En honor a la nueva película de Superman llamada "El Hombre de Acero", desde Medellín hacemos tributo a nuestra estatua del super hombre con un pequeño cuento; inaugurando así nuestra sección quincenal "Museo de la Calle" que consistirá en ampliar un poco las perspectivas de las estatuas y esculturas más emblemáticas de la capital antioqueña.
Un día me cansé. Sí, me cansé de ver la misma gente, las mismas luces, los mismos carros; de visitar los mismo museos, los mismo teatros. Sí, me cansé de lo mismo… de vivir en lo que llaman la capital del mundo. Me cansé de ver tanto turista visitando las calles de Nueva York. Creí ser el último ser vivo de mi planeta Krypton, pero me di cuenta que la tierra era aún más grande que los Estados Unidos de América, que la única moneda que existe no es el dólar y tampoco que el único idioma posible en el mundo era el inglés.
Ahora el turista quería ser yo. Ya no era tan feliz en esta ciudad. A pesar de que había salvado a tantas personas ya no bastaba con mi aliento de hielo, mi termovisión, mi velocidad, mi súper fuerza y mi poder de volar… ¡esperen! ¡Volar! Esa era la respuesta, no había caído en cuenta que volando podía descubrir otros países, otros rumbos, otras culturas.
Decidí recorrer el continente y descubrí que los americanos no eran solo los nacidos en USA, que América era todo un extenso continente que iba de polo a polo y que estaba lleno de culturas y nacionalidades.
De paso por América Central no me apasionó ninguno de los siete países, así que decidí cruzar a Sudamérica. Colombia fue el último país que visité. Dejé para el final de mi viaje el lugar anhelado por muchos estadounidenses. Ese lugar de donde proviene la droga que se consumen. También quería comprobar qué tan cierto eran los rumores de que en Colombia solo hay putas, narcos y violencia. Y sí, lo comprobé. Comprobé que no solo hay putas, sino que esta palabra se divide entre grillas, perras, gasolineras y lobas; Comprobé que los narcos no murieron con Pablo Escobar; y comprobé que existe todo tipo de violencia.
Pero no solo eso, también comprobé que es un lugar muy diverso, donde se puede observar selvático con olor a café, lleno de montañas, nevados, ríos y paisajes hermoso. Pero entre tantas ciudades y lugares por conocer ¿Dónde me podría quedar? ¿Qué lugar podría ser cómodo para buscar otras personas de mi planeta? Busqué y busqué y al final encontré una pequeña ciudad comparada con NYC, conocida para el mundo como Medellín, una tierra de clima perfecto y que se hacía parecido a la primavera, de rosas y margaritas florecidas y de hermosas mujeres que caminaban en sus calles.
¡Oh! Qué paisajes. Me asombraban los paisajes de esta ciudad, sus nativos la llamaban la Tacita de Plata. Entonces divisé desde el aire un enorme edificio que tenía cierto parecido a un barco, tanto así que lo llamaban el Titanic. Se elevaba grandioso junto a un rio -contaminado como muchos- y prestaba servicios bancarios.
El edifico estaba rodeado por un pequeño jardín de arbustos y palmeras verdes, una sección de flores color púrpura y un pequeño asiento sobre una estructura de cemento. Quería sentarme unos segundo para observar a las personas que pasaban y, tal vez encontrar a algún paisano. Busqué la posición más cómoda y, sin saber por qué, minutos después ya no me podía mover.
Hace cuatro años estoy en la misma posición, la espalda me duele un poco, pero no me puedo mover. No encuentro explicación alguna, solo me conformo pensando que, la razón por la que estoy quieto y sólido como una estatua de bronce, es porque en Colombia hallé lo que no había podido encontrar en mi ciudad de origen: un buen asiento y un buen paisaje que observar.
Con el tiempo mi piel se ha oscurecido un poco, la lluvia decoloró mi capa roja y mi traje azul. El tiempo ha pasado y aún sigo con la esperanza de que cruce por mis ojos un hermano de Krypton. Por ahora seguiré congelado en esta hermosa tierra montañosa y trataré de entender por qué la gente dice que mi posición es igual a una famosa escultura llamada El Pensador, de un tal autor Auguste Rodin.
Por Juan Esteban Grajales Quintero
Editor: Andrea Orejarena