Hubo tiempos en los que se instaba a los jóvenes a superarse. Se buscaba la excelencia y la virtud haciendo todo lo posible por encontrarlas. La educación era importante pero mucho más el esfuerzo personal para impregnarse del deseado conocimiento y desarrollar las destrezas físicas y mentales que todo estudiante necesita.
La vida no era fácil. Los jóvenes tenían que enfrentarse a una competición brutal que en muchas ocasiones era directamente armada. No había lugar para los mediocres y muchos de los excelentes tampoco lo hallarían. La guerra no entiende mucho de mérito y virtudes.
Hoy sin embargo se han cambiado las tornas. Por variadas razones lo más importante es el propio individuo en una cultura que se autodenomina selfie. De este modo cada cual hace autopromoción, autopropaganda y autobombo, enfrentando una situación laboral y social de decrecimiento en la que cada vez hay menos puestos de trabajo y cada vez más ruido de fondo. Nos conformamos con tener una serie de aparatos y aplicaciones que nos mantienen entretenidos y falsamente conectados a los demás. Hemos superado artificialmente el número de Dumbar, que estipula en 150 relaciones el máximo social de un ser humano, acumulando cientos de seguidores en redes sociales cuyas interacciones, mensajes y “me gusta” nos producen un secreto placer. No nos hace falta superarnos, nos basta con estar entretenidos.
En otros lugares no pasa lo mismo. La disciplina, el esfuerzo y la abnegación siguen valorándose y aplicándose. Se preparan para la batalla sabiendo que cada vez será más dura. Entrenan, estudian, ensayan con el fin de estar perfectamente preparados. La paz mundial que disfrutamos tiene una sombra densa de conflicto. Es posible guerrear sin disparar un tiro como bien saben los que ocupan cargos de alta responsabilidad en instituciones, empresas o gobiernos. Y como viene pasando desde el comienzo de la historia es en el fuego de la guerra donde se funden y transforman las civilizaciones.
No sé que valor le darán a la superación, ni tan siquiera el grado de presencia de la misma en sus vidas. Lo que sí conozco de ciencia propia es que su ausencia nos suma en un inmobilismo que nos termina oxidando y deteriorando. Un refrán dice: “Pez que no nada se lo lleva la corriente”, algo parecido nos ocurre al relegar la superación. No es cuestión de ser más sino de ser mejores, de estar más afinados, de ser capaces de cumplir nuestra misión un poquito mejor. Cuando lo conseguimos sentimos una sensación de paz y plenitud que aflora junto a la virtud. Un esplendor visible también para los que se benefician de la misma. Este reto íntimo es quizá el principal campo de batalla que existe, cuando nos superamos avanzamos y es así como conseguimos recorrer el camino que la vida propone. La retirada o el quedarse quieto son opciones que no nos permitirán avance. De nuestra elección dependerá pues el derrotero que tracemos y de este el que recorra el resto de la humanidad que nos va acompañando. Hay mucho poder en las pequeñas cosas y cada paso cuenta, ya lo creo, para llegar a cualquier destino.