de ellas o de las teorías que las sustentaban. No es descabellado pensar que la razón del engaño, o de lo que podríamos denominar lo siempre y necesariamente incumplido, reside en los principios mismos de eso que con cierta arrogancia se llama espiritualidad, como si sólo su modo de entenderlo fuese válido. Esto es cierto incluso allí, como en el caso que discutimos, donde los principios están implícitos, puesto que explícitamente se niega que existan. Es hora, pues, de analizar hasta qué punto la filosofía (monista) del ‘Yo Soy’, de la inspección subjetiva exclusiva, de «la revolución interior» como lo pondría J. Krishnamurti, es una condición suficiente para la libertad y la felicidad.

No se trata de que una perspectiva que toma el ‘nosotros entre-somos’ –obviando las mayúsculas– excluya el auto-examen o el ‘cultivo de sí’ (Foucault), sino más bien que, independiente de la cuestión ética mencionada, que por definición es irreductible al pensamiento y la filosofía, subjetividad e intersubjetividad están ineludiblemente interrelacionadas. En caso de aceptar que la profundización en la subjetividad no se mueve a través de un corredor del todo independiente de cuestiones que nos afectan a todos justo por el hecho de vivir en común, la pretensión de absolutidad con que a menudo se proponen los hallazgos subjetivo-individuales se pone inmediatamente en cuestión. De aquí también se podría partir para argumentar que un estudio detallado de la conciencia subjetiva-individual no autoriza a afirmar la primacía del Yo sobre el Otro, o, en otras palabras, del Ser Puro sobre la relación. Fenomenológicamente incluso, no es posible demostrar, como en Husserl, la primacía del Yo Puro, que se antoja como una hipóstasis más que como una realidad: la conciencia es siempre conciencia de algo. Elevar al Yo o la Conciencia por encima del/lo Otro o de lo concienciado no deja de ser un supuesto sin la más mínima fundamentación, pero que se ha mantenido durante el curso de los siglos por pura inercia. Y J. Krishnamurti, el más ávido crítico de las inercias del pensamiento, nunca se sustrajo de ella.

Ciertamente puede detectarse una dimensión espiritual en todas las culturas y tiempos conocidos. No conocemos cultura alguna sin arte. Y el arte es la expresión por antonomasia de un sujeto enfrentado con lo maravilloso, lo aterrador, el Misterio, lo infinito. Mas hoy que gozamos de una perspectiva histórico-cultural más amplia, asentándose cada vez más en lo planetario, comprendemos que estas aproximaciones, dada su su inmensa diversidad, no autorizan universalidad filosófica definitiva. Aquello que en el paradigma de la conciencia constituía una brecha ligada a la paradoja de lo incondicionado y lo condicionado, esta última ora tomando el papel de la mayor de las Ilusiones ora el de la Realidad misma, lo Incondicional puro, ahora se presenta como un marco limitado y defectuoso que tiene que vérselas con una crítica de por qué ese entendimiento se considera a sí mismo el más elevado. Procede un análisis de las causas y condiciones que la llevaron a proponerse como tal.

En el proceso –tal vez cíclico– de transición entre el dogmatismo y maneras más abiertas de entender la espiritualidad, J. Krishnamurti es la culminación de una ‘apertura total’. En esta apertura total en la que nada puede darse por hecho, en la que cada instante es y debe ser nuevo, sin considerar lo anterior, se manifiesta de un modo transparente tanto la virtud de la renovación como su falacia. Ésta última se querrá ocultar, pero, por mucho que se niegue, no deja de estar presente. El discurso apuntará al no-dogmatismo, pero eso no significa que de por sí se vea libre de entrar en un proceso de dogmatización. Así, si rascamos en la superficie del discurso krishnamurtiano, hallamos que está todavía incrustado en el ‘paradigma de la conciencia’, es decir, en un modo de entendimiento que todavía no ha incorporado lo intersubjetivo a su bagaje inquisitorial, optando más bien por el viejo modelo de la Conciencia Transcendental que observa el dato puro (pero a la vez insignificante) en ella. De este modo, podría decirse que el anti-dogmatismo de J. Krishnamurti es más aparente que real.

