Sueño americano en ebullición: La jauría humana (The chase, Arthur Penn, 1966)

Publicado el 23 noviembre 2015 por 39escalones

Con el hundimiento del sistema de estudios y el nacimiento del llamado Nuevo Hollywood, cada vez más cineastas y escritores de películas se atrevieron a sugerir, cuando no a plasmar explícitamente, que el famoso sueño americano no era más que una cabezadita de sobremesa en un sofá barato y con el estómago lleno de ácidos generados por la comida basura. Tal vez por eso La jauría humana (The chase, Arthur Penn, 1966) no fuera entendida y apreciada en su momento sino más bien todo lo contrario, rechazada, repudiada, incluso odiada. Y es posible que esos mismos motivos hayan hecho que con el paso de las décadas se haya convertido en una de las películas más emblemáticas de los sesenta y una de las que marcan la puerta de salida al antiguo sistema, en este caso para Sam Spiegel y la Columbia Pictures, a la vez que daba la bienvenida a ese breve pero fructífero periodo de esplendor que generó una nueva nómina de directores e intérpretes que cambiarían para siempre el panorama del cine. Esta fusión de tendencias y épocas puede vislumbrarse en el propio reparto de la cinta: clásicos como Marlon Brando, Angie Dickinson, Miriam Hopkins o E. G. Marshall conviven con los emergentes Robert Redford,  Jane Fonda, Robert Duvall o James Fox.

El guión de Lillian Hellman, basado en una novela de Horton Foote, encierra el microcosmos americano en una ciudad de tamaño medio de Texas cercana a México que la fortuna petrolífera de la familia Rogers pretende convertir poco a poco en una gran urbe. Pero el sueño de esta construcción se erige sobre los cimientos de una sociedad podrida y corrupta, ambiciosa, egoísta y sin referentes, en la que el adulterio está generalizado, es conocido y consentido, la única diversión existente es entregarse al alcohol en orgiásticas fiestas de fin de semana, el racismo no ha sido erradicado ni tras la guerra de Secesión ni por el movimiento a favor de los derechos civiles, los jóvenes desperdician su ocio entre carreras de coches y maratones de rock and roll, y en la que el desarrollo futuro aspira a sustituir las tierras de cultivo y pastos por los yermos campos de petróleo. En este contexto de choque entre la realidad vivida y la soñada, la fuga de la cárcel de ‘Bubber’ Reeves (Robert Redford), un joven del pueblo que cumple condena por diversos robos, peleas y daños a los bienes públicos cuyos pasos le llevan a su localidad de origen, hace de detonante para un clima enrarecido y en continua tensión emocional que sólo aguarda la chispa adecuada para estallar: la esposa de Reeves, Anna (Jane Fonda), mantiene una relación extramatrimonial (por ambas partes) con Jake Rogers (James Fox), el hijo del gran magnate del lugar, Val Rogers (E. G. Marshall); la localidad, los campos, los caminos, las vallas, las fábricas, todo tiene un letrero que dice “Propiedades Rogers”… Por otro lado, media ciudad, sobre todo los empleados y ejecutivos de las empresas Rogers que se ven excluidos del círculo de poder (sobre todo Emily, la aburrida y casquivana esposa de Edwin, el pusilánime vicepresidente de Rogers que interpreta Robert Duvall, que se pone una venda en los ojos ante la relación que su mujer tiene con el otro vicepresidente), envidia y observa con resentimiento a los privilegiados que acuden a la fiesta de cumpleaños del gran hombre, entre los que se encuentran el sheriff Calder (Marlon Brando) y su esposa (Angie Dickinson), sin que estén muy claras las razones por las que Val Rogers, el gran ricachón, los acoge tratándose de una pareja pobre y humilde: paternalismo (el empleo de sheriff de Calder se lo proporcionó Rogers, las antiguas tierras de los Calder están en poder de los Rogers hasta que paguen sus deudas…), tal vez el viejo se siente atraído por Ruby Calder (Angie Dickinson), a la que regala vestidos para que acuda a sus fiestas de lujo; o quizá es que la quería para emparejarla con su hijo Jake, una mujer buena y sensible que la alejara de las malas compañías que frecuenta… El conflicto generacional, la lucha de clases, el racismo, la violencia latente, el modelo de éxito basado en el consumo y la posesión de bienes materiales, el nulo respeto por la ley de quienes se creen en el derecho de aplicarla por la propia mano, todo confluye hacia el desastre.

