Una de las cosas más sorprendentes y generalizadas del público de la ópera es su pasión por pensar que el pasado siempre fue mejor.
Aunque siempre hay excepciones, la mayor parte de los espectadores asiduos de la ópera siempre hablan de "años dorados" en el pasado o hacen aseveraciones como: "Como él/ella ninguno". Nadie cantó, tocó o actuó mejor que sus favoritos, y en aquellos años la ópera se hacía como se debía hacer. Aunque fueran escenografías de cartón pintado o hubiera habido cosas por demás inverosímiles, no importa, en ese entonces la ópera se hacía como se debía.
En la historia de la ópera no haya ningún aspecto de su estructura (cantantes, producciones, popularidad como arte escénica, novedad en sus obras o incluso su problemática) que no haya sido constante, para lo malo y para lo bueno. Los que no disfrutamos de Caruso, ni de Corelli, tenemos a Juan Diego y a Camarena; los que no disfrutamos del estreno de Der Rosenkavalier disfrutamos de Einstein on the beach y los que vivieron los "años dorados" de las voces no tuvieron las producciones maravillosas y los espectáculos integrales que tenemos nosotros. Igualmente los que no padecieron los teatros donde se comía, bebía, jugaba y muchas otras cosas mientras se cantaba una ópera sobre el escenario, soportaron los altos sombreros con plumas de las señoras y el humo de los fumadores y nosotros soportamos a los que salen de su casa con una tos perruna y a los que abuchean cualquier innovación en la escena.
En esto creo que hay varias ideas equivocadas: la idea de que la voz es el centro de la ópera, la idea de que siempre estamos en crisis y que en la ópera está en decadencia es eterna.
Actualmente con la crisis pandémica la mayor parte de la gente se rasga las vestiduras con el asunto del déficit millonario y de la reducción de actividad casi a cero. Parece que no acabamos de entender del todo tenemos que si estudiamos la historia de la ópera nunca, pero nunca de verdad, ha sido un arte sostenible económicamente.
En sus inicios contaba con el apoyo de la nobleza que pagaba los gastos en su totalidad para que se representara en sus teatros, en los teatros públicos de fines del siglo XVIII y del siglo XIX, cuando la ópera fue más popular y sostenible tenemos que saber que había otras actividades mucho más lucrativas que sucedían en los teatros de ópera más allá de la mera representación, por ejemplo el juego en los antepalcos que fue un negocio tan rentable que financió la apertura otros teatros. A partir del siglo XX todas las casas de ópera han sido subsidiados por el estado o por las empresas privadas, pero el espectáculo de la ópera en sí muy rara vez ha sido sostenible económicamente.
Antes de la crisis económica europea de 2008 la bonanza no nos dejaba ver que el sistema de producción de la ópera siempre ha sido un desastre: se gasta muchísimo dinero en una producción enorme y en salarios millonarios, que se recuperan lentamente en alquileres sucesivos de esa producción a otros teatros y en reposiciones posteriores. Es un proceso muy lento y muy difícil de completar, pero que ha sido usado a lo largo de todo el siglo XXI.
Nunca ha sido independiente y quizá su gran mérito es que siga entre nosotros durante cuatrocientos años, a pesar de guerras, de crisis económicas, casi de cualquier conmoción social. ¿Cómo lo ha hecho? ¿Por qué nuestras diferentes sociedades han decidido hacer el esfuerzo que sea necesario para conservarla? ¿Por qué nunca hemos buscado una manera de hacerla sostenible?
También es cierto que hace mucho que no es un espectáculo elitista, que cuesta menos que la entrada a un partido de fútbol (y, paradójicamente, a pesar de que es muchísimo más caro, el fútbol no se considera ni considerará elitista nunca ¿no?) o a un concierto de una estrella pop, pero como desde sus inicios fue representada en los palacios y después de en los teatros burgueses, sigue con su halo de clases privilegiadas. Sin embargo los estudiosos, fanáticos y reales conocedores, se han encontrado en todas las esferas sociales.
La otra situación es el desencanto de muchos espectadores por no ver sus producciones tradicionales, tal y como las pensó el compositor. Comentario que siempre me ha sorprendido, ¿cómo podemos estar seguros de lo que pensó un compositor muerto hace 200 años? Olvidamos que la ópera es para el espectador de su tiempo, que nuestra mirada está permeada pro la realidad cinematográfica, televisiva y digital, que no estamos para pensar en qué deseaba un compositor hace dos siglos, si no cómo lo hacemos llegar a un espectador de nuestros días.
Cuando veo los montajes maravillosos que podemos ver en Europa, presencial y digitalmente, con sus temporadas que incluyen las mejores voces del mundo en cuerpos de actores extraordinarios, con óperas de todas las épocas y ahora con producciones cuya tecnología nos llena la retina de imágenes nuevas, pienso que de verdad estamos viviendo la época dorada que tanto se pondera entre los espectadores viejos. Esa que ni siquiera soñó Wagner cuando hablaba de un espectáculo total pero no tenía elementos para hacerla, esa que nos cuestiona y obliga al público a hacer mucho más que aplaudir con buena educación.
La ópera ha sobrevivido a todo y a todos. Recordemos lo mucho que le costó a Wieland Wagner quitarle al festival de Bayreuth la relación con el nazismo que su abuelita le había heredado, o a Toscanini quitarle el poder a los espectadores que se sentían dueños de la Scala. Recordemos cuánto han peleado los directores de escena contra los espectadores retrógados, los directores de escena contra los privilegios de los divos, los cantantes por llegar a la perfección escénica y vocal, ahí es cuando nos daremos cuenta de que la historia de la ópera es la historia de un mundo lleno de contradicciones, luchas, belleza y por lo tanto eterno.
Ha sido, es y será así. No nos preocupemos: sobrevivirá de nuevo