A finales de los años setenta, Peter Bogdanovich ya había dejado de ser considerado como la joven gran promesa del nuevo Hollywood. Superada la barrera de los cuarenta, convertido en escandaloso centro de atención desde los inicios de la década por su relación con Cybill Shepherd, recién concluida traumáticamente, y con varios fracasos de crítica y público a sus espaldas –Una señorita rebelde (Daisy Miller, 1974), Por fin, el gran amor (At Long Last Love, 1975) y Así empezó Hollywood (Nickelodeon, 1976)-, tras un debut interesante –El héroe anda suelto (Targets, 1968)- y haber encadenado una serie de títulos que lo habían postulado como el sucesor natural de John Ford, Howard Hawks y Orson Welles –La última película (The Last Picture Show, 1971), ¿Qué me pasa, doctor? (What’s Up Doc?, 1972) y Luna de papel (Paper Moon, 1973), además de su documental Dirigida por John Ford (Directed by John Ford, 1971)-, el director se encontraba en la tesitura de aceptar un lugar mucho más discreto en el cine estadounidense. Después de un inusual parón de tres años, y en oposición a superproducciones contemporáneas como Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979) y La puerta del cielo (Heaven’s Gate, Michael Cimino, 1980) que preparaban el terreno para la devaluación comercial predominante en el Hollywood del siguiente decenio, Bogdanovich optó por reinventarse con una versión cinematográfica de Saint Jack, novela de Paul Theroux publicada seis años antes, y filmarla en las localizaciones de Singapur que le eran propias, casi como un exilio voluntario, acompañado por un equipo reducido y buscando una libertad que ya no creía posible en el marco del uso de estrellas y de las garantías de taquilla que empezaban a exigir los estudios. Una historia que, al calor de la derrota en Vietnam y en el contexto de una necesaria redefinición del papel de los Estados Unidos en el sureste asiático, narra las peripecias de Jack Flowers (Ben Gazzara), buscavidas, proxeneta ocasional, empresario de la noche y, sobre todo, superviviente sin ningún atisbo de épica que, a diferencia del prototipo de antihéroe torturado, no busca redimirse a partir de un idealismo romántico que culmine en su redención espiritual, sino que vive al día siguiendo un pragmatismo que le garantiza el bienestar aun a costa de desenvolverse en el territorio del claroscuro moral. Material incómodo, áspero, en principio alejado de los intereses previos de Bogdanovich, pero que venía al pelo de las propias circunstancias de financiación del filme, producido por Roger Corman, la compañía New World Pictures y nada menos que Hugh Hefner y Playboy Productions, en este caso como parte de un acuerdo judicial derivado del uso indebido de unas fotografías de desnudo en La última película. El proyecto se construyó así sobre una dualidad: por un lado, el amor de Bogdanovich por el clasicismo y la herencia de la edad dorada de Hollywood; por otro, un rodaje en el extranjero, con un equipo pequeño y medios limitados y el hallazgo de un estilo más personal y conectado con su realidad temporal.
El motor de la película es el contraste emocional entre Jack, regente de un burdel, y William (Denholm Elliott), el contable que viaja a Singapur para revisar sus libros y que amenaza con desestabilizar su cómoda vida, solo esporádicamente agitada por la competencia violenta entre negocios ilegales y por los necesarios sobornos a la policía y las autoridades políticas. Gazzara, especializado en encarnar a perdedores elegantes, se maneja en la turbiedad de los ambientes nocturnos de la ciudad, entre la diplomacia del hacedor de favores y el conseguidor de caprichos, siempre al límite del inestable equilibro de su posición, con una autenticidad casi documental. No construye su personaje como un frío y calculador proxeneta ávido de fortuna ni tampoco como un cínico y desencantado profesional, sino más bien con el perfil de un comodón que se fabrica a la medida una filosofía vital que justifica sus acciones. Su personaje es epicentro narrativo y visual: su forma de inclinar la cabeza, de encender un cigarrillo, su paciencia infinita teñida de leve ironía, esa dignidad melancólica siempre en tela de juicio y al borde del peligro son la base de la puesta en escena de la película. Por su parte, Elliott, arrastra un aura de tristeza próxima a las narraciones de la decadencia colonial europea en el sudeste asiático (como en Una ocupación amena, la novela del actor Dirk Bogarde, situada en Indonesia en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial), la desaparición del imperio personificada en cuerpos y ánimos derrotados que buscan consuelo en la bebida, en el juego y en los prostíbulos (en este punto, resulta de lo más representativa la elección de Singapur como escenario, la joya del Imperio Británico, protegida por su poderosa base naval, cuya rendición a los japoneses en 1942 resultó tan traumática). Jack es un americano superviviente, un camaleón que maniobra, se debate, persiste, se adapta a cualquier situación, acepta lo que viene y cae de pie; William es un hombre rígido y encorsetado dentro del estereotipo británico, siempre estirado, incómodo, nervioso, aterrado, desorientado ante lo implacable de un entorno que ya no comprende. La tensión entre ambos trasciende más allá de la crónica de una amistad y permite leer la historia como un retrato de la disolución del mundo colonial y su sustitución por una nueva realidad más moderna, quizá con menos encanto y elegancia, más salvaje e incierta, pero inevitable. A su alrededor, un catálogo de personajes interpretados por actores americanos, británicos y locales (entre los que destaca Joss Ackland) que tejen la red de ese mundo sórdido en el que la moral es un lujo y lo inmoral un hábito. Una decadencia, un universo progresivamente desvanecido que tiene su plasmación igualmente en la puesta en escena, punteada de calles sucias, de bares iluminados con desvaídos tubos de neón, de habitaciones de hotel donde los ventiladores giran sin mover el aire, la exótica atmósfera de un mundo elegíaco y amargo que se derrumba lentamente.
