Sully es un relato del que ya conocemos su final, pero eso es lo que menos importa, pues la estructura y el lenguaje fílmico dispuesto por Clint Eastwood nos hace disfrutar de esa múltiple capacidad tan necesaria en el cine, y que está compuesta por: el asombro, el estupor y la intriga. Esta es una historia con final feliz, pero nunca se nos debería olvidar que, a la victoria final, le preceden otras mucho más amargas. Uno de los grandes aciertos de Eatswood al montar esta película es la de dotarla de un magnífico juego de flashbacks que nos permiten conocer tanto los datos biográficos familiares como aéreos de su protagonista, pues con ello, nos sumerge en esa otra dimensión mucho más amplia del perfil personal de un aviador —con cuarenta y dos años de experiencia— que no sabe sin en el fondo ha actuado de un modo correcto, por mucho que todo haya salido bien. Pero también, otra de las grandes decisiones del director, en esta ocasión, ha sido la de contar con Tom Hanks como protagonista, convirtiéndole, si no lo era ya, en el héroe americano del ciudadano corriente norteamericano en el mundo del celuloide. Su mirada, su obsesión, su templanza (magnífica la secuencia en la que comprueba que no queda nadie en el avión antes de que salga él del aparato), por no hablar de ese ridículo bigote canoso, hacen de Hanks el arquetipo imprescindible o el molde perfecto para ponerle cuerpo y alma a una historia que rebusca en las entrañas del ser humano, ésas que nada ni nadie debería cambiarnos a lo largo de nuestras vidas. Sea como fuere, aún nos quedan destellos luminosos que muy de vez en cuando nos envían señales en el oscuro universo en el que nos desenvolvemos. Destellos que nos hacen regresar a la tierna esperanza, aunque sea a través de un héroe por accidente.
Ángel Silvelo Gabriel.