Cuatro elementos hacen que este modesto neonoir dirigido con eficacia por Frank Tuttle supere los estrechos límites de la serie B. Primero, el más llamativo, su reparto: Alan Ladd (también productor de la cinta), Edward G. Robinson, Joanne Dru, Paul Stewart, Fay Wray y William Demarest en los personajes principales, con secundarios como Willis Bouchey o Anthony Caruso, una breve intervención de un jovenzano Rod Taylor, y, en papeles no acreditados, apariciones de Paul Bradley, Mae Marsh, Tina Carver y Jayne Mansfield. Segundo, el formato CinemaScope y el empleo saturado del sistema WarnerColor en la estupenda fotografía de John F. Seitz, que contribuye a la atmósfera progresivamente ardiente (en la temperatura ambiente y en la progresión del argumento) de la ciudad de San Francisco de mediados de los años cincuenta. Tercero, la partitura de Max Steiner, tanto en lo referido al siniestro tema que subraya las escenas del villano que encarna Robinson como en el lirismo de las melodías que acompañan los encuentros de los esposos, no muy bien avenidos, Ladd y Dru. Cuarto, el guion de Sydney Boehm y Martin Rackin a partir de la novela de William P. McGivern, autor de género negro adaptado media docena de veces por el cine de Hollywood -las versiones cinematográficas más célebres de sus obras son Los sobornados (The Big Heat, Fritz Lang, 1953) y Apuestas contra el mañana (Odds Against Tomorrow, Robert Wise, 1959)- y el comienzo de la trama in medias res.
Steve Collins (Ladd), ex policía de San Francisco, sale de la cárcel de San Quintín tras haber cumplido una pena de cinco años por un asesinato que no cometió, en realidad una trampa tendida por la gente del mafioso Vic Amato (Robinson) cuando el policía estaba a punto de desmantelar su organización criminal. Entre tanto, Amato se ha hecho con el control de la ciudad, y en particular del puerto, donde maneja a su antojo los negocios sucios, asesorado por su segundo, Joe Lye (Paul Stewart), que a su vez mantiene un idilio con una actriz (Wray) cuyos mejores años de profesión ya quedaron atrás. A Collins lo reciben extramuros su mujer (Dru), a la que despacha por despecho (sabe de sus relaciones con otro hombre durante su estancia en prisión, aunque no le pidió el divorcio tras su condena), y un antiguo colega de la comisaría (Demarest), y desde el primer minuto solo piensa en unir su espíritu de venganza con su viejo plan de arruinar el complot criminal de Amato, para lo cual necesita averiguar la verdadera identidad del asesino por cuya muerte pagó con cinco años de su vida. Como protagonista adicional, la San Francisco previa a los años sesenta, a la cultura hippy y al movimiento gay (que, sin embargo, ya existía de manera solapada), una urbe luminosa y cálida bajo cuyos colores vivos y cielos limpios y claros se cobijan las sombras nocturnas del vicio y el crimen. Aunque la película se rueda en exteriores reales (la cárcel, el puerto, las famosas cuestas -aunque no se ven circular los famosos tranvías, solo autobuses-, Tuttle recurre puntualmente a las transparencias, no siempre bien engarzadas visualmente (la salida de la cárcel y el trayecto en autobús; las estampas callejeras que se observan por las ventanas de la cafetería); esa combinación de escenarios auténticos y recreaciones en estudio, tanto de interiores como exteriores, en escenas diurnas y nocturnas, contribuye a dotar al conjunto de esa factura B que en otros momentos, sin embargo, queda ampliamente superada.