Bogdanovich reprime sus habituales tributos al cine clásico; aunque algo hay de su admiración por Hawks en la manera en que retrata la amistad y la camaradería entre hombres, el entorno y las variaciones técnicas que asume respecto a su filmografía anterior conforman un tratamiento visual muy diferente de sus películas previas. La mirada es neutra, de un naturalismo casi documental, más inmediata, de textura más rugosa y menos refinada, con prevalencia de planos largos que permiten al actor construir la escena y el personaje, improvisar, sumergirse en el papel. La cámara observa la corrupción -policías, funcionarios, militares, empresarios, turistas…-, la sordidez y la violencia sin recrearse, de forma aséptica, clínica, sin condenas morales ni subrayados ideológicos. Acompaña a Jack de manera objetiva, a cierta distancia, en los ambientes que frecuenta, sin juzgar a los personajes y sin intervenir enfáticamente en sus acciones, evitando al mismo tiempo cualquier sombra de esteticismo o de explotación del morbo. En ese ecosistema Jack es, en cierto modo, el único que se reconoce y asume como tal, sin hipocresías ni falsedades, no se engaña respecto a lo que hace, no envuelve sus actos en discursos autoindulgentes. Su ética, como la del Singapur de la película, es una amalgama de cesiones, favores y pactos tácitos, dentro, eso sí, de una extraña y frágil honestidad. La ciudad, desde siempre epicentro de rutas comerciales, espacio donde coincidían espías, aventureros, empresarios, soldados retirados y turistas en busca de aventuras de dudosa legalidad, se erige en un personaje más, un nido de actividades subrepticias bajo sospecha, de tratos implícitos, de transacciones que no se ven ni se nombran pero que existen y mantienen el orden en circulación. El valor antropológico de este retrato singapurense se acrecienta gracias al rodaje realizado sin los debidos permisos oficiales; receloso de que las autoridades, habituadas a un rígido control y a una pulcritud tutelada de la sociedad, autorizaran una película que reflejara de forma tan explícita el submundo criminal y sexual de la ciudad-estado, Bogdanovich y su equipo filmaron con discreción, desde el prisma menos turístico, en callejones húmedos, bares destartalados, hoteles sucios, puertos arruinados, puestos de comida rápida, casas de masajes, tugurios de mala muerte y prostíbulos. Un tratamiento visual y sonoro (uso del sonido directo, incluidos ruidos de la calle y de los locales, con sus molestias, imperfecciones, ecos y reverberaciones; renuncia a la música extradiegética) que aproxima la película tanto al neorrealismo como al noir tardío, al cine de acción y artes marciales de Hong Kong y a independientes norteamericanos como John Cassavetes (analogía aumentada por la presencia de Gazzara).
La película, sin embargo, no sirvió a los propósitos renovadores de Bogdanovich. Incrustada en los estertores del Nuevo Hollywood (tal vez habría gozado de mejor suerte si su estreno hubiera acontecido seis u ocho años antes), cuando el blockbuster ya imponía su ley después de fulgurantes éxitos de taquilla como Tiburón (Jaws, Steven Spielberg, 1975), La guerra de las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977) o Superman (Richard Donner, 1978), sin estrellas en el reparto ni adscripción clara a un género, dirigida a un público indefinido y firmada por un cineasta en entredicho, el batacazo fue instantáneo. Aunque el paso del tiempo ha convertido el filme en uno de los más personales, libres y maduros de su director, epítome de sus virtudes y sus debilidades, en su día su lucidez y su humanista representación de la resignación ante el fracaso chocó con los deseos que el público norteamericano tenía de pasar la página de la derrota en Vietnam y con su rubor consciente por las vergüenzas asociadas a la exportación global del malogrado sueño americano.