Para Mateo Gil tuvo que ser un caramelo la posibilidad de llevar al cine la vida ficticia de una de las leyendas del Oeste americano, Butch Cassidy, presuntamente muerto junto a su inseparable Sundance Kid en el tiroteo que ambos sostuvieron contra tropas bolivianas en la localidad de San Vicente en 1908. Inmortalizados con los rostros de Paul Newman y Robert Redford gracias al clásico Dos hombres y un destino (George Roy Hill, 1969), título al que alude directamente esta producción española de 2011 (en coproducción con Estados Unidos, Bolivia y Francia), sucesivos rumores, indagaciones, pruebas de ADN negativas practicadas a sus supuestos cadáveres e infructuosos intentos por hallar sus tumbas donde se suponía que estaban han alimentado el mito de que los famosos líderes del auténtico Wild bunch no murieron en aquel enfrentamiento, sino que podrían haber regresado a Estados Unidos bajo falsas identidades o incluso haber emigrado a Europa. Si bien hay testimonios familiares que relatan con detalle encuentros con Cassidy (en particular, el libro de memorias de su hermana) en fecha tan tardía como 1925, y existe la declaración de un médico que a finales de los años veinte habría reconocido en el cuerpo de un desconocido, operado de cirugía estética en Francia, las huellas de una antigua intervención quirúrgica por herida de bala practicada a Cassidy por él en el pasado, no es menos cierto que no se tiene constancia de que el famoso forajido visitara a su padre o de que acudiera a su funeral, ni de cartas o telegramas entre él y sus conocidos posteriores a la fecha oficial de su muerte, algo que sin embargo había sido habitual hasta 1908 según prueban los abundantes registros que se conservan. En el caso de Kid, existen igualmente testimonios circunstanciales y evidencias muy tomadas por los pelos para sostener su posible vuelta a los Estados Unidos, pero son todavía más débiles que en el caso de su compañero.
Partiendo de esta premisa, Mateo Gil levanta un buen western-homenaje al mito de Butch Cassidy & Sundance Kid y a la traslación que el cine hizo del mismo relatando un episodio supuesto de la ancianidad de Butch en Bolivia: Sundance salió malherido de San Vicente y no logró sobrevivir (magnífico giro el del guion, que dota a esta circunstancia de mayor importancia y trascendencia), mientras que Etta (Dominique McElligott), que ya había vuelto a Estados Unidos, crio sola al hijo de ambos (o, para el caso, de los tres, porque lo que no hace Gil es negar la evidencia de una relación romántico-sexual a tres bandas). En Bolivia, Butch ha vivido de la cría y el comercio de caballos, bajo una identidad falsa (se hace llamar James) y gracias a la compañía de Yana (Magaly Solier), aunque su modo de vida se ve comprometido cuando por casualidad se topa con un ingeniero español, Eduardo Apodaca (Eduardo Noriega), un tipo turbio con mucha labia y muy inexperto para conducirse por el altiplano tras el cual, además, van unos pistoleros a la busca y captura porque ha huido con el dinero que han robado de una mina de plata. Butch siente así revivir sus tiempos de atracador de bancos bolivianos (son varios los flashbacks que retrotraen la narración a las andanzas del trío de bandidos, interpretados por la mencionada McElligott, Nikolaj Coster-Waldau como Butch y Padraic Delaney como Sundance), al tiempo que encuentra en el botín de Apodaca la manera de pagarse un viaje a San Francisco para encontrarse con su hijo. La huida, sin embargo, remite directamente a la persecución que Butch y Kid sufrieron hasta que fueron acorralados en San Vicente, máxime cuando reaparece MacKinley (espléndido Stephen Rea), el antiguo hombre de la agencia Pinkerton que comandaba el grupo de caza y que también se quedó en Bolivia devorado por el mito, si bien en esta nueva carrera hacia la libertad hay una diferencia notable: Eduardo no es trigo limpio, y cualquier noción de confianza y lealtad está por demostrar.
Además de una sobresaliente factura formal, con mención aparte para el empleo del sonido y la música en la banda sonora, son múltiples los puntos de interés del filme: Sam Shepard hablando en español, escribiendo sus cartas o intepretando sus viejas canciones, o la persecución y el tiroteo en el desierto de sal, con el irreal contraste entre el suelo blanco y el cielo azul, así como los disparos a la puerta de la casa, con las mujeres como pistoleras, algo tan infrecuente en el western…; o, cómo no, el ansiado encuentro de Butch y MacKinley, de donde no sale aquello que justamente cabía esperar: no hay duelo armado, no hay lucha, no hay rencor, sólo el espíritu de dos viejos camaradas situados a dos lados diferentes de la partida que se reconocen en el otro, que no pueden negarse mutuamente, que se necesitan para dar sentido a sus vidas, y que por tanto no pueden matarse salvajemente.La película, además, aporta un desarrollo extra al personaje de Butch: si su leyenda dice que era un meticuloso planificador de golpes, que construía complicados ejercicios de ingeniería atracadora cuya única finalidad era evitar la violencia, impedir que las víctimas del robo pudieran salir heridas o muertas, en Blackthorn el viejo Butch se ve obligado a zambullirse en una espiral violenta desatada y cruel, sin tregua ni perdón, y que debe ejercer para salvar el pellejo o para castigar sin piedad. Butch, en cierto modo, se hace el hombre sin nombre de Eastwood.
Mateo Gil construye un western melancólico y vibrante, violento pero muy medido, con un espléndido guion de Miguel Barros que aúna magníficamente historia, mito e hipótesis, una hermosa fotografía de Juan Ruiz Anchía, que resalta especialmente la inmensa belleza de la naturaleza boliviana como expresión de la radical soledad que sienten los personajes, y una música de Lucio Godoy que combina ecos del western con las tonalidades tradicionales del altiplano. En cuanto a interpretaciones, la película presenta en este punto su aspecto más irregular: a la solvente veteranía y experiencia del gran Sam Shepard como anciano Butch Cassidy y del genial Stephen Rea como su perseguidor e imprevisto defensor y salvador se opone la inmadurez de Eduardo Noriega (especialmente bochornoso cuando habla en inglés) y la desigual participación de los actores que interpretan a los bandidos jóvenes así como de los actores bolivianos.
Filmada en condiciones climatológicas y logísticas especialmente duras (largas distancias hasta las localizaciones de rodaje por caminos intransitables, tormentas de arena o lluvias torrenciales inesperadas, temperaturas extremas…), la película de Mateo Gil es el más exitoso intento de recuperación del género western por el cine español en lo que va de siglo XXI, con la dificultad añadida de centrarse en un mito ligado a la cultura norteamericana del western, que es además pilar básico de su industria del cine. Gil construye algo más que un western crepuscular; el Oeste que Cassidy y sus compañeros conocieron ya no existe salvo en los parajes más remotos de las montañas, donde los caballos y los rigores de la vida al aire libre marcan todavía el ritmo de la vida, como el sol y las estrellas marcan las horas del día. En las ciudades, en especial en la San Francisco que Butch añora visitar para reencontrarse con su pasado, con la vida que perdió en San Vicente (porque el personaje, aunque se juegue con la hipótesis de su supervivencia, murió también aquel día, o más exactamente algunas horas después, cuando tuvo que apretar el gatillo que acabó con la vida de Kid), ya nada es igual, la gente como Butch está de más, no existe, es tan invisible y mítica como su leyenda. Pero no hay un cajero de un banco del Oeste al que un ligero temblor no le recorra la espina dorsal al escuchar los nombres de Butch Cassidy y The Sundance Kid.