Hay aún un número considerable de asunciones acríticas que no pueden ser sacadas a la luz con la metodología –aunque presuma ser no-método– propuesta. Hay que recurrir a otros modos de abordaje. Por su propia naturaleza, el paradigma de la conciencia no puede horadar el terreno de los condicionantes histórico-culturales, y de dialéctica filosófica, que conforman su propio marco, consciente o inconsciente. Y en la medida en que cierra las puertas a esta investigación, de consecuencias al principio desalentadoras (pues destruyen el dogmatismo de lo definitivo), pero después liberadoras (pues al conocer nuestros condicionamientos también en este ámbito nos liberamos, aunque de otro modo), el paradigma de la conciencia huye del potencial de compresiones cada vez más íntegras. Esta adherencia al paradigma de la conciencia explica, a nuestro juicio, el fracaso estrepitoso de la empresa de J. Krishnamurti, la rigidez de sus premisas a pesar del aura de anti-dogmatismo con la que se intentó impregnar, y el limitado influjo posterior de su mensaje. Así, pues, a través de citas textuales de sus charlas o conversaciones privadas, o de escritos publicados, indagaremos un tanto asistemáticamente, aunque esperemos que con la coherencia requerida, las consecuencias de la adopción de los presupuestos de la filosofía de la conciencia, y de su culminación en la forma de atención supuestamente depurada de toda teoría, en lo espiritual.

§5

Escepticismo e intersubjetividad: de la antigüedad a la postmodernidad

Ningún presupuesto es eterno. La eternidad podrá ser digna de ser ‘considerada’ desde diversos ángulos, y personalmente no creo que pueda dejar de ser un concepto de referencia permanente, pero en tanto le damos una forma determinada, estamos ya, sin quererlo y la mayor parte de las veces sin saberlo, en el terreno de lo condicionado. Aunque ciertas enseñanzas espirituales tradicionales enfatizaron también este punto, a menudo prefirieron, por mor de la coherencia intelectual, enarbolar la Verdad a un reino aparte, superior e incondicionado (pero interior), mientras que todo lo que tuviese que ver con lo condicionado se relegaba al status de Ilusión. Esta operación, que nada entre el monismo y el dualismo sin aclararse a cuál pertenece en realidad (pues ambos se suponen irremisiblemente), es, irónicamente, un hábito de pensamiento más, que, al otorgársele cierta absolutidad divina, pasa por encima de toda crítica. En otras palabras, descubrimos que este modo de entendimiento también está condicionado a pesar de su presunción de incondicionalidad. Las condiciones pueden rastrearse sin demasiada dificultad. Pero ello solo si estamos dispuestos a dispensar de toda entronización, incluida la idea de la no-entronización.

Diversas corrientes filosóficas, que denominaremos ‘escépticas’ para abreviar, llamaron la atención sobre ello. Entre ellas está la doctrina budista de la originación dependiente tal como la promulgó el Buddha histórico, y que otros filósofos budistas, no muchos, siguieron fielmente, como N?g?rjuna. Por su concepción radical de que todo parte de otra cosa y nada está aislado, el tiempo les ha otorgado el apelativo de ‘no-duales’, a lo cual cabría añadir el correspondiente de ‘no-monista’. Lo que se conoce como ‘postmodernidad’, y especialmente después de Nietzsche, parte en muchos casos de presupuestos similares. Aunque es una tesis que requiere un estudio aparte[iiii], uno diría que la postmodernidad inaugura un modo de pensar que cuenta con instrumentos de observación causal que elevan el potencial escéptico antiguo a categoría de investigación independiente, en concreto el ámbito entero de la intersubjetividad.

Lo que antes tenía que abandonarse a la así llamada ‘suspensión del juicio’ (epojé en griego clásico, ??nyat? en sánscrito) por miedo a caer en las manos de uno u otro tipo de dogmatismo (el absolutista  o el nihilista), ahora puede abordarse más sistemáticamente si adoptamos un modo de investigación que tiene en cuenta lo intersubjetivo. La intersubjetividad, por ser un entendimiento dialógico y siempre abierto al otro, evita ipso facto los peligros del absolutismo y del nihilismo, en cierto modo las dos caras de la misma moneda. Por un lado, sortea el absolutismo: allí donde predomina el/lo Otro, nada absoluto, aislado y fijo puede detentarse, pues al instante siguiente habrá de abrirse a lo Nuevo. Y evita también el nihilismo, porque en la medida en que entramos en relación con lo Otro –o somos con el otro, ‘entre-somos’– no puede hacerse una reducción a cero ordenada por alguien, como si estuviese en sus manos hacerlo o decirlo. Ya al decir ‘Nada’ decimos algo que nos viene dado desde lo Otro.

