Ahora echemos un vistazo al panorama actual: encontramos también unas causas primeras que arrancan en el siglo anterior, concretamente en la desregulación económica, el desmantelamiento del sector público y la pérdida de derechos iniciados en 1980. Es difícil resistir la tentación de encajar los mismos agentes y fuerzas en conflicto. Los restos de la aristocracia del siglo XXI se han diluido con los nuevos ricos que amasan fortunas a base de herencias y pelotazos --tolerados o ilegales-- y con rentistas inmobiliarios. La burguesía ha generado su propia elite, compuesta por dirigentes de multinacionales planetarias y políticos, los cuales trabajan para desregular la economía, obtener/mantener privilegios en los intercambios comerciales y/o mantenerse en el poder por decreto: los Musk, Trump, Meloni, Milei, Netanyahu, Erdogan, Maduro, Putin, Kim Jong-Un, Xi Jinping y demás acólitos segundones. Gentes que se ponen los parlamentos de adorno (no les remiten leyes para su debate), rebajan impuestos a quienes ya son ricos y buscan incansablemente nuevos nichos en el mercado sin regular (el tecnológico casi siempre) donde aún funcione le ley del más salvaje. La única diferencia con el siglo XX --no menor e igualmente preocupante-- es que esta burguesía no ha recurrido a tontos útiles para que gobiernen, sino que ellos mismos se reservan ese papel. Cada vez más países sucumben a un tardocapitalismo extractivo que se perpetua en el poder y una masa creciente de votantes se inhibe en cada nueva convocatoria electoral, convencida de que a ellos no les afectarán tantas concesiones, de que es compatible su bienestar con la desigualdad y el recorte de derechos (siempre que sea a los demás, no a ellos). Una variante muy parecida de las sociedades histéricas que produjeron los treinta en el siglo XX. Mismos antecedentes, mismas elites, mismos estímulos, misma especie gregaria... ¿Por qué no?
Estas comparaciones siempre suenan a erudición estética y a diagnóstico agorero; pero, al igual que en la prevención de enfermedades y catástrofes, es imperativo jugárnosla e invertir esfuerzos para evitar que nos explote en la cara algo que aún no ha sucedido (pero sí hemos visto suceder en el pasado, anunciado con señales muy similares). En estas situaciones, como especie, debemos ir en contra de todos nuestros instintos, porque las consecuencias serán mucho peores. Por eso a veces se repite la historia: porque nuestro legado genético como especie pesa demasiado. Sólo reaccionamos durante períodos limitados, y únicamente porque aún viven quienes padecieron los desastres y errores de la etapa anterior. Pero en cuanto esa generación desaparece, se relajan los controles, se olvidan los motivos por los que se mantienen, se pierden de vista los beneficios de la igualdad de oportunidades, la lucha contra la pobreza y el sometimiento del mercado al imperio de la ley. La vez que hemos aguantado más en contra de nuestro instinto fue en los Treinta Gloriosos.
(Continuará)