stop the count, otoño

Por Patriciaderosas @derosasybaobabs

Este otoño ha sido muy raro. Y hablo en pasado porque dejó de serlo, otoño y raro, en el momento en que mi cabeza gritó “stop the count!”. Solo que Trump se amparaba en la quimera de que eso fuese a suceder y yo, dueña de mi propio contador, detuve el recuento de manera inmediata. Stop. Ya, Patricia.

El concepto de mirar hacia delante o el “hacia atrás ni para tomar impulso” no van conmigo. Me dan mucha pereza este tipo de ánimos impostados que nunca funcionan. Yo reivindico el derecho de abrigarme en la nostalgia cuando lo necesito. Y regocijarme en ella, si es necesario.

Hace unos días, Steinberg, uno de los ilustradores de The New Yorker compartía una playlist de Spotify llamada “Sad songs to make you happy”. Este hombre sí que me entiende. Compartimos la creencia de que no es necesario bailar, sonreir a la vida, ni buscar refuerzos positivos para paliar los días raros. Uno está como está y apaga el fuego como puede. A veces, con la manguera más cercana. Otras, toca hacerlo con tacitas de agua. Y mientras lo haces, puedes escuchar tus “sad songs” y no pasa nada.

La nostalgia se me escapa a veces de las manos. Me doy cuenta cuando miro el panel de la radio del coche y sé que no pienso cambiar el nombre de M80 por el nuevo. Siempre será M80. Cuando me dicen que mi correo de hotmail es obsoleto pero yo me mantengo en la resistencia. Cuando finjo escribir mis anotaciones y reuniones en alguna app del móvil de esas que parece que sincronizan la agenda con tu fase rem del sueño y con algún servidor de la NASA, pero en realidad, lo importante está en la libreta de mi bolso.

Lo que me gustaría realmente es que mi libreta fuese como la de Laure Valadier, la protagonista del libro de Antoine Laurain que anotaba en una libreta roja todo lo que le hacía ser ella. Lo que amaba, lo que odiaba o incluso lo que temía. ¿A quién le cuentas tus temores reales? A nadie, a tu libreta.

En mi libreta roja yo anotaría lo que me emociona. Pero no las cosas tristes que nos hacen llorar a todos, o a casi todos. Anotaría los momentos, las personas o los recuerdos que me quitan el aire durante un par de segundos y me obligan a volver a tomarlo con fuerza y con serenidad. Anotaría, por ejemplo, el sinfónico de Morricone y Williams organizado este año por la Fundación Princesa de Asturias en la Fábrica de Armas. La declaración de Colin Firth a Lúcia Moniz (adorada Aurelia) en Love Actually (sí, por encima de la de los músicos en la boda y los carteles a Keira). La novena Copa de Europa que ganó el Real Madrid. No olvidaré cuándo, cómo, ni con quién. El abrazo y el susurro de “Lost in translation”. La primera noche de cada verano en Zahara de los Atunes, justo en ese momento en que te das una ducha, te pones un camisón de tirantes y, con el pelo mojado, te sirves una copa de José Pariente muy muy frío y te lo tomas sentada en el porche mientras miras las palmeras, ese cielo de azul cerúleo a punto de oscurecer y piensas: gracias. “Aquellas pequeñas cosas” de Serrat. La comida de los domingos que hacía mi abuela, su olor. Escuchar a Carlos Marañón recordando a su mujer. La primera vez que vi iluminarse la Torre Eiffel desde la ventana de un restaurante. Algunos mensajes que recibo de personas a las que nunca he visto en persona. Los libros que subrayé y que nunca prestaré. Los vídeos de músicos en las calles de Nueva York que de pronto se despojan de gorra, gafas y barba y acaban siendo algún cantante que me encanta. Quiero estar ahí en ese momento. Otro olor, el de la trufa en el mercado y las calles de Sarlat. Las personas que te remueven por dentro. Las que te hacen reír (estas más que las primeras).

Yo me agarro a mis emociones, sean las que sean, cuando el otoño, además de otoño, es raro. Dejo que hagan conmigo lo que tengan que hacer sin poner fuerza, sin oponerme a nada y después, cuando me han zarandeado de un lado a otro, solo les pido que me miren a la cara y me digan, como Kamala Harris: “We did it Joe”.