El guion, con todo, funciona mejor en el planteamiento y el desarrollo que en su algo apresurada resolución. Encaminada, naturalmente (el Código de Producción así lo exigía) hacia un final justiciero y admisible, el imperio del crimen de Amato se viene abajo de buenas a primeras, en gran medida por errores propios. Volcada su amoral maldad hacia su propia familia (el engominado sobrino que interpreta Perry Lopez), hacia su segundo en el mando (muy osada, para la época, la insistente oferta de Amato a Kay para que cambie de amante, aun a costa de traicionar a su camarada) o incluso a sus más leales matones (una de las mejores secuencias, el tiroteo nocturno callejero a tres bandas entre este pistolero despechado, Collins y Bianco, su amigo policía), Amato cava su propia tumba por su imposibilidad de tener buenos sentimientos o el más mínimo atisbo de lealtad ni siquiera con sus más inmediatos colaboradores. Esta soledad, expresada un poco a vuelapluma en el instante previo al clímax final («todos tus pistoleros han muerto, Amato»; algo difícil de creer en una supuesta red mafiosa con tentáculos por toda la ciudad), proviene asimismo del otro eje sobre el que pivota la trama, y que es la corrupción policial. Aunque no constituye una línea temática clara, se deja entrever que la condena a Collins se impuso con la colaboración o la omisión consciente de altos mandos policiales conchabados con Amato, y solo la insistencia de Bianco (casi toda en elipsis) permite que su superior (Bouchey) se ponga del lado de la ley. La corrupción policial es el ingrediente que completa el habitual cóctel noir de violencia, venganza, traición y asesinatos, aderezados con una no muy lograda subtrama de reencuentro de matrimonio distanciado en vías de una reconciliación incierta, que sirve, no obstante, para que Joanne Dru se luzca en su papel de cantante de club nocturno.
Destaca la interpretación de un Edward G. Robinson en su salsa, caracterizando a placer como villano mafioso en tributo a sus viejos tiempos, a sus inicios en el recién inaugurado cine sonoro, si bien se ve muy limitado en las secuencias de acción. En la primera, muy estimable, el choque final con Lye (disparos y caída por las escaleras, de desde un despacho a un exterior nocturno reconstruido en decorado), al que durante toda la película le une una relación ambigua (lo tiene como segundo pero al mismo tiempo no para de humillarle y de burlarse de él, de su actitud, de su pusilanimidad, de sus creencias religiosas…) y en el desenlace, la huida en lancha y la persecución de Collins, corriendo por el muelle y lanzándose al mar de cabeza para interceptarlo; en la pelea que sigue, Amato no da la talla como rival. Algo que le ocurre prácticamente a Alan Ladd durante todo el metraje; resulta muy difícil de asumir como tipo duro, contundente, usuario de la fuerza como método de trabajo. Su presencia llega a parecer contraproducente (así, en las secuencias que viste gabardina, o en la toma que, con la cámara en la parte alta de una pendiente, retrata cómo llega cuesta arriba y sube la escalera de un edificio), no da la medida de que pueda intimidar físicamente a los esbirros de un mafioso curtido y sin ningún escrúpulo, aunque en algún momento llegue a acogotar a puñetazos a individuos más robustos y anchos que él.
Detalles que cabe achacar a la labor de Ladd como productor de una película en conjunto estimable a pesar de sus debilidades y de su construcción en torno a una fórmula, con algunas buenas sentencias en los diálogos (de nuevo, el personaje de Robinson) y cuya mayor carencia, quizá, consiste en llevar a primer término una serie de turbiedades que se apuntan y sugieren pero que se renuncia plantear en todas sus posibles consecuencias: las relaciones entre Collins y su esposa, y los términos en que ella se ha relacionado con otros mientras él estaba en la cárcel; la de Amato con su esposa y su sobrino, o la naturaleza del conflicto de Amato con Lye (al que, además, pretende robarle la amante); las razones de la decadencia personal y artística de Kay; los entresijos de la corrupción en la policía de San Francisco… Un catálogo de omisiones, o de simples apuntes no desarrollados, que no resta sin embargo atractivo a una historia de los tiempos en que para viajar a San Francisco lo último que procedía era ponerse flores en el pelo.