El proyecto se contagió sin duda de la misma tensión: las continuas controversias entre el productor, Sam Spiegel, la Columbia, Hellman y Penn, además de los divismos de Brando (una vez más asistimos a una secuencia en la que el actor se recrea en su propio apalizamiento), consiguen que el metraje se resienta en algunos momentos (tal vez a causa de su duración, algo más de dos horas), pero no logran restar un ápice al poder y la fuerza de las imágenes de Penn (fotografiadas por Robert Surtees) y al demoledor contenido de la narración. La maestría del director plasma esta dupla entre la América pensada y la real utilizando uno de los símbolos del individualismo americano por excelencia: el coche y la industria automovilística, el motor de América. Los coches están presentes constantemente en el metraje, personajes que se desplazan continuamente en coche (el asesinato que cometen los fugados lo hacen en la persona de un viajante, y su fin es apropiarse de su coche), aparcamientos, el coche patrulla con las lunas de rejilla, el momento en que una Emily ebria vuelca su bebida contra el parabrisas del coche en cuyo interior está la esposa de su amante, el coche como esperanza de Reeves para lograr huir a México… y sobre todo el embarcadero sembrado de vehículos en desguace que sirve de escenario al incendio, al infierno de llamas que corona el intento de salvación y el clímax de la persecución de Reeves. Una vez más Penn resume en una imagen poética y terrible el sentimiento, la idea que preside toda la película: una manga de gasolina descontrolada “riega” los cócteles-Molotov con que los aburridos jóvenes del pueblo pretenden hacer salir a Reeves de su refugio entre los coches, y la subsiguiente explosión del surtidor y la gasolinera.

Pero además la película muestra el peculiar comportamiento del americano medio respecto a la ley que encarna el sheriff Calder (un Marlon Brando impresionante, acompañado de una Dickinson espectacular), cómo es ninguneada, burlada y violentada cuando resurge el espíritu de linchamiento de la antigua frontera, del Oeste salvaje (muchos ciudadanos, en teoría respetables, llevan pistola en su vida diaria y no vacilan en sacarla a pasear cuando el ambiente empieza a caldearse; incluso el personaje de Clifton James dispara al aire en plena efervescencia festiva en casa de los Stewart). El colofón, por supuesto, la paliza que Calder recibe en su propio despacho pero también, a modo de cierre especial, la reaparición de la pesadilla: porque, como si del asesinato de JFK se tratara, como si estuviera en juego algo más que la noche de sábado de un pueblo mugriento, como si se escribiera en esas horas cruciales el futuro de todo el país, un Jack Ruby aparece de nuevo de la nada para acabar otra vez con Lee Harvey Oswald (le secuencia, con Reeves conducido a prisión por Calder, parece directamente sacada del famoso momento televisivo que recoge el segundo asesinato más famoso de 1963).

Pero la película, que mira tanto al viejo sistema de estudios como al Nuevo Hollywood, también hace de precursora del cine que viene. Un lustro antes de que un desencantado y asqueado Harry Callahan (Clint Eastwood) arroje su placa a las aguas que rodean la ciudad de San Francisco, el sheriff Calder y Ruby reniegan de una ley falsa y manipulada, renuncian a su porción de sueño americano y abandonan su proyecto de conseguir dinero para recomprar la granja y reinstalarse en las tierras de su familia y parten para vivir otro futuro en otra parte, sin mirar atrás. Personajes que huyen de la jaula que evoca el título original, y que no es tanto la que se cierra sobre el preso fugado Reeves, sino la cárcel en la que vive una sociedad incapaz de colocarse en el espejo para destapar sus miserias.