La tremenda diatriba que don Matías dispensaba aquella hermosa tarde de marzo, caía como una losa plomiza sobre un atorrante silencio de siesta. Ramón Moreno ya había sido expulsado y Ramón Ferrán, que no había logrado acompañarle, ocupaba su localidad en la solitaria silla del estrado; a la izquierda de mosén. Lola Castán y Marta Terry intercambiaban misteriosos mensajes escritos que corrían a lo largo de la fila con la diligencia del “Pony Expréss”. Domingo Duarte aprovechaba la megalítica cobertura que prestaba el corpachón de Cristina López para dormir recostado contra el respaldo; manos enlazadas sobre la tripa y boca abierta hacia las alturas. Gustavo Moral ya se había retirado al recogimiento místico de su pupitre-estudio con vistas a los jardines de la fantasía. Gema García y Cristina Soriano cotorreaban con fino estilo de cola de supermercado y Lolo Vesteiro ponía a prueba la finita paciencia de Carolina Pérez con su manía de enrollarse en el dedo los largos mechones de la afamada melena L’Oreal.
Por las destrozadas lamas de la última persiana, se colaba un rayo de sol; una puñalada de luz que en su vuelo por el espacio muerto del aula se encontraba con la nuca inocente de Pablito Anaya. Los tibios restos del impacto, espesos como aceite, rodaban espalda abajo, incendiando un bosque de pelusa alborozada y una suerte de espasmos que precipitaba el trance gozoso; una erección que latía como un corazón desbocado y un rubor febril que le robaba luz de los ojos. Lejos, muy lejos del intrincado submundo de los muslos candorosos y el alboroto de hormonas que bullía bajo los pupitres, marchaba él, en ese momento arriba y abajo, pasajero en la espuma del mar. Poderoso mar azul, compañero que lo zarandeaba de un lado a otro, a capricho, pero al fin, fiel amigo que lo haría varar sin remedio en la recóndita playa donde siempre esperaba Natalie. Primero no fue más que una sensación venida de lejos y luego solo la leve impresión de un susurro sibilino y una mano no menos furtiva que cruzó por allí dejando una hoja de papel. Con todo, nada en comparación al inmenso gozo que sublimaba sus sentidos en aquella anochecida en que su amada, la de la melena vikinga, la más bella que imaginarse pudiera, se iba a entregar por primera vez.
La vida tiene momentos que por su intensidad y por su magia, nada hace presentir la triste realidad que se impone, y sin embargo ocurre con una naturalidad absurda, que asesina de un tajo cualquier pasión. Así, con mucho de indignación, llegó Pablo al punto de no poder obviar una vez más la creciente voz de apremio que repetía su apellido desde el otro extremo del aula. No es que estuviera sordo y menos aún tonto, en otras circunstancias hubiera tratado de aclarar ese extremo, solo era que no podía creer que aquel cura fuera capaz de estropearle un momento así. Cuando Pablo alcanzó a reparar en don Matías, no pudo evitar reconocer la imagen misma del aguafiestas vocacional, el despreciable censor que creía haber dejado atrás al abandonar a los Padres Escolapios. Todo lo demás, desde la misma condición de profesor hasta la forma inquisitoria con que puesto en pie le señalaba, ocupó un plano meramente anecdótico. Desde luego no había en su ánimo afán de insurrección, ni desafío alguno en su mutismo, eso pertenecía al imaginario victimista del sacerdote, pero aun así entendió la debilidad de ese argumento frente a la evidencia del momento. La carcajada histriónica y sostenida del respetable añadía presión al evento pero, ni la insistencia, ni el rictus de infartado que empezaba asomar en don Matías, contribuían a que Pablo acertara con las palabras. Era en vano que le repitiera tantas veces que no era ningún idiota o que alborotara para volver a asegurar que lo había visto todo con sus propios ojos, la realidad era que no sabía de qué le estaba hablando ni a que misterioso papel se podía referir: a la vista no había otro que la hoja en blanco que alguien dejó sobre su mesa y por ello se encogía de hombros mostrando la cándida palma de sus manos.
-¿Pero quieres o no quieres ponerte en pie de una puñetera vez?
La orden no podía ser más clara, directa y concisa y esta vez la comprendió sin las interferencias de los entes del otro mundo, pese a todo, tampoco tuvo idea de haberla escuchado anteriormente. En todo caso no pensaba hacerse de rogar de nuevo y se movió con toda la presteza que le fue posible hasta que tal y como se plantaba, con los brazos bien estirados, notó una presión que ya no esperaba, una tensión contra la bragueta que no se le antojó en absoluto digna. Ahora sí, se sintió desolado y como si le fallaran todas las fuerzas, se dejó caer en su asiento. Agarrando con las dos manos su rodilla, fingió el fuerte dolor que le hacía imposible obedecer. En ese momento el guirigay del aula se disparó de tal modo que el cura dejó de ser audible y solo cuando levantó la cabeza, advirtió que llegaba entre filas, como una locomotora sin conductor.
-Es la rodilla, padre.
-Esto es inaudito e intolerable. Va a tener consecuencias, Anaya- vociferó y de un manotazo se hizo con la controvertida hoja -Muy graves. Ya lo verás.
Pablo no pudo ver mucho; lo justo para advertir que aquel papel no era del todo blanco por el anverso. De todos modos, el religioso se apartó de su lado con desdén y lo examinó en un aparte. Primero con esa curiosidad desganada que pretende hacerse pasar por rigor y después detenidamente, con cuidado, ajustando muy bien la distancia al grado de su hipermetropía. Ya se veía que lo que fuera era impactante, pero nadie hubiera augurado aun así que lo que viniera sería muy distinto de una perorata moralizante y subida de tono sobre la falta de madurez del autor en particular y del colectivo de quinto C en general. Sin embargo lo que ocurrió a continuación dejó patidifuso a todo el mundo: fue un fruncir más y más el ceño, fue reinyectar sangre en unos ojos que se exorbitaron antes de progresar hacia el pánico absoluto. En ese instante vino el vahído que le hizo trastabillar. Estrujaba el papel como si lo estrangulara, y entonces, sin mediar palabra y haciendo gala de una presencia de ánimo que no se le suponía, emprendió una atolondrada huida hacia la puerta. Con el primer topetazo, estuvo a punto de perder el equilibrio con un estrépito de mobiliario y con el segundo, desalojó de su asiento a la pobre Laurita Serrano, que era la más abnegada y encogidita de los presentes. Para entonces el bullicio ya se había tornado en silencio sepulcral y una inquietante inmovilidad se adueñó de todos. Algunos, a posteriori, asegurarían que lloraba, otros que maldecía, pero entre tanto, a Ramón Ferrán que iba a aprovechar lo anacrónico del momento para inmortalizarlo con una de sus ocurrencias, le soltó un bofetón en plena cara, al paso y sin mirar, que lo hizo girar sobre su eje y caer de rodillas bajo el mismo retrato del Generalísimo.
Imagen: Carlos, 1994