La relación que entablamos con el/lo otro antecede al yo, y no al revés, como siempre ha entendido el paradigma de la conciencia. Esta antecedencia, que carece por completo de la abstracción a la que se había relegado lo Incondicional, es la mejor purga conocida contra el dogmatismo. La historia de la filosofía de la Conciencia es la historia de unos dispositivos reactivos prendidos indefinidamente, que van del dogmatismo al nihilismo y vuelta a empezar, con la loable excepción ya mencionada del escepticismo y aledaños. La libertad del Individuo-en-Soledad, último bastión aparentemente fuera de tal cadena reactiva, está todavía plagada de articulaciones soberanistas imposibles, y hasta puede decirse que es su culminación misma, su consecuencia inevitable. Nótese que la consecuencia de la adopción de este modelo es que, siendo incapaces de explicar la diferencia, acusa a quienes disienten de permanecer en la ilusión.

Una cosa es la experiencia mística, sobrenatural y sobrecogedora (y aquí de muchos tipos), y otra distinta es que las interpretaciones derivadas se sostengan en un edificio monista-dualista construido a priori, intelectualmente. Toda proposición es digna de crítica; toda proposición, de hecho, está hecha para criticarse, pues ella misma nació como crítica. La cualidad de la experiencia (espiritual) se mantiene no porque su traducción filosófica sea algo definitivo, sino porque la antecede y trasciende. La afirmación de un sistema, o articulación sistemática de afirmaciones, tiene causas y condiciones susceptibles de alumbramiento racional; por ejemplo cuestiones de poder que a menudo pasan desapercibidas tanto a los que las ejecutan como a los que las acatan.

Éste es uno de los lugares donde empezamos a notar tendencias equívocas en J. Krishnamurti, intentando rechazar por entero la relación maestro-discípulo o todo intento de creación institucional  (que de cualquier modo se produjo). Aquí se ha generado el típico movimiento reactivo –antes aludido– de lanzarse hacia el otro extremo debido a la incapacidad de sustraerse a la trampa de la filosofía de la Conciencia. En lugar del Ser, la Nada, que Hegel identificaba en su Lógica. Dado que el paradigma subjetivo-individual no tiene los instrumentos precisos para detectar y así desmantelar las patologías que se reproducen en el dominio intersubjetivo, opta por refugiarse en una inútil negación de su realidad.

El papel del que enseña y del que aprende no pueden aniquilarse así como así; menos aún cuando proviene, ironías  de la vida, de una orden de quien se ha encumbrado a sí mismo, en la práctica, como Maestro. La exclamación «¡No me sigáis!» es evidentemente una invitación al seguimiento (negativo). La relación maestro-discípulo puede acentuar el poder de modos distintos, unos más patológicos que otros, pero no por negar verbalmente la relación misma destruimos el poder y sus consecuencias. En realidad, al pasarlo a una zona no susceptible de análisis, lo incrementamos. Cabe pensar que con su reacción visceral al papel de maestro J. Krishnamurti estuviese haciendo notar la falta de validez de estructuras jerárquicas en las que el poder se ejecuta sin razón, así como asentando su propia libertad, evitando ser representante de nada ni de nadie. En este sentido, su posición es un paso adelante en el desmembramiento que parece necesitar toda organización religiosa si quiere ser todavía baluarte de libertades. Pero una negación persistente e incondicional a reconocer una realidad como la del poder trasluce sus propios defectos: abunda justamente en lo que niega, aunque de un modo camuflado.

Miguel R. de P.


[i] He querido mantener la denominación “J. Krishnamurti” o simplemente Jiddu a lo largo del texto, en lugar de reducirla a la habitual “K.” o simplemente “Krishnamurti”, por respeto a su hermano Nitya, fallecido muy tempranamente, y quien según muchos testimonios llevaba con más holgura que el mismo Juddi la misión encomendada de maestro espiritual. Existe también un notable pensador en esta misma área de pensamiento de nombre U.G. Krishnamurti, coincidentemente uno de los más crasos y lúcidos críticos de Juddi, a quien conoció en su época de madurez.

[ii] Es cierto, no obstante, que J. Krishnamurti siempre nadó en la abundancia y no se vio nunca en la obligación de tener que pedir para sustentarse, lo cual sin duda determina la confianza con que pueden desecharse ayudas. Pero no nos es dado en principio atribuir aquí una causa-efecto, como si no fuese posible que alguien materialmente pobre no sostenga lo mismo de la misma manera.

[iii] Una de mis obras favoritas al respecto, y esbozada cuando J. Krishnamurti no era todavía inmensamente famoso, allí por los años cuarenta, es la de Carlo Suarès, en Krishnamurti and the Unity of Man.

[iiii] Realizado en El Budismo: un examen histórico-filosófico, de pronta publicación por la editorial Kairós. El título original de este estudio exhaustivo era Budismo, Ciencia e Intersubjetividad: un examen histórico filosófico de la originación dependiente.